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Soy Miguel Ángel y estoy pintando la Capilla Sixtina... | |||
---- [Miguel Ángel Buonarroti se toma un descanso a mediados de 1512 durante una de las interminables jornadas de trabajo en la bóveda de la Capilla Sixtina, un proyecto al que ha dedicado los últimos cuatro años. Esta newsletter es una carta ficcionada que el artista habría escrito a un pariente explicándole el desarrollo del proceso. Texto: Àlex Sala] ---- Roma, junio de 1512 Estimado pariente, Ahora sí puedo ver el inminente final de la obra que me ha consumido estos últimos cuatro años. El techo de la capilla que levantó Sixto IV estará acabado a finales de verano, si Dios quiere. Como muy tarde, a mediados de otoño creo que podremos retirar todo el andamiaje sobre el que he trabajado estos cuatro largos años. Entonces, el papa Julio II podrá mostrar al mundo –si su quebradiza salud se lo permite, pues como sabrás, las enfermedades lo han tenido al borde de la muerte en diversas ocasiones– la obra que me encargó para realzar la gloria de la Iglesia y de su pontificado. No sé si en el futuro recordaré estos años de manera más grata, como un tiempo en el que labré una fama indiscutible como artista, pero ahora los siento como un periodo amargo en el que me he visto obligado a abandonar la obra que de verdad quería hacer. Me refiero al formidable sepulcro del papa Julio II que ha de presidir la nueva basílica de San Pedro, con 40 esculturas de mármol de grandes patriarcas de la Iglesia, como Moisés. La mayor sepultura construida desde la tumba del rey Mausolo de Halicarnaso, que ahora no sé si llegará a ver la luz. Pero, como siempre, he sido esclavo de los caprichos de este papa, que me apartó de este trabajo cuando apenas había comprado los primeros mármoles y había hecho los primeros bocetos para dedicarme en exclusiva pintar el techo de su capilla, una profesión que me era entonces completamente ajena. Al principio me resistí todo lo que pude a hacerme cargo del trabajo, pero mis enemigos –estoy seguro que fueron Bramante y Rafael Sanzio, envidiosos de mi éxito– persuadieron a Julio II de que me obligara a aceptarlo, convencidos de que fracasaría y que un mediocre resultado final demostraría la supremacía de Sanzio en el arte de la pintura. La bóveda que Julio II me encargó pintar –más que un encargo, una orden, como siempre ocurre con este malhumorado y tiránico papa–, se encontraba en un estado lamentable: se había resquebrajado y su decoración era una simple capa de pintura azul con estrellas brillantes que simbolizaba el cielo, muy alejada de la dignidad que se espera de un lugar destinado a las ceremonias más importantes de la Iglesia. Pero cuando mi techo se descubra, todos podrán comprobar la superioridad de mis frescos en comparación a los que ha estado pintando Rafael muy cerca de aquí, en los apartamentos del papa. El resultado final que ahora se vislumbra me satisface, pero ha sido un trabajo que me ha hecho sufrir durante años. Encerrado en este lugar casi cada día, he trabajado más que nadie en este mundo. No me encuentro bien, estoy fatigado y mi salud se resiente por las interminables jornadas de pintura sobre un andamio de madera en el que he tenido que trabajar en posturas incomodísimas. El asunto de la bóveda ha consumido mi salud física y mental: he luchado contra los enemigos que querían verme fracasar y contra todos los elementos que se han puesto en mi contra para dificultar mi labor. He gastado tiempo y energías en convencer al santo padre y a los tercos teólogos y eclesiásticos que su proyecto original de decorar el techo con las figuras de los 12 apóstoles era una idea pobre y que un proyecto que abordara las primeras historias de la Biblia y las figuras de los profetas y sibilas del Antiguo Testamento era mucho más adecuado a la grandiosidad de este lugar. La visión de la escena del diluvio, la primera que abordé, evoca ahora en mi mente las grandes dificultades que tuve que superar durante los primeros meses de trabajo y que en algún momento me hicieron pensar, sumido en la amargura y la depresión, que no sería capaz de llevarlo a cabo con éxito. Rodeado de un grupo de pintores florentinos que se hacían llamar maestros pero que no eran más que unos mediocres advenedizos comencé a trabajar en la pared, pero su asesoramiento y su labor fueron un fracaso hasta tal punto que me vi obligado a despedirlos.
