Tras la Primera Guerra Mundial, la consternación general ante los horrores de la guerra química, responsable de la muerte dolorosa de 90.000 soldados y de que cerca de un millón de hombres regresasen a casa ciegos, desfigurados o con lesiones, impulsó la negociación para que aquello no volvieran a suceder. Como resultado de estas negociaciones, en junio de 1925 se firmó el Protocolo de Ginebra que, aunque nada decía acerca de la producción y distribución, prohibía del uso de armas químicas y biológicas. Con el estallido de la segunda Gran Guerra, y debido a la desconfianza entre los países beligerantes, ambas partes comenzaron a almacenar reservas de armas químicas. Claro está, todos con el argumento de que lo hacían por si el enemigo decidía utilizarlas primero.
Finalizada la campaña del norte de África, en el verano de 1943, los aliados dieron el salto al continente europeo e invadieron Sicilia desde donde penetraron en la Italia continental. Todo se desmoronó en el estado fascista. El rey de Italia, Víctor Manuel, ordenó detener a Mussolini y firmó un armisticio con los aliados. El avance aliado desde el sur obligó a los alemanes a retroceder hacia el norte… hasta que Hitler dijo basta. Mussolini fue liberado por paracaidistas alemanes y Hitler consiguió parar a los aliados en la llamada línea Gustav, una serie de fortificaciones que iban del Tirreno al Adriático a unos 100 kilómetros de Roma. Estabilizado el frente italiano, los aliados establecieron puntos estratégicos para reabastecerse, y uno de ellos fue el puerto de Bari en el Adriático. Desde aquel momento, la tranquila población de Bari se convirtió en la base de operaciones aliada, y a su puerto llegaban barcos diariamente con material de guerra, combustible, comida y suministros médicos. A pesar de que era un enclave vital, las medidas defensivas antiaéreas dejaban mucho que desear. Total, los alemanes estaban a la defensiva y la Luftwaffe en retirada. Apenas alguna incursión esporádica diurna repelida sin mayor problema. Nada preocupante. O eso creían los aliados. Hasta que llegó la noche del 2 de diciembre de 1943, cuando unos 30 buques de carga y petroleros esperaban su turno para ser descargados.
Aquellas incursiones esporádicas de aviones alemanes no pretendían atacar el puerto, sino reconocer el terreno. Y todos los informes que presentaron eran de lo más halagüeño: apenas había defensas antiaéreas, los barcos se apiñaban en el puerto y, además, por las noches, incumpliendo cualquier protocolo de seguridad, estaba iluminado como un espectáculo pirotécnico en medio del desierto. Blanco y en botella. La noche del 2 de diciembre, en apenas media hora, 105 bombarderos alemanes convirtieron el puerto Bari en el Pearl Harbor italiano. El puerto era un auténtico infierno: las bombas de los alemanes, las explosiones de la munición de las bodegas, la rotura de un oleoducto que provocó que el fuego se propagase por los muelles y la superficie del agua cubierta por una capa viscosa de petróleo derramado que cegaba y ahogaba a los que estaban en el agua. En total, 16 barcos con 38.000 toneladas de carga fueron totalmente destruidos y otros ocho dañados. Entre ellos el John Harvey, apenas diferente de los otros amarrados en el puerto, con gran parte de su carga convencional, pero con una carga secreta mortal: unas 100 toneladas de bombas de gas mostaza camufladas como 2000 bombas convencionales. Una carga tan secreta que en el barco no lo sabía ni el capitán, sólo Thomas Richardson, el oficial de seguridad de carga, y que los estadounidenses enviaron por si a Hitler le daba por utilizar armas químicas. Como Thomas no podía revelar su existencia y las autoridades portuarias tampoco conocían su contenido, ya que de haberlo sabido no habrían permitido la descarga, el barco no tuvo prioridad alguna y llevaba dos días atracado en el puerto esperando su turno. Las bombas de gas mostaza no habían sido armadas, por lo que no explotaron, pero su contenido se liberó formando una nube tóxica camuflada por el denso humo y mezclándose con el petróleo y la gasolina del agua, quedando pegado al cuerpo, tanto al de los marineros que habían caído al agua como al de los que se tiraron para rescatarlos.
Cuando el personal médico atendía a los heridos, se sorprendieron porque, además de las heridas propias de un bombardeo, los heridos tenían quemaduras en los ojos y ampollas en la piel, pero como nadie les informó del gas mostaza no pudieron darles el tratamiento adecuado. Así que, muchos que, aparentemente, no tenían lesiones graves, permanecieron con las ropas impregnadas en aquella mezcla letal. Las erupciones en la piel dieron paso a las complicaciones respiratorias y a la muerte, e incluso civiles que no habían estado en el puerto comenzaron a tener los primeros síntomas. Los doctores comenzaron a sospechar que podía haber relación con algún tipo de agente químico e inmediatamente culparon a los alemanes, que debían haber lanzado el ataque con armas químicas. El alto mando aliado finalmente envió al teniente coronel Stewart Alexander, un experto en tratamiento contra armas químicas, quien confirmó que el responsable era el gas mostaza y, tras una investigación de los restos de bombas del puerto, que no habían sido los alemanes. Dos meses después, en febrero de 1944, los estadounidenses tuvieron que admitir el incidente y garantizar que no se contemplaba el comienzo de una guerra química. Pero el daño ya estaba hecho.
Además de los muertos por el bombardeo, hubo 628 víctimas por el gas mostaza entre el personal militar aliado y de la marina mercante, y muchos se podrían haber salvado de haber tenido los médicos la información adecuada desde el primer momento. En estas cifras no están incluidas las víctimas civiles que estuvieron expuestas al agente químico, ya que, tras el ataque, se produjo un éxodo masivo de civiles que abandonó Bari.
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