---- [Julio de 1918, la gran princesa Anastasia Romanov, hija del zar Nicolás II, escribe una carta desde su reclusión en Ekaterimburgo en manos del gobierno bolchevique a una amiga que nunca llegó a enviarse. Esta misiva es un texto ficticio que recrea los pensamientos de la hija pequeña del zar días antes de su ejecución. Texto: Àlex Sala] ---- Ekaterimburgo, julio de 1918 Querida amiga, Te escribo para informarte que hace ya dos meses que llegamos a Ekaterimburgo. Nos han instalado en la casa Ipátiev, así llamada porque pertenecía a un comerciante local a quien los bolcheviques expropiaron su hogar poco antes de nuestra llegada. Es una mansión de piedra de dos pisos construida sobre la empinada ladera de una colina junto al río Iset. Mi habitación, y de mis hermanas, da al comedor. Papá y mamá duermen con Alexander [el zarevich e hijo menor de Nicolás II] en otra habitación. Nuestros carceleros viven con nosotros y han levantado una empalizada de madera para aislarnos completamente del mundo exterior. No sé exactamente qué ocurre en nuestro país ni qué noticias de nosotros os llegan. En los Urales el clima es mucho más duro que el de San Petersburgo. La constante humedad provocada por la proximidad del río cala hasta los huesos. Es imposible resguardarse del todo de la brisa gélida que nos golpea durante el día. Hace unas semanas que parece que la temperatura comienza a subir, pero cuando llegamos, en mayo, todavía nevó abundantemente algunos días. Este clima está perjudicando la salud de todos, sobre todo la de Alexander y la mía. Ambos hemos sufrido algún episodio de fiebre. Nuestras condiciones han ido empeorando desde que nuestro padre abdicó como zar en marzo del año pasado y no sé que será de nosotros a partir de ahora. Este es el segundo traslado de la familia. Tras la renuncia de papá, permanecimos recluidos durante meses en la residencia de Tsárskoye Seló, observando, como todos, los acontecimientos que conducían a la destrucción del país: la guerra en Europa no mejoraba y continuaban llegando las derrotas y los cadáveres de soldados que perdían la vida miserablemente en el frente. A ello se añadía el creciente descontento de la población. Huelgas y revueltas se extendieron por todo el país ante la impotencia del nuevo gobierno. Si alguien creía que apartando a mi padre los problemas se solucionarían, pronto debió darse cuenta de su error. Como dicen mis padres, sin un guía que les indique el camino a seguir, el pueblo ruso se encuentra perdido. Al principio estábamos angustiados por ser encerrados como delincuentes sin haber cometido ningún delito. Pensábamos que la situación de Rusia afectaría al carácter de nuestro padre, pero ahora siento que fueron los mejores meses de este último año y medio. Con su renuncia, papá pareció quitarse de encima un enorme peso que lo ahogaba. Dejar la presión de gobernar el imperio lo benefició. La renuncia unió más que nunca a la familia y la vida en palacio pareció mejorar al inicio. Íbamos a misa, los guardias se comportaban respetuosamente con nosotros, incluso manteníamos agradables conversaciones con alguno de ellos. La mayoría eran muy jóvenes, casi unos niños. Se nos permitía salir a pasear por el parque como una familia más, aunque acompañados de soldados y guardias que nos vigilaban. Recuerdo un día de abril que decidimos romper el hielo del estanque cerca del embarcadero de verano. Una multitud de curiosos se aglutinó a nuestro alrededor, atónitos de que nuestras diversiones fueran tan poco sofisticadas, en esencia, las mismas que las suyas. ¿Qué debe pensar la gente de nosotros? Somos hombres y mujeres como ellos, no venimos de otro planeta. Plantábamos verduras, tomamos el sol, papá se dedicaba a talar abetos. El peor recuerdo de esos días fue, sin duda, el sarampión. Lo pasamos todas las hermanas y, aunque afortunadamente no tuvo otra consecuencia, perdimos el pelo a causa de la enfermedad. Baby [mote cariñoso de Alexander] se afeitó la cabeza en solidaridad con nosotras. Todavía guardamos alguna foto de nuestras cabezas peladas como bolas de billar y nos reímos al verlas en nuestros queridos álbumes familiares encuadernados en cuero. Las hijas e hijo del zar con la cabeza rapada tras haber sufrido el sarampión. La primera vez que vi un rostro sombrío de preocupación en mi padre similar al que tiene desde que llegamos a Ekaterimburgo fue en julio de 1917, después de una visita del presidente Alexander Kerensky. El gobierno había perdido el control de la situación y las revueltas obreras se reproducían por toda Rusia. Los bolcheviques iban ganando terreno y San Petersburgo no era un lugar seguro para nosotros. Por ello nos trasladamos a Tobolsk, en mitad de Siberia. Allí, el tiempo fue en principio benigno. Papá se moría por salir a pasear y hacer ejercicio pero los guardianes no se lo permitían. Se hartó de cortar montones de leña para el invierno, ese era su único entrenamiento. Nos instalaron en la antigua casa del gobernador, no era grande, pero sí acogedora. Pasamos mucho tiempo disfrutando del sol en su balcón y en un jardín trasero donde instalamos un pequeño huerto. La comida era abundante y buena. Incluso engordamos varios kilos. Tomábamos clases cada día con nuestro instructor, Pierre Gilliard, y también practicábamos con el piano. Las interminables tardes las pasábamos muchas veces jugando a bésigue y a dominó o mirando los álbumes de fotografías familiares. La mayor privación que sufrimos allí fue la falta de noticias, que ha ido en aumento desde entonces. Se revisaba toda la correspondencia que escribíamos