domingo, 19 de noviembre de 2023

En busca de las fuentes de Madeira



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Domingo 19 de noviembre de 2023
Josan Ruiz
Josan Ruiz
Director de Viajes National Geographic

En busca de las fuentes de Madeira

Hace seis siglos, cuando los portugueses no habían avistado sus costas pero ya figuraba en alguna carta náutica genovesa, Madeira se hallaba enteramente cubierta de bosques. Asombrados ante aquella espesura, en 1419 los marinos comandados por João Gonçalves Zarco llamaron Madeira («madera») a la isla principal. Para despejar el terreno, los colonos recurrieron a los incendios, que tuvieron un alcance devastador. Pero el agua abundaba y la tierra, fertilizada por las cenizas del bosque y los volcanes, quedó lista para sembrar. Pronto la caña de azúcar traída de Sicilia, que cultivaban esclavos africanos, prosperó en los barrancos de la vertiente sur. Y la villa de Funchal, fundada por Zarco en 1425, se convirtió en un activo puerto. 

 

 

Desde 1508, cuando se le otorgó el rango de ciudad, cinco panes de azúcar de oro dispuestos en forma de cruz configuran su escudo, junto a cuatro racimos de uvas, con las que se empezó elaborando un vino tipo malvasía al que siguieron otras modalidades. El azúcar se vendía a Castilla, Inglaterra y Flandes. Los edificios públicos y religiosos de los siglos XV y XVI testimonian aquella época de temprano esplendor, así como los retablos flamencos y portugueses que atesora el Museo de Arte Sacro. 

Funchal se encarama por un anfiteatro de montañas orientadas al sur. En las empinadas calles, la mayoría de edificios miran a la bahía; de vez en cuando, una gran jacaranda, con sus aromáticas flores azul violáceo, anuncia la dulzura del clima y salpica de belleza un rincón de la ciudad

El mar ha sido en Madeira tanto una fuente de negocios como de peligros. En 1566, más de un millar de hombres venidos en una flota con patente de corso desde Burdeos saquearon Funchal durante quince días. El botín fue tan nutrido que los corsarios tuvieron que arrojar una parte al agua para poder zarpar. Huyendo de aquella horda, las hermanas clarisas se guarecieron en el Curral das Freiras («el corral de las monjas»), una abismal caldera volcánica a la que hoy se accede gracias a un largo túnel, en una de las excursiones más habituales desde Funchal. 


Vista de Curral das Freiras. 

La isla de Madeira es una sucesión de telones de montañas, surcadas por valles –las ribeiras– por donde un día fluyó la lava y hoy desciende el agua. La costa es abrupta, alternando los acantilados y las playas pedregosas. Solo Praínha, al este de Machico, ofrece una superficie de arena. A menudo, piscinas artificiales engarzadas en la roca facilitan el baño en las localidades costeras. La temperatura del mar oscila de 19 a 26 °C entre invierno y verano. 

Para encontrar playas de postal hay que trasladarse a la vecina isla de Porto Santo. Es pequeña –la mitad que Formentera– y árida, pues sus discretas montañas no consiguen retener la humedad que transportan los vientos alisios. Los habitantes de su única aldea, Vila Baleira, viven de la pesca y del turismo. Tranquila y sin apenas tráfico, Porto Santo invita a pasear descalzo: la playa de arena dorada de 9 km de longitud que une Vila Baleira con los acantilados de la punta sur es su mejor avenida. Los viajeros más activos acceden al pico de Ana Ferreira (283 m), para admirar sus columnatas hexagonales de basalto, o descienden a las espectaculares calas de la costa oeste.

 


Vista aérea de Seixal, en Madeira. 

