jueves, 2 de junio de 2022

Vikingos, las dos llegadas a América. Josep Maria Casals.

 

Jueves 26 de mayo de 2022
Josep Maria Casals
Josep Maria Casals
Director de Historia National Geographic

Vikingos, las dos llegadas a América

Las dos primeras llegadas de los europeos al continente americano tuvieron varias cosas en común, y una de ellas es que los viajeros occidentales no tenían ni idea de dónde se encontraban en realidad. Los primeros que pisaron lo que llamamos Nuevo Mundo fueron los vikingos hacia el año 1000. Arribaron a sus costas del mismo modo que llegaron a las islas Feroe, Islandia y Groenlandia: tras descubrirlas por accidente, cuando las tempestades desviaron a los barcos de sus rutas. En el caso de los vikingos debemos mencionar a Bjarni Herjolfsson, capitán del primer barco europeo que –según la Saga de los groenlandeses– avistó la costa de América del Norte después de que vientos, corrientes y nieblas lo apartaran de su camino a Groenlandia y lo condujeran hasta allí. Como era un hombre cauto (tal vez demasiado), no desembarcó en aquellos parajes desconocidos, por lo que no es extraño que cuando regresó a casa sus paisanos le recriminaran su falta de curiosidad.

De Canadá al Caribe. Las dos llegadas

Era cuestión de tiempo que los escandinavos llegasen a América del Norte después de establecerse en Groenlandia por iniciativa de Erik el Rojo una veintena de años atrás, dado que la distancia entre esa isla y el actual Canadá es una séptima parte de la que hay entre Islandia y Noruega, y que los knarrs –los cargueros vikingos– recorrían infatigablemente las vías que conectaban los asentamientos nórdicos del Atlántico Norte, desde los fiordos noruegos hasta las desoladas costas groenlandesas. Pero los viajes oceánicos no eran fáciles: la Saga de los groenlandeses, por ejemplo, cuenta que “durante el mismo verano en que Erik el Rojo se marchó a colonizar Groenlandia, veinticinco barcos salieron navegando de Breidafjord y Borgarfjord [en Islandia, para dirigirse a Groenlandia], pero solo catorce alcanzaron su destino; algunos hubieron de regresar y otros se perdieron en el mar”.

De manera que el viaje de ida y vuelta a la tierra avistada por Bjarni requería pericia y valentía. El primero que puso el pie en ella fue Leif Eriksson, hijo de Erik el Rojo, quince años después de que Bjarni volviera con las nuevas de su hallazgo, aunque en la Saga de Erik el Rojo leemos que fue Leif quien primero avistó América del Norte. En todo caso, según las dos sagas mencionadas hubo cinco viajes hasta allí, cinco intentos de colonización: los de Leif, su hermano Thorvald, su otro hermano Thornstein, el de Thorfinn Karlsefni y su esposa Gudríd (viuda, por cierto, de Thornstein) y, finalmente, el de Freydís, otra hija de Erik el Rojo. Los hijos de Erik, pues, ejercieron un virtual monopolio sobre la exploración del Far West vikingo.

Fue una empresa familiar, como la aventura de Colón en sus comienzos, cuando éste se aseguró unas espectaculares regalías sobre todo lo que descubriera. En las llamadas Capitulaciones de Santa Fe, de abril de 1492, los Reyes Católicos le otorgaron los títulos de almirante, virrey y gobernador de los territorios que descubriera, así como la décima parte de los beneficios, nombrando como herederos a sus sucesores de forma vitalicia.

Los exploradores vikingos ignoraban que habían llegado a un nuevo continente. Colón, también. Y aunque, desde luego, sabía mucho más que los nórdicos acerca del planeta y de sus dimensiones, calculó que la Tierra era más pequeña de lo que realmente es: aseguraba que navegando en dirección oeste no tardaría en arribar a Japón y a China. Y, de hecho, desde el mismo momento en que llegó al Nuevo Mundo no dejó de buscar el camino que le llevase a la corte del Gran Kan, el riquísimo soberano de Asia, el continente al que siempre creyó haber llegado.

Las dos humanidades

Como ha señalado Neil Price en su reciente libro sobre los vikingos –Price, profesor de la Universidad de Uppsala, es quien ha escrito el texto sobre los vikingos en América que aparece en el número de la revista a la venta a partir de hoy–, los viajes a América del Norte fueron sucesos marginales en los que participaron sólo unos pocos barcos y un par de centenares de individuos, y no hay ninguna indicación particular de que fueran importantes para los vikingos más allá de como argumento para una historia épica. Que esa historia fue famosa no sólo lo demuestran las sagas, sino el hecho de que los viajes se recordaran con claridad durante siglos. Sin embargo, para nosotros esos viajes son importantes porque señalan algo más: el momento único en la historia de la humanidad en el que las poblaciones que habían salido de África decenas de miles de años atrás unieron su rama oriental y occidental, y completaron, así, el ciclo de asentamiento alrededor del globo terráqueo. O más bien estuvieron a punto de hacerlo, porque en realidad esa unión no se completó hasta el encuentro de las tripulaciones de Colón con los habitantes del Caribe.

