El primer testimonio histórico sobre Islandia procede quizá del navegante Piteas, que en el año 320 a.C. partió de la colonia griega de Massilia (Marsella) en pos del estaño de las tierras al norte de la Galia. Piteas llegó a Cornualles, donde se hallaban las principales minas de este metal, pero decidió alargar su periplo y dar la vuelta al país de los britanos. En Escocia oyó hablar de una tierra situada más al norte y hacia allá se dirigió. Tras seis días de navegación llegó a una isla a la que llamó Tule, que podría ser Islandia o las islas Feroe. Piteas describió el sol de medianoche, la aurora boreal y un mar “cuajado” donde el hielo se mezclaba con el agua. Poca gente dio crédito a su relato. Casi un milenio después, los monjes irlandeses, desde sus monasterios en el estuario del Shannon, veían bandadas de cisnes y gansos que, año tras año, volaban hacia al norte en primavera y regresaban en otoño. El ir y venir de aquellas aves debió ser una premonición para algunos ermitaños, que se hicieron a la mar en barcas de cuero con costillas de madera (curraghs). La peregrinación a tierras remotas como forma de renuncia era una característica de la regla monacal celta. Eso podría explicar por qué cuando los vikingos llegaron a Islandia en el siglo IX hallaron monjes y sacerdotes irlandeses, “con sus campanas, libros y báculos”, en palabras del cronista medieval islandés Ari Thorgilsson. Ingólfur Arnarson, el primer colono de Islandia, estableció su capital en Reikiavik en el año 874. Como otros nobles, Ingólfur tuvo que dejar Noruega escapando con su familia y criados del belicoso rey Harald I. Los colonos llegaron a bordo de sus knarrs (barcos mercantes) con ovejas, vacas y caballos, y hallaron una isla donde los abedules crecían entre la costa y las montañas. El océano era extraordinariamente pródigo en peces y mamíferos marinos. Las aves que anidaban en los acantilados o en las zonas lacustres ofrecían otra fuente de sustento. Abundaban los pastos, pero los campos de lava apenas proporcionaban tierras cultivables; todavía hoy estas suponen solo el 1% de la superficie del país, diez veces menos que el espacio ocupado por los glaciares. En el año 930, cuando Islandia contaba con unos 50.000 colonos, estos crearon el Althing, el primer parlamento de Europa. Se reunía dos semanas cada mes de junio en Thingvellir, en una fisura en la lava de varios kilómetros de largo y solo unas decenas de metros de ancho surcada por un río. El presidente se sentaba en el Lögberg («el montículo de la ley»). Al Althing se acudía a caballo o a pie desde cualquier punto de la isla para dirimir pleitos, pero también para comerciar y participar en competiciones, bailes y recitación de poemas y sagas. Entablar una causa legal requería contar con un orador que expusiera la demanda según una elaborada retórica, al estilo de la antigua Grecia. Un fallo en el procedimiento podía entrañar la pérdida del juicio; convenía asimismo contar con gente armada capaz de defender el pleito por la fuerza llegado el caso. El Althing se reunió ininterrumpidamente hasta 1799, incluso cuando Islandia pasó a depender de la corona noruega en 1262, o de la danesa a partir de 1380. Se trasladó a Reikiavik en 1844, justo cien años antes de que la isla lograra independizarse de Dinamarca aprovechando la Segunda Guerra Mundial. Thingvellir es hoy un parque nacional junto al mayor lago de la isla. La fisura en el basalto que delimitaba el enclave del parlamento coincide con la costura que recorre el lecho del Océano Atlántico de norte a sur, a través de la cual se separan las placas de los continentes europeo y americano. Solo en la volcánica Islandia esa gran cordillera submarina (la dorsal mesoatlántica) consigue aflorar de las aguas. Desde que se creó el Althing hasta el siglo XV, en Islandia floreció la mejor literatura de Europa. Los islandeses impulsaron la poesía escáldica, muy