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Por el corazón de la Antigua Grecia (II) | |||
Esta newsletter es la continuación del boletín enviado el pasado domingo, donde se visitaban los enclaves arqueológicos de Delfos y Olimpia. Remontar el río Alfeo desde Olimpia permite adentrarse en la Arcadia. La frondosa región donde reinaba Pan, el dios de los pastores y los rebaños, es una madeja de aldeas encaramadas en crestas, entre cumbres que rondan o sobrepasan los 2.000 metros. Si el Peloponeso recuerda una mano con cuatro dedos extendidos, estamos en el corazón de su palma. Sería posible caminar largas jornadas por este laberinto de sierras, bosques y senderos sin apenas ver el mar. Dimitsana, a cuyos pies se abren las gargantas del río Lousios, es un nido de águilas con impresionantes casas de piedra. En 1821, durante la sublevación griega contra la dominación turca, los molinos de pólvora clandestinos de esta localidad funcionaron día y noche. Para envolver el explosivo, a falta de papel, se echó mano incluso a los libros del monasterio de Philosophou. Entrada del monasterio de Prodromou. Al monasterio ortodoxo de Prodromou, encastrado un poco más abajo en una pared de las gargantas del Lousios, solo se puede llegar andando. Accedemos desde el cauce del río, en vez de por el camino habitual que desciende del aparcamiento. El agua gélida y la tormenta que se fragua no incitan al baño. Pero el desfiladero es impresionante y el antiguo camino de mulas se encarama por un bosque rebosante de vida. Franqueamos el portón del monasterio a media tarde, justo cuando se desencadena el aguacero. Un monje nos recibe con el preceptivo loukoumi –dado de gelatina de aroma frutal rebozado en azúcar glas– y un café griego. Los balcones de madera asomados al abismo evocan los de los monasterios del Monte Athos, y acaso hasta el Potala tibetano. El enclave es extraordinario y el edificio se adhiere a la roca con las artes de un escalador. Una diminuta capilla iluminada por un ventanuco alberga cráneos de monjes. Es extrañamente acogedora y nos sentamos en ella en silencio. Reparo entonces en la fila de hormigas que avanzan sobre el viejo suelo de tablones. ¿Actuamos los seres humanos de modo parecido? Media vida de aquí para allá, ocupados en conseguir y acarrear bienes con que aprovisionar el nido. La antigua Mesene. Al salir del monasterio la tormenta ha dado paso a un sol inesperado. Desandamos el camino y al descender en automóvil de las montañas de la Arcadia la carretera se curva como un anzuelo rumbo a la antigua Mesene. En sus exitosas batallas contra Esparta, la gran potencia del Peloponeso, el general tebano Epaminondas fundó esta ciudad en el siglo IV a.C. y la fortificó con una muralla de 9 km. La convirtió en la capital de Mesenia, y redujo así en un tercio el territorio dominado por los espartanos. El encanto de Mesene radica en la excelente conservación de las ruinas –el estadio mantiene sus gradas, la muralla sigue en pie– y en la escasez de visitantes, lo que permite recorrerlas casi a solas. El monte Itome pone el telón de fondo al sugestivo escenario. Por si fuera poco, el pueblo de Mavromati, pegado a Mesene, anima a alojarse en pensiones familiares, disfrutando de la sombra de los plátanos junto a una generosa fuente. Nauplia, primera capital de la moderna Grecia entre 1823 y 1834, es la ciudad más elegante del Peloponeso. Da gusto pasear por su centro enlosado de mármol, debatiéndose ante la seductora oferta gastronómica y comercial. Encaramadas a la cornisa, las fortalezas de Palamedes y Acronauplia defienden el famoso puerto, donde el castillo Bourdti parece flotar sobre las aguas. Nauplia proporciona asimismo una base ideal para visitar los otros dos grandes enclaves arqueológicos del Peloponeso: Micenas y Epidauro. Puerta de los Leones en Micenas. Murallas de entre 3 y 8 metros de espesor, la ciclópea Puerta de los Leones y la tumba de Atreo testimonian el poder de Micenas, la civilización que dominó la Grecia continental y las islas del Egeo entre los años 1.600 y 1.200 a.C. Los aqueos, un pueblo de origen indoeuropeo, trajeron consigo la doma del caballo, el carro de guerra y las espadas largas de bronce. Tomaron el relevo de Creta, posiblemente una vez que el estallido de la caldera de Santorini arruinó la civilización minoica. De ella adoptaron las artes decorativas, las rutas comerciales y hasta el sistema de escritura. Agamenón, rey de Micenas, lideró el largo asedio que condujo a la destrucción de Troya. A Olimpia se acudía para exaltar la belleza y la fuerza del cuerpo; a Epidauro, para rehacer la salud. Desde el siglo VI a.C., en este santuario se rendía culto a Asclepio, el dios de la medicina. Tras realizar los sacrificios rituales, el enfermo se acostaba en un recinto que propiciaba la incubatio: el sueño reparador. Mientras dormía se le podía aparecer el propio Asclepio mostrándole la vía para lograr la curación. O tal vez los animales emblemáticos del dios de la medicina: la serpiente que reina en el mundo subterráneo y muda su piel cada año, o el perro que cuidó de Asclepio cuando este tuvo que sobrevivir de niño