He aquí el segundo punto en común de las dos llegadas de europeos a América: éstos se topan con poblaciones desconocidas cuyo modo de vida es completamente diferente y con las que mantienen unos primeros intercambios pacíficos de bienes a los que siguen encuentros violentos.

Hay algo en lo que sí difieren las sagas y Colón: en el retrato de esa humanidad desconocida. La visión de los nórdicos es poco favorable a ella, como lo manifiesta el propio nombre que dieron a esas gentes: skraelingar, una palabra que parece relacionarse con la idea de «miserable» o «salvaje», al igual que con el prefijo peyorativo skrit, utilizado antiguamente para describir a los habitantes de Laponia. En la Saga de Erik el Rojo leemos que “los recién llegados [los indígenas] remaron hacia ellos [los vikingos] y los miraron con asombro cuando llegaron a tierra. Eran pequeños y de malvada apariencia y su pelo descuidado; tenían ojos grandes y anchos pómulos. Se quedaron donde estaban durante un rato, maravillándose”. En cambio, Colón describe a los pobladores de las Antillas como individuos de buena planta. En la entrada de su Diario correspondiente al 11 de octubre de 1492, el Almirante los retrata así: “Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vide más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de 30 años. Muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras. Los cabellos gruesos casi como sedas de cola de caballos, y cortos. Los cabellos traen por encima de las cejas, salvo unos pocos detrás que traen largos, que jamás cortan”. A la belleza física de los naturales del país se le suma su buena disposición: “Ellos deben ser buenos servidores y de buen ingenio, que veo que muy presto dicen todo lo que les decía. Y creo que ligeramente se harían cristianos, que me pareció que ninguna secta tenían”. Se diría que el Almirante está endulzando la píldora para que los Reyes Católicos se animen a seguir invirtiendo sus caudales en la aventura colombina.

En uno y otro caso, los pobladores autóctonos ignoran lo que son los metales. Las gentes de las islas donde desembarca Colón, “no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo, y se cortaban con ignorancia. No tienen algún hierro. Sus azagayas son unas varas sin hierro, y algunas de ellas tienen al cabo un diente de pece”. Los skraelingar tampoco conocen el hierro, pero no pueden refrenar su curiosidad, o su interés, lo que en la Saga de los groenlandeses es causa de derramamiento de sangre al enfrentarse con los vikingos de Thorfinn cuando un skraeling intenta robar algunas armas. El resultado del combate son muchos muertos entre los atacantes. El punto final del enfrentamiento tiene que ver con un hacha, el arma vikinga por excelencia: “Había un hombre alto y gallardo entre los skraelingar, y Karlsefni estimó que debía de ser su jefe. Uno de los skraelingar había recogido un hacha del suelo y después de haberla examinado durante un momento, la arrojó contra un hombre que estaba junto a él y que cayó a tierra como fulminado por un rayo. El hombre alto se hizo entonces con el hacha, la miró durante un momento, y luego la tiró al agua tan lejos como pudo. Entonces los skraelingar huyeron por el bosque tan rápidamente como les fue posible, y así terminó el combate”. En la Saga de Erik el Rojo, “los skraelingar hallaron al segundo hombre muerto, junto al que reposaba su hacha. Uno de ellos golpeó una roca con ella y la hoja se quebró; y juzgando al hacha carente de valor porque no había podido aguantar el choque con la piedra, la arrojó lejos”. Fuese por lo que fuese, las hachas no les cayeron en gracia a los skraelingar

En todo caso, los nórdicos lo tuvieron claro: “El resultado es que Karlsefni y los demás ya habían tenido ocasión de comprender que, a pesar de que la tierra aquella era excelente, no podrían disfrutar allí de una vida tranquila y libre de temores a causa de los nativos. En consecuencia se aprestaron a abandonar el lugar y volver a casa. Se marcharon navegando en dirección norte a lo largo de la costa”. Pero se cobraron su venganza: “Tropezaron con cinco skraelingar que dormían envueltos en pieles; junto a ellos había varios recipientes llenos de tuétano de ciervo mezclado con sangre. Los hombres de Karlsefni supusieron que habían sido expulsados del grupo que los había atacado, y los mataron".

Éste fue el penúltimo intento de colonizar Vinland, “la tierra de las vides silvestres'', como los escandinavos llamaron a los nuevos parajes que atrajeron su interés, tal vez Terranova o más bien un lugar situado más al oeste o más al sur. Le siguió otra tentativa, la de Freydís, también fracasada. ¿Por qué los vikingos desistieron de establecerse permanentemente en aquellas tierras en apariencia tan prometedoras, ricas en pieles y donde abundaba la madera tan escasa en Islandia y Groenlandia, en las que crecía la hierba y la pesca y la caza eran inagotables? Quizá porque el precio a pagar era demasiado alto: exigía enfrentarse a un número desconocido de nativos hostiles, lo que era excesivo para la limitada población de Groenlandia e Islandia.