Descubrir la gran isla de Madeira, en comparación, requiere más energía. Hay que adentrarse por sus sinuosas carreteras y estar dispuesto a calzarse bien y atravesar las nubes. Pero la belleza del paisaje compensa el esfuerzo. La vertiente sur semeja un jardín vertical: donde minúsculos huertos (poios) trepan como andamios por las montañas. Para crearlos, los campesinos tuvieron que acarrear tierra desde el fondo de los valles y cultivarlos sin ayuda de animales dado lo escabroso del terreno. Paralelamente, nuevas masas forestales, esta vez de pinos y castaños, rodearon a los bosques de laurisilva. Esta formación vegetal, no obstante, sigue cubriendo con su exuberante verdor la vertiente norte de Madeira, la más lluviosa. La integran especies de árboles con hojas semejantes a las del laurel (perennes y recubiertas de una película cerosa), mientras una constelación de musgos y líquenes tapiza las superficies libres de hojarasca.

Las fiestas y ferias agrícolas que se suceden a lo largo del año reflejan el mosaico de cultivos y productos de la fértil Madeira: piña, caña de azúcar, chirimoya, cereza, higos, trigo, maíz, castaña, vino, sidra... entre las omnipresentes plataneras. Habría que viajar del Caribe al Mediterráneo, haciendo escala en Galicia, para encontrar una diversidad similar. Y todo eso se da en una isla de 741 km2 cuadrados (algo más que Menorca o La Palma), que comparte latitud con Casablanca. Cultivar esas plantas o las frutas y flores tropicales que hoy ofrecen los mercados no habría sido posible sin un sistema de irrigación excepcional. Y eso es precisamente lo que convierte a Madeira en un destino único en el mundo: su prodigiosa red de acequias, que como un vasto aparato circulatorio capta las aguas en la cabecera de los valles y las reparte estratégicamente por toda la isla. También es lo que permite que en parajes remotos hallemos un huerto o una vivienda.

 


Camino junto a una levada en Madeira.

Para disfrutar de la naturaleza de Madeira a pie, las levadas (acequias) ofrecen senderos insuperables. Por esbeltas o intrincadas que parezcan las montañas, una red de 2.000 km de canales, que incluye 40 km de túneles, se aventura por ellas en busca de las fuentes. Lo bueno es que junto a la levada hallamos siempre un camino cómodo y casi tan horizontal como una curva de nivel (la acequia ha de fluir sin turbulencias), que permite repararla en caso de necesidad y donde el agua está siempre al alcance de la mano.

Pasear siguiendo una levada resulta así tan grato como estético, pues a la compañía del agua se añade la belleza del paisaje y de la vegetación. El mar, de un azul radiante, quizá domine el horizonte; mientras en la vertiente norte es habitual atravesar bosques profundos entre los que serpentea la niebla. Estos canales se construyeron sin escatimar esfuerzos ni eludir riesgos durante siglos, cuando el tiempo importaba menos que el agua. En algunas paredes, el paso se estrecha y una escueta baranda atenúa el vértigo. Otras veces hace falta una linterna para cruzar oscuros túneles. Solo cuando se recorren las levadas más recónditas y resbaladizas de la cara norte (Caldeirâo Verde, Caldeirâo do Inferno), se desaconseja ir con niños pequeños. Las más concurridas parten de Rabaçal, un refugio de leñadores en la meseta de Paúl da Serra, la única planicie de la isla, a 1.400 metros de altitud y drenada por la Ribeira da Janela. Entre ellas, destacan la de las 25 Fontes y la de la Rocha Vermelha. Inmersos en la verde espesura, ajardinada de hortensias, las aguas de las 25 fuentes y de diversas cascadas se recogen y canalizan con primor. Esas aguas se filtraron desde las cumbres a través de estratos porosos de rocas volcánicas. Al toparse con capas impermeables de arcilla basáltica o laterita, afloraron al exterior. 

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El número 285 de Viajes National Geographic, a la venta desde el 17 de noviembre, incluye un gran reportaje de Madeira escrito por Rafa Pérez, junto a otros dedicados a Londres, la República Dominicana, Venecia, los valles de Arán y Boí y Corea del Sur.

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