DE AMOR.
CARLOS LEÓN ROCH
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REVISTA GENERAL MARINA
VIVIDO Y CONTADO.
2014
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De amor a la Armada, más patente que
nunca ahora, al «atardecer de la vida».
regresando de la mar. Instintivamente
le miré y vi cómo
gruesas lágrimas surgían de
sus ojos, lo que me impresionó
y, aún hoy, 58 años
después, me emociona. Y es
que mi padre había estado
muchos años en submarinos,
lo que crea un vínculo para
siempre, surgido de penalidades,
emociones, miedos, deberes
y camaradería, sentimientos
y vivencias difícilmente
equiparables, como muchos de
mis presuntos y amables lectores
saben sobradamente.
Aquellas lágrimas paternas y
la silueta de su General Mola
me han acompañado siempre
y han ido acrecentándose al
simultanear mi infantil adoración
paterna con mi madura
pasión por nuestra Armada.
Y es que aquellas deliciosas
e inusuales visitas al Arsenal
se truncaron al fallecer
repentinamente mi padre. Yo
tenía doce años. En la calle
Arturo Soria, núm. 285 de
Madrid, el Colegio de Huérfanos
de la Armada (CHA) me acogió, aunque el verbo «acoger» no exprese
adecuadamente lo que el CHA representaba en aquella época (1956). Era un
auténtico cuartel de marinería en el que los niños tuvimos que endurecernos,
«resistiendo» a aquellos «mayores» de preparatoria para la ENM. Los uniformes
de la antigua «faena», los dormitorios de literas corridas («brigadas»), el
frío en los patios, las formaciones constantes obedeciendo a los brigadieres,
las mesas de mármol en el comedor… los «inspectores», y los oficiales de
guardia, todos capitanes de Infantería de Marina. Y el imponente comandantedirector,
el legendario y laureado almirante Fernando Abárzuza.
Todas aquellas disciplinas fueron modelándome, convirtiendo a un niño
mimado, estudiante de piano, en un ardoroso jovenzuelo deseoso de pasar las
etapas para, también yo, ingresar en la ENM, objetivo prioritario de la mayoría
de los alumnos, así como de los propósitos de la propia institución.
Recién llegado al CHA, uniformados con la marinera
de faena, el autor y su compañero García Espinosa.
La atención médica, así como la alimentación y el nivel docente eran
magníficos. De vez en cuando había reconocimientos médicos, siempre con
vistas a la pretendida progresión a la ENM. En una de ellas, el oftalmólogo
que me revisó descubrió una moderada miopía, y me «escopetó»: «¡Tú no
puedes ser militar!».
Todo mi mundo, mis ilusiones de seguir la senda de mi amado padre, de
cumplir las expectativas familiares y del propio CHA, se derrumbaron, y yo
solo, con catorce años, lloraba desconsolado y abatido por aquellos fríos e
inhóspitos pasillos. Mis viajes en vacaciones a Cartagena (naturalmente a
cargo de la Armada, como toda la estancia, todos los textos, toda la enseñanza…)
sirvieron para reencontrarme, y orientar mi vida hacia una profesión
civil, finalmente la Medicina.
Y he aquí que, de un CHA endurecedor, formativo e inolvidable, pasé a la
Universidad Complutense y al novísimo Colegio Mayor Jorge Juan, donde
teníamos magníficas y lujosas instalaciones, con preciosas habitaciones individuales
abiertas a la Casa de Campo; libertad absoluta para estudiar… o no
estudiar; innumerables actividades deportivas, grupos de teatro, conferencias…
Y en la facultad de Medicina, en una enorme aula, y en la que nadie
nos echaba de menos, más de 500 alumnos apiñados sin poder apenas escuchar
a unos grandes científicos… poco didácticos.
Fue un cambio enorme: de una enseñanza reglada, tutelada, dirigida y casi
obligada en el CHA a una libertad para la que no había sido educado.
Naturalmente, toda la carrera de Medicina en el Jorge Juan (un año en el
«hermano» Barberán) fue costeada absolutamente por la Armada, a través de
la Asociación de Huérfanos. ¡Cuántas visitas en la calle Juan de Mena a mi
benefactor «personal», el inolvidable general Gella Iturriaga! Todos los años
de estancia; todos los libros; todas las matrículas, todos los viajes… todo
pagado por la Armada. Y en los trenes, con unos orgullosos pasaportes («por
convenir así al servicio de la nación»).
Y, tras unos meses de inexperto médico en la Transmediterránea (¡siempre
la mar!) en el buque Las Palmas de Gran Canaria, también de estreno, ingresé
de alférez médico en la Escuela Naval Militar a través de una restringidísima
convocatoria («Compromiso Voluntario»), donde, tras seis meses de
formación ascendí a teniente. Después, tras una breve estancia en el TA
Aragón pasé destinado al hospital de Marina de mi Cartagena natal, a las
órdenes directas de mi llorado coronel Fernández Gervás. Magníficas comisiones,
navegando en el esbelto destructor Roger de Lauria, en el «delicioso»
Poseidón o recogiendo en Norfolk el LST Velasco. Y allí, una de las mayores
emociones de mi vida marinera: el arriado de la bandera de las barras y estrellas,
y el solemne izado de la roja y gualda. La emoción y el temblor de mis
rodillas son inolvidables, como lo son las noches de navegación, con el puente
oscurecido, en el alerón, con el cielo sin luna, con las estrellas rutilantes ante
la presencia del Creador.
A los pocos años, ya de capitán, pasé definitivamente a la vida civil; pero
siempre he mantenido —y mantengo— una estrecha relación con mis compañeros
de la Armada, con mis conmilitones, tanto del CHA como del Jorge
Juan y de la ENM (¡promoción Barcelona, con «mis» almirantes Nieto
Manso, Muñoz-Delgado y Treviño!), como mis colegas médicos y sanitarios
del antiguo Hospital de Marina de Cartagena (¡el de la Muralla del Mar,
claro!).
Siempre que tengo la oportunidad —y esta es inmejorable— repito una y
otra vez que he tenido —y tengo, a Dios gracias— una vida feliz, profesional
y personalmente, lo que en gran parte se lo debo a la Armada, a la que amo
apasionadamente, disfruto con sus logros y sufro con sus limitaciones. Y
siempre digo que si mi amado padre, modesto y maravilloso capitán de
Máquinas, hubiera vivido, yo no habría podido ser médico, profesión inalcanzable
en aquellos años de austeridad, con lejanas y costosas facultades.
Todo se lo debo a la Armada. Por eso ahora, en este suave pero aún luminoso
«atardecer» debo hacerlo público, para que conste. Una vez más.
Gracias.
VIVIDO Y CONTADO
2014
Capitán médico Javier Casares, abuelo de la Doctora María Fidalgo Casares, debajo del de la gorra de plato de arriba a la izquierda, embarcado en el Galatea a finales de los 20 (¿?)..
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