viernes, 17 de diciembre de 2021

Sefardíes y templarios, dos historias truculentas. Josep Maria Casals.

 

Josep Maria Casals
Josep Maria Casals
Director de Historia National Geographic

Sefardíes y templarios, dos historias truculentas

La rosa de Pasión

Hace muchos, muchos años –siglos–, tenía en Toledo «su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví. Era este judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita». A Leví, «dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas». Aborrecía a los cristianos, aunque adulaba a nobles y eclesiásticos y era insensible a los desprecios: «Inútilmente los muchachos, para desesperarte, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel sonreía eternamente con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho: y aunque de sus ojos pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su tráfico». 

Leví tenía una hija bellísima, Sara, que rechazaba a todos quienes la pedían en matrimonio porque, según le contó a su padre un pretendiente despechado, se había enamorado de un cristiano. Cuando lo supo, tramó su venganza, que iba a tener lugar el día de la crucifixión y muerte de Jesús: la noche del Viernes Santo, cuando los habitantes de Toledo «acababan de entregarse al sueño, o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús».

En la fría noche, Sara cruza el Tajo con ayuda de un barquero y se encamina a las ruinas de una vieja iglesia, donde descubre lo que se proponía su padre, rodeado de sus acólitos: «Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente, recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes, recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos. Pero ya no le cabía duda alguna, allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban la víctima».  

La muchacha irrumpe en la tétrica asamblea y se dirige a su padre con voz firme y resuelta: «Vengo a arrojar sobre vuestras frentes todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas». Así pues, la cruz estaba destinada al amado de Sara, a quien ella ha salvado. Pero las consecuencias serán terribles para la joven: «¡Sara! –exclamó el judío rugiendo de cólera–, Sara, eso no es verdad, tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija». La muchacha desafía a Daniel: «No, ya no lo soy: he encontrado otro padre, un padre todo amor para los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz, y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No, ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen». 

La confesión de la muchacha precipita el desenlace: «Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró como poseído de un espíritu infernal hasta el pie de la Cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que les rodeaban: “Ahí os la entrego, haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos”». 

Al día siguiente, «cuando las campanas de la catedral atronaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones» Daniel volvía a estar sentado en la puerta de su tenducho. Nadie volvió a ver jamás a Sara. «Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador, flor extraña y misteriosa que había crecido y enredado sus tallos por entre los rumorosos muros de la derruida iglesia. Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella maravilla, añaden que se halló el esqueleto de una mujer, y enterrados con ella otros tantos atributos divinos como la flor tenía. El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión».

El Santo Niño de la Guardia

La historia anterior corresponde a una de las famosas Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, titulada justamente La rosa de Pasión. Publicada en 1862, refleja tanto la imaginería propia del romanticismo (un escenario del pasado, ruinas, hechos fantásticos, acción nocturna…) como el antijudaísmo religioso tradicional español, dirigido contra un pueblo considerado deicida por matar al hijo de Dios (aunque en realidad el proceso a Jesús y su ejecución fueron obra de la autoridad romana). Leví, «ese judío rencoroso y vengativo como todos los de su raza», con «su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho», carece, debido a su odio anticristiano, de cualquier rasgo de humanidad: es un monstruo capaz de sacrificar a su propia hija del mismo modo que sus ancestros sacrificaron a Cristo. 

Pero lo que nos interesa aquí es la mención que por dos veces a un mismo hecho, acaecido cinco siglos antes de que el escritor publicase este relato: «la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús», que los toledanos cuentan la noche en que Sara descubre los horribles preparativos de su padre, momento en que «recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia, inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos».

