El que lo escribe es un taxista de Madrid bloguero que se llama Daniel Diaz.
28 mayo 2013
Al pasar con el taxi le vi con medio cuerpo metido en un cubo de basura, buscando tal vez, como tantos otros, sobras de comida que llevarse a la boca. No había ningún supermercado cerca, pero bien es cierto que todos los supermercados del centro ya estaban copados, había hostias por coger comida, y esos cientos de estómagos hambrientos se sabían de triste memoria a qué hora sacaban los cubos a la calle para lanzarse a la caza de tomates pochos, lechugas de hojas feas o, con suerte, alguna bandeja de carne caducada. Por eso no me extrañó verle buscar en un cubo distinto al circuito habitual: ya eran demasiados y no había mercado para tanta pobreza. Sin embargo, al acercar más el taxi pude leer en el cubo "floristería". Me sorprendió saber que, en realidad, estaba rebuscando en el cubo de una la floristería contigua.
Luego el hombre sacó medio cuerpo del cubo. Había conseguido seleccionar unos cuantos claveles y orquídeas del fondo, los cuales agrupó y envolvió con mesura en papel de periódico para seguir después calle abajo, con aquel ramo improvisado en una mano y una bolsa en la otra.
Al día siguiente, sobre las nueve y media de la noche, me sorprendió ver de nuevo a aquel hombre, esta vez en la puerta trasera de un supermercado, buscando con otros tres hombres y otras dos mujeres alimentos en los cubos de basura, seleccionando entre todos los productos que aún parecían aptos para ser devorados. Pero un par de horas más tarde, le vi otra vez en el cubo de aquella floristería, cogiendo flores con taras o secas, esta vez petunias y pensamientos. Supuse entonces que aquella era su rutina diaria: primero buscar comida y después conseguir flores.
Le perdí el rastro durante un par de semanas, hasta que ayer, circulando con mi taxi por el túnel de la Plaza de España, volví a verle en un mugriento hueco de ese túnel, una suerte de cobertizo improvisado, durmiendo entre cartones con otros quince o veinte o treinta sin techo más. Le reconocí por sus zapatos azules descalzados a sus pies y por las flores. Ahí pude ver que las flores no eran para él, sino que estaban dispuestas en botellas de plástico junto a una mujer que dormía a su lado, bajo un cartón sujeto a la pared con dos muletas. Supuse por las muletas que ella no podía caminar, así que él buscaba cada día comida para los dos y flores para ella. La misma comida que otros tiraban a la basura. Las mismas flores que otros tiraban a la basura. Y en ese contraste comprendí que la luz y las ganas no caducan. Que el amor crece al margen de la puta vida.
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