valorada en las cortes escandinavas y británicas entre los siglos X y XII, y fueron los primeros en traducir obras religiosas y textos clásicos del latín a su lengua vernácula. Pusieron por escrito gran parte de sus sagas (largos poemas o historias que narran la vida de personajes de la «época heroica» de la isla), y no hay mejor fuente para conocer la mitología escandinava que la colección de poemas que integran la Edda mayor. A esta faceta de reserva literaria, y no solo natural, de la isla se añade el que los islandeses pueden leer sus textos medievales sin dificultades, pues la lengua apenas ha variado con los siglos. El poema Sonatorrek por ejemplo, de Egill Skalla-Grímsson (910-990), donde este condensa su proceso de duelo tras ahogarse su hijo Bodvarr en el curso de una tormenta, sigue tocando el alma del lector. Si tuviese que elegir un libro que narre cómo fue la vida en Islandia desde hace casi mil años, optaría sin dudar por Gente independiente, de Halldór Laxness (Ed. Turner). Publicada en dos tomos entre 1934 y 1935, esta obra del premio nobel de literatura islandés cuenta las vicisitudes de Bjartur, un pastor que después de trabajar 18 años cuidando el ganado del alguacil local consigue realizar el primer pago de un pequeño terreno para criar, por fin, sus propias ovejas. Ambientada a principios del siglo XX, Gente independiente (la traducción más fiel sería “autosuficiente”) evoca un mundo donde la salud de las ovejas llegaba a ser más prioritaria que la de la propia familia, pues la agricultura no daba para subsistir y Dinamarca tenía vetado el comercio desde 1602. Como explica Enrique Bernárdez en el prólogo, aquel país inhóspito creado de la nada por un puñado de emigrantes se fue apoyando en su literatura a lo largo de los siglos para convencerse de que valía la pena seguir viviendo. Bjartur tendrá que habérselas con todo tipo de dificultades materiales, también con los espíritus que lacran el reducto maldito que ha adquirido, al que se muda tras casarse con Rosa, una criada embarazada del hijo del alguacil. Pero su testarudez y determinación le permiten reponerse de cada pequeño o gran desastre. Además de pastor es poeta y se sabe de memoria infinidad de versos. Los recitará todos una y otra vez, exprimiendo la energía de las palabras y los mitos, para no desfallecer y morir, helado durante días y noches, en el curso de una espantosa tormenta de nieve. Unos años más tarde, con la Primera Guerra Mundial, en Europa se disparan los precios del cordero y de la lana de Islandia, lo que permite que incluso los agricultores más pobres empiecen a soñar con prosperar. Nuevos bancos otorgan préstamos. Y ahí aparece el único gigante que tumbará a Bjartur: la hipoteca que suscribe para adquirir una vivienda moderna que reemplace a su viejo establo con altillo, tan económico de mantener o calentar. Islandia fue el primer auténtico gran viaje de mi juventud. Volé con mi primo suizo Fernando a Reikiavik desde Luxemburgo, donde la compañía Icelandair ofrecía las mejores tarifas de Europa (no había vuelos desde España, a diferencia de hoy, en que Alicante o Málaga son destinos habituales para los islandeses). Viajábamos en bicicleta con hornillo y tienda de campaña, dispuestos a dar la vuelta a la isla. Tras visitar Thingvellir atraídos por los ecos de aquel parlamento que congregaba a letrados, granjeros y poetas, pedaleamos rumbo sur. Pronto nos absorbió la verde inmensidad de la campiña islandesa, surcada de arroyos y saltos de agua, y salpicada de granjas mucho más modernas que la de Bjartur. Fuera de Reikiavik era obvio que Islandia seguía teniendo más ovejas que habitantes. Algunas aves nos alegraban el trayecto cantando rítmicamente sobre nuestras cabezas durante kilómetros por las solitarias llanuras. De noche, si uno se despertaba en la tienda, la claridad del cielo le llevaba a dudar si la esfera del reloj marcaba las dos