Ésta es nuestra segunda historia truculenta: la del Santo Niño de La Guardia, que tuvo por supuesto escenario esta población toledana. Todo empezó en el verano de 1490, a comienzos de junio, cuando fue detenido en Astorga Benito García, un converso –es decir, un judío convertido al cristianismo– sospechoso de robar hostias consagradas para ejecutar sacrilegios. Confesó que desde 1485 trataba de retornar a su condición de judío, animado por otro cristiano nuevo (esto es, por otro converso) llamado Juan de Ocaña y por los miembros de la familia Franco, de Tembleque. Los delitos contra la fe católica entraban dentro de las competencias de la Inquisición, de manera que los conversos judaizantes como Benito debían ser juzgados por el Santo Oficio, y él fue enviado a Segovia, donde había un tribunal inquisitorial. 

En la cárcel, Benito se encontró con un tal Yucé Franco, un zapatero judío, no se sabe si miembro de aquella familia de Tembleque. Aquí nos topamos con uno de los muchos puntos oscuros de esta crónica, porque la Inquisición sólo tenía jurisdicción sobre los bautizados, de modo que no podía apresar y encarcelar a un judío. Su presencia se podría explicar de dos formas: quizá era un converso que había vuelto a su antigua fe, o bien lo habían puesto allí (¿a cambio de alguna promesa?) para que Benito se confiase a él y así obtener información. En todo caso, lo que sí dice la documentación del proceso es que Franco pidió que le enviasen un rabino para que pronunciase sobre él las bendiciones que corresponden a los agonizantes, lo que significaría que pensaba mantener su condición de judío hasta un final que debía de imaginar (y temer)

Lo siguiente que sabemos es que Antonio de Ávila, un doctor cristiano, visitó al reo en la cárcel haciéndose pasar por rabino, y Yucé le confesó que once años atrás, junto con otros judíos, había participado en el asesinato ritual de un niño cristiano en La Guardia en Viernes Santo, ritual que implicaba una sangrienta imitación de la Pasión de Cristo. Pero cuando el 27 de octubre se pidió a Yucé que confirmase su declaración, éste se retractó, probablemente aterrado ante las consecuencias de sus palabras. Manifestó que en realidad no había tomado parte en el crimen ni había estado presente: se lo había oído a otro converso, Alonso Franco, que sí había intervenido en el asesinato.

Entonces se pidió al inquisidor general, el dominico Tomás de Torquemada, que ordenara encarcelar a ocho personas relacionadas con el asesinato: seis conversos de La Guardia (Benito García, Juan de Ocaña y los cuatro hermanos Franco: Alonso. Lope, García y Juan), además de Yucé Franco y otro judío, Moses Abenamias de Zamora. Éste es otro elemento extraño: los inquisidores iban a juzgar a dos judíos que, como se ha dicho, escapaban a sus competencias. Más elementos sorprendentes: Torquemada, alegando sus numerosas ocupaciones, se negó a intervenir, lo que llama la atención tratándose de un caso tan notable. Y cuando las detenciones se produjeron, los reos –curiosamente– fueron llevados a Ávila y no a Toledo, donde radicaba el tribunal inquisitorial más próximo.

El 17 de diciembre de 1490 se leyeron a Yucé Franco los delitos de que se le acusaba a partir de sus propias confesiones, las de Benito García y las de otros supuestos testigos. Y esto fue lo que pasó después en palabras del historiador Luis Suárez Fernández, cuyo relato en La expulsión de los judíos estamos siguiendo aquí: «Se le imputaba especialmente el robo de una Forma ya consagrada, así como la participación en el asesinato de un niño, cuyo nombre en ningún momento es mencionado, con objeto de realizar una ceremonia de hechicería, mezclando la Forma con la sangre y el corazón de la pequeña víctima; de este modo se esperaba provocar una epidemia de rabia en todas las villas de aquella comarca. Los jueces no expresaron la menor duda acerca de que se trataba de prácticas que en la realidad existían. Franco, en voz alta, dijo que todo aquello era mentira y el defensor de oficio designado también declaró su inocencia. Ante las contradicciones que entre los acusados y los testigos se habían producido, el tribunal decidió someter a tortura tanto a Franco como a Benito García. Las confesiones arrancadas por este procedimiento, y las que se solicitaron y obtuvieron después de otros testigos, proporcionaron un conjunto de datos en gran medida contradictorios que los jueces se vieron en la necesidad de ordenar. Ahora las acusaciones afectaban a un mayor número de judíos y de conversos. En una ocasión, según nos informa el proceso, Franco rechazó por entero un cuestionario que le presentaron, pero sometido a tortura acabó por admitirlo».