Seguramente habrás oido historias sobre mi mal genio difundidas por estos desagradecidos, que han hablado mal de mí por toda Roma y Florencia. No les hagas caso. Lo cierto es que he tenido que rehacer casi todo lo que ellos pintaron y tengo yo muchos más motivos de queja que ellos. Sus malos consejos provocaron la aparición de moho en las primeras pinturas, de modo que difícilmente se distinguían las figuras. No es que yo tenga mal genio, es que ellos son unos inútiles. Por culpa de esos incompetentes, la capa de yeso retenía demasiada humedad y se secaba con demasiada lentitud, provocando el florecimiento de verdín sobre la pintura. Un buen día me negué a dejarlos entrar en la capilla para encargarme en solitario de toda la pintura. No en vano era mi honor y mi reputación la que estaba y está en juego. A medida que se iba conociendo el diseño final que había pensado y la suprema dificultad de llevarlo a cabo, sentí cada vez más presión para que su ejecución fuera perfecta. Esto añadido a mi falta de conocimiento en todo lo referente a la pintura al fresco me ha provocado grandes trastornos, sobre todo durante estos primeros meses en los que debí aprenderlo todo sobre esta complicada técnica, la más hermosa de todas las pinturas, pero también la más difícil. El buon fresco es una técnica dificilísima, que requiere una preparación previa de la pared para revestirla de una fina capa de yeso sobre la que aplicar la pintura, cosa que debe hacerse de forma rápida y decidida, puesto que en cuanto la pintura se seca –en un solo día– ya no es posible hacer ningún retoque ni rectificar los errores. Sin ayuda y sin conocimientos, fue imposible cumplir mi primera idea de terminar el trabajo en pocos meses supervisando la labor de operarios a mis órdenes, para retomar la grandiosa tumba del papa. Desde el día que me encerré en la capilla, no he parado de trabajar, pintando enormes superficies de techo, sometido a una gran ansiedad y a una fatiga física terribles. Apenas llego a subsistir, paso días sin hablar con nadie, en los que solo pienso en el brazo de ese personaje, en el gesto de ese otro, en la nariz de la efigie de la moneda o en la veracidad de la columna que pinté el día anterior. Pienso que me estoy volviendo loco, me he quedado sin amistades, pero tampoco deseo tenerlas. Los efluvios de la pintura, la humedad, el calor y la postura en la que tengo que trabajar son otro motivo de padecimiento. Mi espalda y todos mis huesos se resienten de pasar horas boca arriba y en retorcidos escorzos para pintar todos los recovecos de ese techo. Cada verano he sufrido los achaques de las fiebres palúdicas y la lectura de cualquier papel o documento se me hace muy difícil. He pasado tanto tiempo con los ojos levantados hacia la bóveda, que a la hora de leer una carta no puedo hacerlo de manera natural, sino que debo mantenerla levantada sobre mi cabeza.
La actitud del Papa ha sido otro obstáculo que ha añadido una innecesaria dificultad a la empresa. Julio II es un hombre impaciente e impetuoso, que me presionaba a diario para ver la evolución de mi trabajo. Hemos tenido muchas discusiones durante todo este tiempo, puesto que él insistía en entrar a la capilla, a lo que yo me negaba en rotundo. Si no está terminada del todo a mi gusto es debido a las prisas del papa, que en su impaciencia llegó a amenazarme con arrojarme de los andamios si no terminaba la obra. Las largas temporadas que el papa ha dedicado a la guerra tampoco han servido para poder trabajar con mayor tranquilidad, puesto que durante meses me ha faltado el dinero y he tenido que perseguirlo por toda Italia para pedirle las cantidades que se me adeudaban y el dinero necesario para comprar materiales. Si hay algo que guste más a Julio II que el arte, esto es sin duda la guerra. Su ansia por acumular cada vez más poder lo hace mudar constantemente de alianzas y los que antes eran sus amigos, ahora son sus rivales. Continuamente ha de salir de Roma, desatendiendo los asuntos religiosos porque debe hacer frente a un señor italiano o al rey de Francia, que amenazan su posición política. El momento más crítico fue a comienzos del año pasado, cuando el pontífice puso al papado en pie de guerra y dedicó todos sus recursos económicos a someter al duque de Ferrara y a su aliado el rey de Francia. Durante casi un año tuve que mantener parada mi labor, puesto que no había dinero para pintura ni para escultura; nada más que para la guerra. Pero gracias a esta inactividad tuve tiempo de contemplar mi obra, ver lo que me gustaba, lo que mejoraría y, si bien había comenzado mi experiencia con la técnica del fresco de forma dubitativa, cada vez me he sentido más seguro pintando obre yeso. A medida que avanzaba en el trabajo, aumentaba la confianza en mí mismo y aceleraba el ritmo que imprimía a mi pincel, acometiendo figuras cada vez más dinámicas parecidas a grandiosas esculturas policromadas. Sin duda mucho más audaces que las que acaba de descubrir Rafael en la pintura que ha dedicado a los más grandes filósofos antiguos, muy celebrada por el papa, pero cuya fama palidecerá al lado de mi bóveda. Pero, como te he dicho al inicio de esta carta, ahora que estoy a punto de terminar esta fenomenal obra no siento un especial alborozo, más bien estoy preocupado por los problemas financieros que no puedo dejar atrás. Debo esperar a que el papa viva lo suficiente como para pagar las deudas que todavía tiene conmigo. Su muerte en cualquier momento no es descartable, debido a la mala salud que arrastra y a las continuas guerras en las que se embarca. El pasado abril, cuando los ejércitos franceses avanzaban imparables hacia Roma y parecía que iban a tomarla, tenía preparada una flota para huir de la ciudad. Al final, no fue necesario, pero la salud y la fortuna de la guerra puede cambiar en cualquier momento. Espero que cuando ese momento llegue para el papa, sea una vez saldadas sus deudas conmigo y que esto me permita salir de esta miserable vida, fatigado por un trabajo colosal que me ha consumido la energía durante los últimos cuatro años y del que solo he sacado angustia y ansiedad, y ni una pizca de felicidad. Atentamente, Miguel Ángel Buonarroti. |
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