o recibíamos, y las cartas nos llegaban muy de vez en cuando y con mucha demora. Esta falta de noticias hizo que nuestra percepción de los acontecimientos de Moscú y San Petersburgo se limitara a sensaciones y a lo poco que nos transmitían nuestros carceleros. Todo lo que pasó a partir de septiembre nos dio a entender que los bolcheviques comenzaban a ganar poder y que Lenin se estaba haciendo con el control del país. Nuestros padres intentan no transmitirnos preocupación alguna y llevar una vida lo más normal posible. Pero desde ese octubre de 1917 veo en sus rostros que estamos en manos de los bolcheviques. El zar y su familia en Tobolsk. El clima se fue enrareciendo hasta que en abril llegó el comisario diciendo que tenía órdenes de Moscú (¿ahora la capital está allí?) de llevarse a papá. Decidimos que lo acompañaran mamá y María, el resto de hermanas nos quedamos con Baby, porque había pasado unos días enfermo. El comisario nos aseguró que no les pasaría nada malo, pero la sensación de que nunca volveríamos a juntarnos estuvo más presente que nunca. Nos sentamos con mamá en el sofá y lloramos toda la tarde. Nuestras caras estaban hinchadas por las lágrimas. Nadie nos dijo entonces a dónde los llevaban ni para qué. Los días que siguieron a su partida fueron los más tristes de mi vida, sin saber si quiera si mis padres y mi hermana estaban vivos. Finalmente, recibimos una escueta carta que nos comunicaba que habían parado en Ekaterimburgo, donde nosotros nos reuniríamos con ellos al cabo de dos semanas. El trayecto entre Tobolsk y Ekaterimburgo fue bastante penoso. El primer tramo lo hicimos en barco, el "Rus", el mismo en el que habíamos hecho el último tramo del viaje para llegar Tobolsk ocho meses antes. El viaje fue tenso. Nos separaron de Aleksei, que hizo todo el viaje en un camarote con el comisario bolchevique. De nada sirvieron las protestas del profesor Gilliard. Fue un traslado de lo más desagradable, hizo frío, estaba nublado y el viento era fuerte. Desde Tiumén hicimos la última parte del recorrido en un tren especial. Antes de entrar, nos separaron de nuestro tutor y lo enviaron a un vagón de cuarta clase. Los cuatro hermanos hicimos el viaje vigilados por centinelas. Llegamos a Ekaterimburgo una mañana lluviosa y nos obligaron a bajar del tren. Baby iba en brazos de un marinero, nosotras arrastrábamos nuestras pertenencias detrás de ellos, Tatiana iba con su perrito. Al pasar delante de su vagón vi a Gilliard, estaba vigilado por un centinela que le impidió salir. Cruzamos nuestras miradas con tristeza, es la última vez que lo he visto. Cuando llegamos a la casa Ipátiev todo estaba sucio y desordenado. No había camas y, aunque nos prometieron que las traerían, no llegaron a hacerlo. Así que esa primera noche tuvimos que dormir en el suelo. En Ekaterimburgo, al principio los bolcheviques no nos trataron mal, aunque tampoco bien. El hombre que estaba al mando, Avdeev, era un corrupto, pero no era cruel. Sus hombres nos robaban sin disimulo, pero eran buena gente, reclutada de las fábricas y talleres locales. Con el tiempo llegamos a intimar con ellos. Pero al cabo de poco sustituyeron a este Avdeev por Yakov Yurovsky, que implantó un régimen mucho más duro. De un tiempo a esta parte siento que su presencia sombría no puede augurar nada bueno. Lejos queda la época en la que parecía posible salir de Rusia e ir a vivir a Gran Bretaña con el primo de papá, el rey Jorge V. No sé porque al final no se llevó a cabo. Tal vez fue culpa del gobierno de Kerensky, tal vez el rey de Inglaterra se echó atrás. Después, en Tobolsk oí a mi padre y a sus consejeros debatir esperanzados que aquel lugar era tan solo una parada intermedia para nuestro traslado hacia Japón, donde estaríamos a salvo de los bolcheviques. Es evidente que si aquello fue un plan real en algún momento, desde el acceso de Lenin al poder, esta posibilidad se desvaneció por completo. Ahora nos encontramos aquí. Más solos que nunca, sin ningún contacto con el exterior. Nuestros carceleros evitan ahora hablar con nosotros, como si sintieran preocupación o precaución de hacerlo. Abren y cierran nuestros cofres, sacan cosas, las devuelven. Sin ninguna explicación. Es desesperante. Día y noche nos vigilan para que no abramos las ventanas de nuestras habitaciones. Nos han prohibido, incluso, sentarnos en el alféizar. Un día, delante de la única ventana abierta de la casa, de repente, apareció una multitud de obreros para poner una cerca de metal frente ella. Vivimos espantados todo el tiempo. Tememos que cualquier día una horda de gente invadirá la casa. El ambiente es inquietante y apenas tenemos momentos de relax, el último, por unas horas, fue el 19 cumpleaños de María. Dicen que Ekaterimburgo es la ciudad más firmemente comunista y fanáticamente antizarista de toda Rusia. No sé que pretenden de nosotros los bolcheviques, si les servimos mejor vivos o muertos. Lo cierto es que la muerte ronda la casa. El príncipe Vasili Dolgoruki, el conde Iliá Tatísevich y el marinero Nagorni, de los pocos que se han mantenido fieles a mi padre hasta aquí, hace días que han desaparecido. No sé qué suerte han corrido y no quiero pensar en ello. Tan solo deseo que sea cual sea su destino les hayan evitado un sufrimiento innecesario. Según mamá "la vida aquí no es nada, la eternidad lo es todo y lo que hacemos es preparar nuestras almas para el reino de los cielos". Cada día leemos el catecismo y la Biblia. Si todo tiene que terminar en Ekaterimburgo, espero estar preparada... |
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