viernes, 21 de octubre de 2016

IRENE MORALES, sargento y cantinera del Ejército de Chile en la Guerra del Pacífico.






Algunos valientes de nuestra Historia
Sargento Irene Morales
Irene Morales Infante fue una militar chilena, sargento segundo y cantinera del Ejército de Chile durante la Guerra del Pacífico.
La casaron a los 12 años, pero al poco tiempo quedó viuda y cuando pensó que había encontrado el amor de un hombre, éste fue fusilado, una situación que nunca pudo separar y que la llevó a tomar de la decisión de ocultar que era mujer. Esta es la historia de una chilena que motivada por una tristeza profunda y una sed de venganza, decide hacerse pasar por hombre y entrar a la guerra. Hablamos de Irene Morales, una mujer que tras su muerte fue reconocida por su audacia y valentía.
¿Qué es lo que exactamente le pasó para que tomara la determinación para engañar al mundo y hacerse pasar por hombre? Esta es su muy particular historia.
Irene Morales nació el 1º de abril de 1865 en La Chimba, considerado en ese tiempo como un barrio popular de Santiago que quedaba adyacente al río Mapocho.
Desde pequeña tuvo que lidiar con la muerte, ya que teniendo tan sólo 11 años, debió enfrentar la muerte de su padre. Tras esto debió irse junto a su madre a Valparaíso es busca de nuevas y mejores oportunidades.
Fue en esta ciudad que aprendió el oficio de costurera, sin embargo, este trabajo no le daba lo suficiente como para mantenerse, por lo que su madre, decidió que lo mejor para ella era que encontrara un esposo.
Por eso, la obligó a casarse con un artesano, sin embargo, su suerte nuevamente cambió, ya que tanto su marido y su madre fallecieron al poco tiempo.
Sola y bastante desamparada, Irene decidió partir a Antofagasta para ver si es que ahí podía cambiar su destino. Fue en medio de esto, que conoció al hombre que más tarde se convertiría en su segundo esposo. Irene estaba feliz, enamorada como nunca, sin saber aún que nuevamente el cruel destino volvería a dejarla sola.
Cuadro con retrato de Irene Morales, del artista pictórico Robles Acuña, dispuesto para las dependencias de Capredena.
El cielo de Antofagasta parecía una ciudad patas para arriba. Una ciudad titilante en el medio de la nada. Abajo, en la latitud 23 Sur de la tierra, sobresalía un cuerpo ensangrentado. Era la noche del 21 de septiembre de 1878 y hacía un frío de morirse, pero ese cuerpo botado junto a los rieles del ferrocarril ya estaba muerto: ya no sufría las asperezas del desierto. Era el cuerpo de un chileno de treinta y pocos años, piel negreada por el sol, restos de aguardiente en la garganta, argolla dorada en el dedo anular y ojos oscuros, muy abiertos. Con la visión del estallido aún grabada en la retina, se diría, esos ojos tan abiertos.
Así lo encontró la mujer: forrado de balas, acribillado a la intemperie y sin mediar dictamen. Con la anémica luz de un candelabro, después de buscarlo durante varias horas por cantinas, callejones y plazoletas, la mujer halló esa madrugada al hombre que era su marido, que se ganaba la vida como músico de una banda militar boliviana, que era chileno igual que ella (tal como el ochenta y cinco por ciento de la población antofagastina) y que tenía un nombre de conquista: Santiago Pizarro. Pero es probable que la mujer desconociera la secuencia completa. Que no supiera, por ejemplo, que Pizarro había matado antes a un soldado boliviano en una pelea de borrachos. Que lo había matado con un rifle del mismo cuerpo militar en el que servía. Y que los camaradas del boliviano habían actuado con furia patriótica, sin perdón ni sepultura, contra el chilenito Pizarro.

Esta situación fue considerada injusta y cruel por los habitantes de Antofagasta y por supuesto para esta mujer quien jamás se pudo recuperar de esta pérdida, por lo que pasó largas noches llorando y recordando la abrupta muerte de su marido. Fue que en medio de la pena, que comenzó a gestarse en su alma, un nuevo sentimiento, el deseo de venganza.
Así, esta mujer enceguecida por sus ánimos revanchistas, decidió, de manera muy clara, cómo iba a hacer para vengar la muerte de su marido.
Irene Morales, en un acto de osadía, decidió enrolarse en el ejército chileno para luchar en contra de los bolivianos en la Guerra del Pacífico.
Era el comienzo de la guerra, y a Irene sólo le faltaba un paso: disfrazarse de hombre y presentarse directamente al batallón. Al principio no le resultó la trampa porque, según dicen los reporteros de la época, "se encontraba en el apogeo de su hermosura". Se le marcaban demasiado los pechos, se le salía el pelo por detrás del gorrito. Era muy curvilínea. Pero lo intentó y lo intentó, se cortó el pelo al rape, se cubrió bien las formas, hasta que lo consiguió. Dicen, de hecho, que fue la primera mujer soldado que entró cabalgando a Tacna, el 26 de marzo de 1880. Iba con el rifle y una bandera tricolor en la mano, gritando con voz aguda el viva Chile.

