viernes, 29 de octubre de 2010

La estación du Nord. Bruselas.


 ¡Este correo sí que es hermoso, Fernando!  ¡Y, como tú dices, trataré de hacer lo mismo!

   

Si todos hiciéramos lo mismo...

LA ESTACIÓN DU NORD

Bruselas, seis de la mañana, un grado bajo cero. En la estación del Norte nadie sonríe desde hace meses. Miles de personas atraviesan sus puertas sin mirar a su alrededor, sin saber con quien se cruzan. Y lo que es peor, sin querer saberlo. Pero sobre todo nadie mira a los olvidados. Cada uno con su vida anónima, con su destino, con sus miedos y sus fracasos.
Nadie se fija en Abdul Nassa, el senegalés que vino buscando trabajo y encontró miradas frías y miseria. Nadie mira a Marie, su cartón de vino y su perro Jasón; ni a Pierre, un cabrón que huyó de Amberes hace años para dedicarse a robar carteras y tocar el culo de jóvenes estudiantes. A las doce cierran las puertas de la estación y dentro quedan los olvidados. Marie duerme sobre un asiento metálico, cubierta de periódicos, Pierre prefiere usar cartones y Abdul duerme en el suelo. También está Maximilian. Dicen que hace años fue un abogado de éxito, que una mujer tóxica lo empujó al mundo de los trankimazines con ginebra, que perdió su fortuna por confiar en unos ojos. En realidad Maximilian fue un obrero de la construcción en Polonia hasta que vino en busca de fortuna. También está Carlos, un anciano español que se niega a dormir tirado entre cartones. Pasa la noche aristocráticamente sentado junto a Abdul dando cabezadas (pero jamás dormiré entre cartones)
A las seis menos cuarto entran los trabajadores del metro. Los mismos gestos mecánicos: abrir, cobrar, informar con desgana (el tren para Lovaina a las cinco quince en la vía 4). Miradas por encima de unas gafas de concha y ruido de trenes sin nombre. Funcionarios sin destino.
Son los tres mundos en estación du Nord: los viajeros, los trabajadores, los olvidados.
Un día llegó Marcel. Un hombre corpulento y con cara de bonachón. De pelo rojo y rozando las cincuentena, Paul venía de un pueblecito de Flandes. Rozaba los dos metros de altura, con barriga prominente y manos enormes. Los ojos eran pequeños brillantes y su gran boca siempre lucía una sonrisa amable.
-Buenos días –saludó el primer día al cruzarse con Maximilian- ¡Soy Marcel, y vengo de Saint Marie de Paix, el pueblo donde se elaboran los mejores quesos de Flandes!
El polaco se lo quedó mirando con aire sorprendido:
-Hola Marcel –respondió- soy Maximilian Kroczy, abogado aunque estoy pasando una mala racha, pero puedes llamarme Max.
-Encantado Max, por cierto, bonita chaqueta.
Marcel era el cajero de la taquilla cinco. Cada mañana, a las seis menos cuarto, abría su cubículo no sin antes saludar a todos los olvidados. Algunos días regalaba a Marie una flor robada del cercano edificio de oficinas, otras veces les repartía algunos bombones, o traía refrescos y bocadillos.
Una tarde de octubre trajo una vieja manta:
-Don Carlos, le he traído esta manta –le dijo al anciano.
-Ya sabes que nunca dormiré entre cartones jovencito, además no tengo donde guardarla durante el día.
-Yo se la guardaré en mi taquilla.
Y a partir de esa noche don Carlos decidió echarse sobre la manta y dormir sobre un asiento.
Marcel siempre bromeaba con los viajeros. Para todos tenía una palabra de ánimo, una sonrisa, un consejo o simplemente un guiño. En un mes consiguió incluso conocer los nombres de algunos viajeros, los trayectos que solían hacer y conocer sus profesiones.
-Buenos días señora Tina, ¿De nuevo a visitar a su hermana? –le decía cada jueves a una señora de pelo blanco.
A unos comentaba el resultado del último partido, a otros simplemente les deseaba buenos días, o a los turistas intentaba bromearles hablando en su idioma.
A los tres meses todos saludaban a Marcel. Los olvidados ya no eran tan anónimos gracias a aquel cajero. Y los viajeros habituales siempre elegían la taquilla cinco para comprar sus billetes.
-Espero que pronto dejemos de vernos Vincenza –le decía cada sábado a la mujer regordeta que visitaba a su hijo en la cárcel.
-Ojalá así sea Marcel, gracias por acordarte.
-¿Cómo se me van a olvidar los dos ojos más bonitos de toda Bélgica señora? No diga tonterías y corra que su tren está al salir.
A los cinco meses la taquilla cinco acumulaba colas de clientes para comprar su billete. Todos querían comprar el billete a Marcel, todos querían sus diez segundos de cariño.
Porque Napol ya no era el ojeroso cincuentón que trabajaba haciendo pizzas en la Grand Place, era Napol el gran cocinero italiano. Suzanne no era la chica de la tienda de recuerdos, era la princesa de Gante.
Todos salían con su ticket y su sonrisa.
Hasta que un día se acercó a la taquilla cinco Romuald, el cajero de la Taquilla tres:
-Oye Marcel, debo decirte algo –le dijo mirándolo por encima de sus gafas con antiparras.
-Dime Romi –respondió el cajero regalando una sonrisa a su compañero.
-Estamos harto de la forma que tienes de tratar a la gente. La vida no es así.
-Pero…-intentó responder
-Marcel, te equivocas. Si tú eres feliz porque has tenido suerte en la vida, no hace falta que nos lo eches en cara a diario
-Pero…
-Sí, ya sé que tú lo ves todo de color de rosa, pero la vida es otra cosa. Nos dejas en evidencia porque nosotros somos Normales, tenemos vidas normales, no como tú que te crees que la vida es colores.
-Pero…
-No hay peros que valgan Marcel. No me caes mal, pero la vida no es así como tú la ves. Vienes de un pueblecito donde vivís dedicados a hacer quesos y criar vacas, pero aquí es diferente, esto es la vida real ¿Acaso has tenido algún problema real alguna vez? Seguramente no.
Entonces Marcel se pone de pie y mira fijamente a Romuald a los ojos:
-Soy Marcel, el tonto que siempre sonríe. Tuve dos hijos y una mujer. Mi hijo André falleció con siete años. Mi otro hijo, Jacques empezó a tomar drogas con trece años. Calculo que hoy tendrá unos veintiséis si aún vive. Hace cinco años que no sé nada de él. Mi mujer murió atropellada hace seis meses. No me quedaba nada en la vida salvo una docena de vacas, así que decidí buscar a Jacques. No tengo dinero para viajar, por eso elegí la Estación du Nord, la más grande del pais
Cada vez que vendo un ticket imagino que podría ser Jacques, que seguramente estará tirado por alguna estación, que ojalá reciba un trato como el que yo intento dar. Ojalá…
Cada mañana, cada segundo, cada nueva cara al otro lado de la ventanilla es una oportunidad, cada vez que vendo un billete espero que el siguiente de la cola sea Jacques. Si quieres otro día hablamos de mi mundo. De todas formas, querido Romi, soy Marcel, el tonto que siempre sonríe.
Y la vida siguió en la estación du Nord…

PD: Dedicado a aquel cajero sin nombre gordito y de pelo rojo que me vendió un ticket regalándome una sonrisa y una broma en la estación du Nord en Bruselas. Porque saber que existen personas capaces de sonreír a un desconocido y dedicarle unas palabras amables hace que merezca la pena creer en el ser humano (al menos para mí).




 

 



 

 

 

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