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Perros que son amigos del alma |
Se llamaba Bobby y era un perro skye terrier, lanudo, pequeño, con las patitas cortas y unos brillantes ojos medio cubiertos por los mechones de pelo que le caían sobre las sienes. Su dueño era John Gray, un vigilante nocturno que lo había adoptado como mascota. Tal para cual, pareja perfecta, Bobby era el compañero de fatigas de un hombre solo que había encontrado en el can la lealtad incondicional. Cada día, cuando anochecía, paseaban juntos por las calles de Edimburgo. Cuando Gray se detenía para conversar con los vecinos, Bobby también lo hacía, paciente, a la escucha. Un centinela más, como si comprendiera perfectamente lo que ocurría y lo que su dueño le decía en cada momento. En 1858, John Gray murió inesperadamente de tuberculosis. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio de Greyfriars, en pleno corazón de la capital escocesa; y este fue el glorioso templo al que Bobby se mudó para estar junto a su dueño más allá de su vida. Durante 14 años, con sus días, sus noches y las inclemencias de un tiempo caprichoso, nada ni nadie logró separarlo de la tumba donde yacía John. Alimentaban a Bobby los vecinos que se habían encariñado con él y cuando en la ciudad se impuso una norma que obligada a registrar todos los perros de Edimburgo, sir William Chambers pagó una licencia y le colgaron la placa de bronce que ahora se exhibe en el Museo de Escocia. En 1872, cuando Bobby murió, fue enterrado junto a la puerta de Greyfriars Kyrkyard. Casi inmediatamente después, la baronesa Burdett Cours, una aristócrata local, encargó al escultor William Brodie una estatua de bronce de Bobby en tamaño real que se erige en el lugar donde fue enterrado. Con más o menos variaciones, verdades o leyendas, la historia ha pasado de generación en generación. Hoy es el perro más famoso de Edimburgo y los turistas se hacen selfies junto a la estatua. En 1980 se le añadió una placa donde puede leerse: Greyfriars Bobby. Murió el 14 de enero de 1872. Hagamos que su lealtad y su devoción sean una lección para todos. Fido fue un perro mestizo que acudió cada día a la estación de tren cercana a Borgo de San Lorenzo a esperar a Luigi, su dueño, un joven carpintero que viajaba en tren cada día para ir a trabajar pero que un día subió a un tren sin retorno para luchar en el ejército italiano en Rusia durante la Segunda Guerra Mundial. Parecida es la historia de Hachiko que, adoptado por un profesor japonés, lo acompañaba cada día a coger el tren hasta que un día este tuvo una hemorragia cerebral en clase y no regresó. Hachiko vivió en la estación durante nueve años. Ambos, Fido y Hachiko, cuentan con una escultura como homenaje en Borgo de San Lorenzo y en Shibuya, en Tokio. Salty, el perro labrador lazarillo de Omar Eduardo Rivera, condujo a su dueño invidente por 71 pisos de la torre 1 de las Torres Gemelas de Nueva York hasta evacuarlo después de que el primer avión impactara contra esta torre el 11 de septiembre de 2001. A veces resulta increíble lo inteligentes que pueden ser los perros. El suizo Barry der Menschenretter (1800-1814) es otro de los grandes perros famosos de la historia. Especialista en rescates de nieve, se le acredita haber salvado la vida a 40 personas. Su cuerpo preservado se exhibe en el Museo de Historia Natural de Berna. Y es que la historia del perro como mejor amigo del ser humano es muy larga. Y Bobby, Barry, Fido o Salty son perros que han saltado a la fama porque han hecho públicos, de alguna manera, su amor por los humanos y su inteligencia. Pero como ellos, millones: en cada mundo, en cada casa con perro hay una historia feliz y en cada cerebro de un can una peculiar forma de pensar. --- Ha salido a la venta la Guía práctica para tener mascotas felices de National Geographic España. Puedes adquirirla en el kiosco o aquí. |
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