Fue entonces cuando el general Baquedano la aceptó oficialmente en la tropa como cantinera, y la mujer abandonó el disfraz de hombre para guerrear con vestuario propio durante los meses siguientes. Irene Morales como soldado en Pisagua, en Dolores, en Ángeles, en Arica, en Chorrillos, en Miraflores. La soldado Morales no se perdió una: cruzó todos los fuegos. Y en cada ocasión que tuvo multiplicó su venganza.
Incluso se cuenta que Irene, luego de servir como un soldado más en el combate, debía incorporarse en su rol de cantinera, ayudando a los soldados caídos.
Así lo documentó por esos días el escritor Nicanor Molinare al referirse a la toma del Morro de Arica, ocurrida el 7 de junio de 1880: "En la plaza del pueblo fueron fusilados 67 hombres por una mujer que ordenó esa ejecución: la Irene Morales, cantinera que acompañó al Ejército, al 3º de Línea, en el asalto".

Irene se mantuvo en el Ejército hasta que se le dio la gana. O sea, hasta el final de la guerra. Batalla tras batalla hasta que se quedó sin causa y se halló sola otra vez. Ya no extranjera, pero igual de sola. Otras cantineras, soldados como ella no tuvieron la misma suerte. María Quiteria Ramírez, por ejemplo, fue tomada prisionera por los peruanos. Leonor Solar y Rosa Ramírez fueron quemadas vivas en un enfrentamiento. Y Susana Montenegro, prisionera también, fue martirizada como Caupolicán. Irene Morales se salvó. Y aunque adoraba su uniforme, lo dejó a un lado, embarcó sus pilchas y retornó a su latitud 33 sur, a la misma Chimba de la infancia. Sólo que ahora no tenía padres ni marido ni máquina de coser, siquiera. Tenía, eso sí, una foto del músico fusilado en la pampa, una pila de recuerdos feroces y una pensión de quince pesos mensuales como veterana de guerra. Y los estiró y los estiró como el hilo de un tejido infinito, hasta que en agosto de 1890, a los 48 años, fue internada con pulmonía en el hospital San Borja y ya no peleó más. No iba a andar peleando sola, ella.

                                                                                                          Tumba de Irene Morales en el Cementerio General
Fue en una fría sala, sola y en el completo anonimato que murió Irene. Y si bien tuvo un reconocido y heroico desempeño en la guerra del Pacífico, recién en 1930, debido a un artículo publicado en la prensa, los chilenos conocieron mejor a la mujer valiente y osada que había sido Irene Morales.
Una pequeña calle con el nombre de Irene Morales se encuentra uniendo la primera cuadra de la Alameda Bernardo O'Higgins con la Avenida Merced, donde comienza el Parque Forestal. El sector es de gran valor histórico y arquitectónico.
Jessica Ramos V.
Alejandra Costamagna
Colaboración de JPH
La participación de las mujeres en la Guerra del Pacífico fue activa y se centró en tres ámbitos: el aporte económico, el cuidado de los enfermos, y, como cantineras, marchando junto al Ejército, haciendo las veces de sirvientes, enfermeras y valientes soldados.
A diferencia de la Sargento Candelaria, Irene Morales no gozaría del reconocimiento de su país en vida. El 25 de agosto de 1930, a 40 años de su anónima muerte, acaecida en el más absoluto abandono y pobreza, el coronel Enrique Phillips le dedicó un artículo publicado en "El Mercurio". Allí, entre otras cosas, señaló: "Las Judith de Chile, fueron muchas en esa gloriosa jornada, pero ninguna superó en valor a Irene Morales, el tipo de la mujer chilena".

Irene Morales representa, junto a la sargento Candelaria, a la mujer chilena, simple y abnegada, que en las circunstancias extraordinarias que s tocó vivir, supieron responder con coraje y decisión.
Muchas deben ser, sin duda, las Candelarias e Irenes que olvida la historia, sus excepcionales actuaciones recobran la memoria de todas ellas.
JPH

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