en el monte, alimentado por las cabras de un pastor. Por la mañana, los sacerdotes y terapeutas que cuidaban del templo escuchaban al enfermo y le asistían mediante dieta, plantas, baños, masajes... Las tragedias representadas en el teatro de Epidauro, con aforo para 14.000 espectadores y una acústica que todavía hoy causa asombro, eran otro elemento esencial de la terapia. Como señaló Aristóteles, el teatro facilitaba la catarsis de las pasiones, al verlas proyectadas en personajes que debían tomar decisiones difíciles o afrontar un destino cruel, sin necesidad de experimentar sufrimientos semejantes en carne propia. Teatro griego de Epidauro. La relevancia histórica y cultural de Delfos, Olimpia, Micenas y Epidauro sobrepasa las fronteras de Grecia e incluso de Europa. Pero la belleza de la naturaleza en el Peloponeso no le va a la zaga. Para comprobarlo, basta recorrer el segundo dedo de la península, vertebrado por una impresionante cordillera, en la que el nudillo del monte Taigeto alcanza 2.407 m de altura a solo 10 km del mar. Las montañas parecen inexpugnables vistas desde abajo, sobre todo la rocosa cresta gris de la vertiente sudoeste. Pero en la ladera nororiental, más húmeda, a cuyos pies se extiende la fértil llanura de la antigua Esparta, los abetos y las cascadas fascinan a los caminantes. Patrick Leigh Fermor describe como nadie esta región en su libro Mani. Viajes por el sur de Peloponeso (Ed. Acantilado). La obra arranca con su agotadora travesía del Taigeto en los años 50 a pie en una sola jornada y su llegada a Kardamili, en la costa occidental, donde vivió a partir de entonces la mayor parte del tiempo hasta su muerte en 2011 (su casa reformada se alquila hoy como residencia de lujo algunos meses al año). Leigh Fermor nos dejó también obras extraordinarias como El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, en las que narra retrospectivamente su viaje a pie desde Holanda a Estambul en 1934, con solo 19 años. En ellas describe un mundo que la Segunda Guerra Mundial destruyó para siempre. Conviene recordar que durante la contienda, este escritor que hablaba griego pasó dos años disfrazado como pastor en las montañas de Creta y que en 1944 lideró la patrulla que capturó y evacuó a Egipto al comandante alemán de la isla, el general Heinrich Kreipe. Monte Taigeto. La salvaje costa de Mani, con sus aguas profundamente azules y calas de difícil acceso terrestre, culmina en el cabo Matapán, el confín sur del Peloponeso. Ir de la moderna Kalamata a Areópoli, la histórica capital de Mani, es como viajar en el tiempo. La carretera se abre paso trabajosamente al oeste del monte Taigeto y solo en contadas ocasiones desciende al nivel del mar. Depara entonces lugares magníficos para zambullirse: Kardamili, Stoupa, Trahila, la costa entre Gerolimenas y Kapi... En verano, el turismo griego eclipsa al internacional. La profunda bahía de Limeni nos conquistó en nuestro primer viaje y a ella regresamos con nuestro hijo Éric. Baño tras baño, era un deleite flotar contemplando el desfile de peces sobre el abismo azul. Además, en este verano de 2023 las tortugas marinas salían a respirar muy cerca de la orilla y podían verse incluso desde tierra firme. Las casas de piedra del viejo puerto de Limeni son hoy pequeños hoteles. Destaca la del jefe de clan Petros Mavromichalis, quien en 1821 partió de Areópolis con sus tropas y consiguió arrebatar Kalamata a los turcos, iniciando así la Guerra de Independencia griega. Pueblo de Limeni. Los maniotas descienden de los espartanos que se refugiaron en estas remotas montañas para evitar ser súbditos de Roma. Desde entonces han sido un pueblo independiente, austero e individualista, que vivió organizado en clanes durante siglos y acostumbraba a tomarse la justicia por su mano. Las cumbres grises y descarnadas que coronan la región de Mani tienen su réplica arquitectónica en los centenares de viviendas con sus propias torres fortificadas que salpican el territorio. De base cuadrada, estrechas y de 15 a 25 metros de altura, poseen varias plantas a las que solo se accede mediante escalas o trampillas. A lo largo del siglo XX las torres se desmoronaban conforme aumentaba el éxodo en la región. Pero ahora que por fin hay carreteras las torres se restauran y hasta las nuevas construcciones se inspiran en ellas. Un viaje de este tipo permite pasar así de enclaves a los que acudieron durante más de mil años personas de todo el Mediterráneo oriental para consultar un oráculo, presenciar los Juegos Olímpicos o recuperar la salud, a otros donde el extranjero constituía una rara avis y se le recibía con auténtica filoksenia (hospitalidad). Panta rei, todo fluye diría Heráclito, pero el viajero busca ante todo lo que permanece y hace único a un lugar. El fabuloso paisaje griego invita a una road movie de la que se suele retornar un poco más sabio de lo que se partió. A fin de cuentas, a esta cultura le debemos no solo palabras como democracia o filosofía, también otras como higiene, psique, erotismo, nostalgia o entusiasmo («inspiración o posesión divina»). |
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