de la madrugada o del mediodía. La ruta principal de 1340 km que hoy da la vuelta a la isla se estaba pavimentado y las obras entorpecían nuestra marcha. Por la pista de tierra se avanzaba bien, pero nuestras ruedas se hundían en el grueso lecho de grava destinado a acoger el alquitrán. Para no desanimarnos, mientras empujábamos las bicis a pie en esos tramos, solíamos bromear diciendo: “cuando nuestros hijos viajen por esta carretera asfaltada en el futuro, les contaremos cómo la recorrimos siendo jóvenes”. En adelante, cada vez que tocaba volver a desmontar, nos limitábamos a exclamar: “¡Nuestros hijos!”. La vida supera a veces nuestras mejores expectativas. Veinticuatro años después, en esa flamante carretera le contaba esta historia a Cristina y a mis dos hijos al volante de nuestra autocaravana alquilada. Ni la lluvia común en el sur de Islandia suponía una molestia detrás de aquel gran parabrisas. Aquella noche aparcamos en la aldea de Skógar, junto a su imponente catarata, y por la mañana visitamos el museo de arte popular. Las humildes viviendas con tejado de turba y exiguas ventanas mostraban cómo se vivía en otras épocas. La colonización de Islandia y la multiplicación de las ovejas acabó con la frágil cubierta de abedules. Un hueso de ballena servía como puerta para un corral. Si alguien encontraba un tronco en la costa que las corrientes habían arrastrado desde Escandinavia o el norte de Siberia, lo marcaba como propio con uno de los sellos de hierro que exhibía el museo y volvía otro día con gente que le ayudase a transportarlo. Vaciar el interior de dos peces conservando la piel y parte de la carne permitía improvisar un calzado. Pero duraba poco: un trayecto largo podía medirse en función del número de pares de zapatos de ese tipo que se necesitaban. El Parque Nacional Vatnajökull es la gran atracción natural del sur de Islandia. Este enorme glaciar, tan extenso como las provincias de Madrid o Barcelona, llegaba hasta el mar hace un siglo; su discreta retirada y un gran viaducto permitieron completar la carretera que da la vuelta a la isla en 1974. Ahora bien, el Vatnajökull no es un glaciar que serpentea por un valle, sino una enorme cúpula de hielo que recubre una gran altiplanicie montañosa. Las cumbres más altas de Islandia forman su base y rasgan ocasionalmente su gran manto blanco, como el Hvannadalshnúkur (2119 m) o el Bardarbunga (2020 m). Esas alturas son un imán para la lluvia, sobre todo en la vertiente sur, expuesta a los vientos del Atlántico, que recibe entre 4000 y 7000 litros anuales por metro cuadrado. Por encima de los 1100 m, en Islandia esa precipitación se congela incluso en verano. Lo que suele contemplar quien se acerca al Vatnajökull son la treintena de glaciares de valle que emergen como hebras de lana del gran edredón blanco. Todos tienen nombre propio (jökull significa glaciar), aunque no hayan roto el cordón umbilical con la placenta de 3100 km3 de hielo que los nutre. Los más visitados son el Skaftafelljökull, al que se accede tras un corto paseo desde un camping, y el Breidamerkurjökull, que se desgaja en prodigiosos icebergs azulados en la laguna de Jökulsárlón, junto a la carretera principal. En Gente independiente, Laxness da por hecho que en un encuentro entre lugareños la charla no fluía “hasta que cada participante hubiera bebido 4 u 8 tazas de café”. Palabras como hver (fuente caliente), laug (baño) o reykya (vapor) nos recuerdan sin embargo que donde más fácil resulta relacionarse con los islandeses es en las jacuzzis de agua termal que posee casi cualquier aldea. Al caer la tarde, relajados y sentados en círculo al aire libre con el agua al cuello, sin tener que beber nada y vistiendo solo un bañador, resulta natural explicar quiénes somos, de dónde venimos o adónde vamos. Si se viaja en autocaravana, las piscinas públicas brindan además duchas de excelente calidad. Hay cuatro