En cambio, los europeos que en 1492 llegaron al Caribe eran la minúscula avanzadilla de un continente que contaba con amplias reservas humanas. Y se dirigían allí espoleados no por el modesto afán de conseguir madera, pieles o tierras que cultivar: como Colón, anhelaban hacerse con oro y especias. El señuelo de la riqueza los atrajo a miles, a bordo de enormes barcos, y los dispersó por el nuevo continente, que hicieron suyo a lomo de poderosos caballos y con una tecnología bélica imbatible: las espadas, las armaduras y los arcabuces, para los que las armas de piedra y madera de los nativos no eran rival.

Sangres mezcladas

Para cuando las naves de Colón fondearon en Guanahaní, hacía casi cincuenta años que los vikingos habían abandonado Groenlandia (“la tierra verde”, como astutamente la había llamado Erik el Rojo para animar a los posibles colonos a establecerse allí) debido al enfriamiento del clima, a la posible sobreexplotación de los recursos y, tal vez, a choques con los thule, originarios de Alaska y de quienes provienen los modernos inuit o esquimales. La historia de los groenlandeses y sus viajes a Vinland perduró en las sagas. El primer encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo quedó plasmado en estos testimonios literarios y también dejó pruebas arqueológicas (los restos del asentamiento vikingo de L’Anse aux Meadows, en Terranova), pero fue tan limitado en el espacio y en el tiempo que no llegó a dejar huella en los genes de los europeos.

¿Seguro?

Sabemos que tanto los nórdicos como los españoles secuestraron a nativos americanos para llevárselos consigo e introducirlos en la «civilización». Si Colón trajo a la Península a varios «indios» que mostró a los Reyes Católicos, el barco de Thorfinn y Grudríd volvió con tres niños: el suyo, Snorri, que con tres años fue el primer europeo nacido en América (que sepamos), y dos pequeños skraelingar que los vikingos arrebataron a su familia y a los que bautizaron, como se haría con los antillanos traídos por Colón.

En noviembre de 2010, un artículo publicado en American Journal of Physical Anthropology dio cuenta de un notable hallazgo. En colaboración con la farmacéutica de CODE genetics, que dispone de muestras de ADN de más de dos tercios de islandeses, se descubrió que cuatro familias distintas, formadas por unas 80 personas, contaban con un linaje genético de origen amerindio denominado C1e, del haplogrupo C1; este ADN sólo aparece en las poblaciones amerindias y en algunos nativos de Asia oriental. Ello supuso toda una revelación, dado que hasta entonces se creía que los genes de los actuales islandeses procedían de los países escandinavos, de Escocia y de Irlanda.

Se trataba de un linaje mitocondrial, es decir, transmitido solamente por vía materna, y los investigadores pudieron reconstruir la genealogía de esas familias hasta llegar a cuatro mujeres que vivieron entre 1710 y 1740 en el sur de la isla. Como Islandia quedó prácticamente aislada del exterior desde el siglo X, los investigadores plantearon la hipótesis de que estos genes podrían corresponder a una mujer amerindia que los vikingos trajeron consigo de América hacia el año 1000. Ello implicaría que en cada una de las aproximadamente 40 generaciones que se habían sucedido desde entonces nació, cuanto menos, una niña que transmitió su ADN a sus vástagos.

Caben otras hipótesis alternativas, porque aunque los vikingos no se establecieron en América del Norte sí visitaron sus frondosos bosques en busca de madera, por lo menos hasta 1347, fecha de la última mención escrita a un viaje llevado a cabo por groenlandeses al territorio que llamaban Markland, habitualmente identificado con la provincia canadiense de Labrador. De manera que la portadora original de aquel ADN pudo llegar a Islandia mucho después de que Freydís abandonara Vinland, traída por otros nórdicos. O puede que tal vez llegara a bordo de una de las naves europeas que entre finales del siglo XV y comienzos del XVI exploraron el Atlántico Norte –en las expediciones dirigidas por el portugués Gaspar Corte-Real o por los italianos Caboto, al servicio de Inglaterra– y que, por alguna razón, hubiera recalado en Islandia.

Ignoramos el nombre de aquella desconocida. ¿Llegó a Islandia con Leif, Thorvald, Thornstein, Thorfinn o Freydís? ¿Abandonó su tierra natal de grado o por la fuerza? No aparece en las sagas, ningún documento conserva su nombre. Pero puede que sí, que cinco siglos antes de Colón una mujer de grandes ojos oscuros cruzase las bravías aguas del Atlántico para dirigirse a un destino impensable e incierto.

Por cierto, antes de despedirme de vosotros me gustaría dejaros en buena compañía. Este año estamos de celebraciónNational Geographic España cumple 25 años, lo que es un motivo de alegría para todos los que trabajamos en NG, como también es un motivo de orgullo para nosotros contar con el apoyo de tantos lectores –entre los que se cuentan muchos que también lo son de Historia NG– durante tanto tiempo. Aquí podréis ver un video confeccionado por la redacción de National Geographic como homenaje a nuestros suscriptores, recogiendo la experiencia personal de varios de ellos. Como veréis, es una demostración palpable de que leer puede cambiar nuestra vida.

A ellos y a todos vosotros, muchas gracias.

Por último, quería recordarte que el nuevo número de Historia National Geographic ya está en el quiosco y disponible en nuestra web. Puedes encontrarlo aquí.

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