La consecuencia de todo ello es que, a resultas de declaraciones obtenidas bajo graves coacciones o mediante tortura, el tribunal «consideró como hechos probados que, años antes –nunca fueron fijadas las fechas con precisión–, judíos y conversos de La Guardia, en número impreciso aunque incluyendo desde luego a los allí condenados, habían conspirado para, sobre una Forma consagrada y el corazón de un niño allí sacrificado ritualmente, realizar en el interior de una cueva sortilegios capaces de provocar terrible daño en todas las villas de aquella comarca». Los jueces declararon culpables a cinco acusados, tres conversos y dos judíos, que fueron condenados a muerte.

Pero como los dos judíos escapaban a la jurisdicción del Santo Oficio, el 11 de noviembre de 1491, los inquisidores trasladaron el caso al corregidor, alcaldes y regidores de Ávila y a los letrados del concejo. Todos ellos convinieron en la pena capital, y los cinco reos fueron entregados a las llamas cinco días más tarde en el Brasero de la Dehesa, en Ávila, donde se quemaba a los condenados por la Inquisición. Los judíos de la ciudad, que temieron que la ira de sus vecinos cristianos se abatiera sobre ellos, pidieron amparo al Consejo Real, que les otorgó salvaguardia el 9 de diciembre.

¿Qué sucedió en La Guardia? La tradición adornó los supuestos hechos con múltiples detalles que contribuyeron a darle credibilidad, y acabó tomando la forma que Rodrigo de Yepes, fraile del monasterio de San Jerónimo de Madrid, le dio en su Historia de la muerte y glorioso martirio del Santo Inocente, que llaman de La Guardia, publicada en 1583: unos conversos de La Guardia, Tembleque y Toledo, tras asistir a un auto de fe en esta última ciudad, planearon vengarse de los inquisidores mediante un conjuro para el que necesitaban el corazón de un niño inocente y una hostia consagrada. Juan Franco y Alonso Franco secuestraron a un pequeño, Juan de Pasamonte, hijo de Alonso de Pasamonte y de Juana la Guindera, lo llevaron a La Guardia y lo martirizaron como se había hecho con Jesús. Luego enterraron el cuerpo junto a la ermita de Santa María de Pera o del Sepulcro. El sacristán de La Guardia, otro converso, robó la hostia consagrada y Benito García de las Mesuras se fue a Zamora con ella y con el corazón de la criatura, pero estando en Ávila fue descubierto y acusado gracias al resplandor que desprendía la hostia, oculta en el interior de un libro de oraciones.
  
En realidad, ninguna de las acusaciones del proceso era una novedad en la España de la época, y si se formularon y creyeron es porque el terreno ya estaba abonado para ello. Desde el siglo XII circulaban por Europa historias gore tanto de sacrificios rituales de niños por judíos, especialmente en relación con la Pascua, como de intentos de profanación de hostias consagradas por parte de hebreos. Dos décadas antes del caso del Santo Niño de la Guardia, el franciscano Alonso de Espina –que en su predicación de la Cuaresma en 1454 había convertido el asesinato de un niño por unos ladrones en un crimen cometido por judíos para comerse el corazón infantil, cocido en vino– ofreció a los lectores un ramillete de hechos de este tipo en su panfleto antijudío Fortalitium fidei (Fortaleza de la fe), con crímenes que, como el de La Guardia, se designan como «libelos de sangre» porque el fin de los delitos era usar la sangre en ciertos rituales. 