enclaves esenciales para quien recorra Islandia interesado en los volcanes. El gran géiser vivió tiempos mejores, cuando disparaba su columna de agua hirviente a 80 metros de altura; pero muy cerca, el inquieto Strokkur eyecta la suya cada pocos minutos a 20 metros –cuidado con las salpicaduras–. En Landmannalaugar, las montañas de riolita despliegan un hechizante abanico de ocres que contrasta con la hierba esmeralda y las coladas de negra obsidiana, que brilla como charol. Las tres calderas unidas del Askja son la gran excursión de las Tierras Altas de Islandia y abrigan un lago azul záfiro a 1100 m, en un paisaje desértico que cautiva a quien pernocta en él. El lago Myvatn, mucho más accesible que Landmannalaugar o el Askja pues llegar a él no exige vadear ríos, concentra el surtido más variado de vulcanismo en Islandia: solfataras, pozos de barro que borbotean, campos de lava quizá más jóvenes que quien pasea por ellos, bellos cráteres para contornear… más la laguna de la central geotérmica, que permite darse un baño caliente disfrutando de los larguísimos atardeceres árticos. En el año 999 Islandia se debatía entre seguir profesando la religión pagana o adoptar el cristianismo. Thorgeir Thorkelsson, un prominente letrado del Althing que lideraba la primera opción, permaneció 24 horas meditando en silencio bajo una manta de piel, en lo que debió constituir un ritual chamánico. Al salir, arrojó las estatuas y símbolos de los dioses nórdicos por la gran catarata que se halla al oeste del lago Myvatn. Desde entonces ese espectacular salto de agua se llamó Godafoss (“Cascada de los dioses”). Meses después, en junio del año 1000, el Althing declaró el cristianismo religión oficial de la isla; el culto a los antiguos dioses podía seguir ejerciéndose, pero en privado. Tal medida, que previno una invasión exterminadora desde el continente, convirtió a Islandia en el primer país donde la religión la escogía un parlamento. El triunfo del luteranismo en el siglo XVI, impuesto por el rey Christian III de Dinamarca, fue mucho más dramático e implicó decapitar en 1550 a Jón Arason, el último obispo católico e introductor de la imprenta en la isla. Pero los paisajes de Islandia siguen constituyendo un escenario ideal para recrear la mitología nórdica. Uno de mis favoritos es el cañón de Asbirgy, próximo a la costa norte. Se dice que este apacible enclave, que los abedules han logrado reconquistar y por donde ya no fluye el agua (el río modificó ligeramente su curso), es una de las moradas predilectas de los elfos. Las aguas del Jökulsá á Fjöllum tallaron este amplio cañón con forma de herradura casi de la noche a la mañana, cuando una gran erupción bajo el glaciar Vatnajökull fundió masivamente el hielo y provocó una crecida devastadora. Una saga sostiene sin embargo que Ásbirgy es la huella de una herradura de Sleipnir, el mítico caballo gris de ocho patas que montaba Odín, que aquí se dio impulso para brincar de la tierra al cielo. Una historia de amorEl número 267 de Viajes National Geographic acaba de aparecer e incluye un amplio reportaje de 18 páginas dedicado a Islandia, tema que protagoniza además la portada de la revista. Pero, además, estamos de celebración porque nuestra revista matriz, National Geographic España, celebra su 25 aniversario. Esta publicación única en el mundo canalizó para muchas personas su deseo de conocer el planeta y maravillarse con los pueblos y especies que lo habitan. También la voluntad de ser conscientes de los retos y problemas que lo amenazan. Por eso, ver en este pequeño documental cómo el marco amarillo contribuyó a cambiar la vida e inspiró a más de una generación sin duda que emocionará a quienes nos sentimos parte de una audiencia que, más allá de ser la de la revista mensual más leída de España, es una comunidad de lectores consciente e inquieta. Disfruten de las historias de esas personas clicando aquí. |