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De Napoleón, legiones romanas y las pirámides de Gizeh | |||
Nieva en las calles de París, donde ya ha oscurecido. Son las ocho de la tarde del 9 de marzo de 1796 cuando una mujer hermosa, ataviada con un elegante vestido de muselina y protegida con un abrigo, entra en la alcaldía del II distrito de la capital. Se dirige al salón donde se va a casar con el hombre al que conoció en octubre del año anterior: el general Napolione Buonaparte (quien aún firma así, con la forma italianizante que delata su origen corso). Ella es Marie-Joseph-Rose de Tascher, viuda del guillotinado vizconde de Beauharnais, a la que Buonaparte llama Joséphine. La aguardan tres testigos del enlace: Barras, el nuevo hombre fuerte de Francia, amante de Joséphine hasta poco antes y protector de Napoleón; Tallien, esposo de la española Teresa Cabarrús, amiga de Joséphine y ahora amante de Barras, y el abogado Calmelet. Buonaparte no llega hasta las diez –debe organizar la campaña de Italia, adonde partirá dos días después–, con otro testigo, el capitán Lemarrois. En el acta de matrimonio, los contrayentes tienen casi la misma edad, porque Buonaparte atrasa dieciocho meses su fecha de nacimiento y Joséphine, mayor que él, la adelanta cuatro años. No hay ceremonia religiosa (la Iglesia y el régimen revolucionario están enfrentados), y no la habrá hasta ocho años más tarde, cuando Napoleón requiera al papa Pío VII para que acuda a París a coronarlo como emperador el 2 de diciembre de 1804. Como el pontífice pone reparos, ya que Napoleón y su esposa no están unidos por la Iglesia, el cardenal Fesch, tío del soberano, los casa la noche anterior. El matrimonio se prolongará hasta el divorcio impuesto por Napoleón en diciembre de 1809. Y yo les invito a leer el espléndido artículo en el que la escritora e historiadora Ángeles Caso nos cuenta la auténtica historia de esta famosa pareja en el número de Historia National Geographic. Legiones desaparecidas, pirámides y esclavos Napoleón y Josefina no están solos en nuestra revista. Contamos, por ejemplo, con el entretenido texto que Arturo Sánchez Sanz ha dedicado al destino de tres legiones romanas supuestamente desaparecidas. Una, en el polvo asfixiante de Carras, tras la derrota frente a los partos que costó la vida al comandante romano, el rico y codicioso triunviro Marco Licinio Craso. Otra, la novena Hispana, desaparecida de los registros de Britania en tiempos del emperador Adriano. La última, la legión tebana, tal vez liquidada en los Alpes por el emperador Máximo, enfurecido por el cristianismo que profesaban sus soldados. Igualmente interesante es el artículo que ha escrito el egiptólogo José Lull sobre los constructores de las pirámides de Gizeh, que –contrariamente a lo que aún se suele creer– no eran esclavos, una idea que puso en circulación hace 2.500 años el historiador griego Heródoto y que ha tenido eco en el cine y la literatura. Construir una pirámide era un trabajo de enorme dificultad y exigía una gran habilidad técnica, como nos cuenta el autor, de modo que quienes se dedicaban a ello eran obreros especializados que recibían los cuidados del Estado. La emperatriz de las rosas Antes de despedirme, no me puedo resistir a evocar la Malmaison, el château que Josefina adquirió mientras Napoleón estaba luchando en Egipto. Su compra provocó el enfado de Bonaparte por el enorme precio que su esposa había pagado por la mansión, importe que se triplicó por las reformas en la residencia y la conversión del enorme parque que lo rodeaba en un fascinante jardín. Allí, Josefina se convirtió en la reina sin corona de Francia. Del mismo modo que había hecho la guillotinada María Antonieta en su hameau o aldea del Petit Trianon –donde la soberana llevaba un modo de vida falsamente rústico, pero más libre y próximo a la naturaleza que lo que permitía el asfixiante ceremonial de Versalles–, Josefina crio un rebaño de ovejas merinas y organizó una vaquería con empleados y vacas llegados de Suiza, al igual que hizo María Antonieta (se creía que las vacas suizas eran de raza más pura). Como la desaparecida reina, ofrecía a sus invitados la leche, el queso o la nata que se producían allí. Pero la Malmaison fue más que eso. En la finca se aclimataron por primera vez en Europa unos dos centenares de plantas –como la dalia, la magnolia, el hibisco, la peonía arbustiva o la magnolia púrpura–, para lo cual se construyó un invernadero de última generación calentado por una docena de estufas. Esta actividad botánica no servía tan solo a la satisfacción estética de sus propietarios: la orangerie o jardín de invierno del castillo se creó para albergar 300 ananás, cuyo fruto es la piña; se trataba de una especie de interés comercial, al igual que las ovejas merinas, ya que Napoleón estaba interesado en obtener en Francia lana de buena calidad para los uniformes de su ejército. A Josefina la atraían las ciencias naturales y era una auténtica fan de la botánica, sobre todo de las rosas, de las que en 1814 la Malmaison acogía 250 variedades (no en vano su dueña se llamaba Rose). Curiosamente, las rosas trascendieron la guerra: algunas variedades procedentes de Gran Bretaña requirieron un acuerdo entre este país y Francia, que entonces estaban en guerra, para que pudieran superar el bloqueo naval y llegar a la Malmaison. Los cisnes negros de la Malmaison Además de las plantas exóticas que florecían en los jardines, por la finca corretearon numerosos animales exóticos –bastantes de ellos desconocidos en Europa–, que hacían del castillo una auténtica arca de Noé, desde gacelas de Egipto (a las que Napoleón ofrecía rapé) hasta avestruces, lemures de Madagascar, canguros, emúes, un loro que interrumpía las reuniones del primer cónsul con estentórea familiaridad («¡Bonaparte! ¡Bonaparte!», gritaba) o una hembra de orangután de Borneo que, sentada a la mesa, comía con cuchara y tenedor los nabos, que le encantaban; y que, aquejada de una enfermedad intestinal, se recuperó metida en la cama, vestida con una camisola y tomando tisanas medicinales que sostenía cuidadosamente con las dos manos. Muchos de estos animales llegaron a Francia a bordo del navío Le Naturaliste, perteneciente a una expedición a las tierras australes dirigida por el capitan Nicolas Baudin. Así sucedió con una pareja de cisnes negros australianos, los primeros cisnes negros jamás vistos en Europa. Los ejemplares originarios se reprodujeron dos veces y uno de ellos, muerto en 1814, fue disecado por el ornitólogo Louis Dufresne, pionero de la taxidermia, para el Museo Nacional de Historia Natural. Como cuenta Ángeles Caso, Napoleón cedió la Malmaison a Josefina tras el divorcio, y allí vivió la primera emperatriz de Francia hasta su fallecimiento el 29 de mayo de 1814. Un año después, en junio de 1815, el emperador, derrotado en Waterloo, visitó por última vez una desolada Malmaison antes de emprender el camino al destierro en la isla de Santa Elena. ¿Qué pensamientos se agolparon en su cabeza? ¿Qué recuerdos de Josefina le vinieron a la mente mientras cruzaba los umbrales de las habitaciones vacías? ¿Tal vez pensó en aquel día de marzo, casi veinte años atrás, en un París nevado, cuando se casaron en una rápida ceremonia? La de la Malmaison es una hermosa (y melancólica) historia, que merece ser contada. Un muy cordial saludo, ¡y feliz lectura! Josep Maria Casals |