En realidad, no se sabe quién fue aquel niño de La Guardia, a quien a veces se llama también Cristóbal pero cuyo nombre no aparece en los documentos, como tampoco se sabe quiénes eran sus padres o parientes, por no hablar de las incoherencias y contradicciones apreciables en unos testimonios que probablemente no tenían otro propósito que evitar la hoguera. No es extraño que Torquemada evitara mezclarse en aquel turbio asunto, tan vidrioso que en el texto de la salvaguarda otorgada a los judíos de Ávila tras la quema de los presuntos culpables ni siquiera se mencionaba el hecho espeluznante que éstos habían protagonizado (sólo se habla de «dos judíos de La Guardia» condenados y ejecutados por la Inquisición). 

Y, lo que es aún más revelador, el horrible crimen no aparece en ninguno de los cientos de documentos que generó la expulsión de los judíos decretada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492; ni siquiera en el propio decreto de expulsión. ¿Cuál fue, pues, el significado de ese oscuro proceso? Joseph Pérez, en Los judíos en España, considera que pudo ser un montaje orquestado por algunos inquisidores para aumentar la presión sobre judíos y conversos, preparando el terreno para un aumento de la represión. La justicia, en definitiva, habría sido instrumentalizada con fines políticos.

Judíos y templarios

Si he llamado la atención sobre este caso de La Guardia es porque ilustra el ambiente en el que se produjo la expulsión de los judíos, de cuyas consecuencias hablamos en nuestra revista de diciembre en un artículo dedicado a los judíos sefardíes, los exiliados de Sefarad (el nombre que los hebreos daban a la península ibérica) de la mano de Rafael M. Girón Pascual, de la Universidad de Córdoba.
Y también porque otro artículo de la revista, que ya pueden encontrar en el quiosco, aborda uno de los procesos de mayores dimensiones y más irregulares de la historiael que tuvo como objetivo a la legendaria orden del Temple. También aquí intervino la Inquisición (medieval), pero subordinada a los intereses del monarca francés, Felipe IV, que habría visto en los cuantiosos recursos económicos de los templarios una solución a la difícil situación financiera de la Corona. Para apoderarse de ellos tenía que acabar con la Orden, y con este fin los consejeros del monarca prepararon a conciencia una batería de acusaciones –desde actos de herejía hasta homosexualidad– que degradarían irremisiblemente la imagen de los templarios, favorecerían su condena y conducirían a la desaparición de los monjes guerreros. Es Barbara Frale, especialista en la historia del Temple y paleógrafa en el Archivo Apostólico Vaticano, quien nos detalla esta estrategia difamatoria, cuidadosamente programada. 

¿Hay algo que una a los judíos hispanos con los templarios en Francia? Puede. Se me ocurre que ambos fueron estigmatizados como colectivo, y que esa mancha que arruinó su reputación justificó las acciones emprendidas contra ellos pasando por encima de los procedimientos legales. Está claro que si algo debería distinguir nuestra época de la suya es que la justicia sea lo que anuncia su representación con los ojos vendados: imparcial e independiente de la identidad y la condición social de quien se somete a ella.

Por cierto, ¿y esa flor que menciona Bécquer, esa rosa de pasión en la cual «se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador»? A diferencia de las historias de Leví y del Santo Niño de La Guardia, no es ninguna invención. De hecho, es posible que alguno de ustedes la haya tomado en infusión. Se trata de la passiflora o pasionaria, llamada así por la semejanza que se quiso ver entre sus partes y los atributos de la pasión de Cristo: los tres pistilos serían los clavos con que fue puesto en la cruz; los cinco estambres, las llagas que recibió en su crucifixión (las infligidas por los clavos en sus manos y pies, y por la lanzada de un soldado romano en el costado), y el cáliz, la corona de espinas que los soldados romanos le pusieron en la cabeza para burlarse de él como rey de los judíos.

Nada más. Les dejo hasta vísperas de Navidad, con el deseo de que disfruten de nuestros contenidos tanto en papel como en formato electrónico (de lo más práctico para estos días festivos de diciembre) y con un muy cordial saludo desde la redacción. 
 

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