«Este libro que comento viene a pacificar los espíritus. En su día, fueron los vascones los que “bajaron” a la meseta del Duero y la vieja Castilla»
Decididamente, los días del estío son para refrescarse con la sandía y la lectura. Acabo de embaularme un librito, en verdad, fascinante, que acaba de aparecer: Ramón M. Carnero y Alain Martín Molina, De Vasconia a Zamora. Un viaje cultural (Zamora: Ediciones Semuret, 2022). Es una formidable investigación etnográfica, histórica, arqueológica, lingüística y varias cosas más. Está llena de sugerencias, de motivos para pensar. Se agradece el trabajo de campo de los autores, el conocimiento de primera mano y con cariño del terreno pisado. Se trata de un libro provocador, con el que no hay más remedio que ponerse en razón, es decir, discutirlo; en el sentido, al menos, de ponerse uno a razonar.
A pesar de la apariencia científica, el texto se lee como una novela, tan intrigante es el argumento. El cual consiste en que el idioma castellano debe mucho a la influencia del euskera, o mejor, de los diferentes euskeras a lo largo de varios siglos. La cosa empezó con las tribus prerromanas, que procedían de los riscos navarros, pirenaicos y cantábricos. Se fueron desparramando por la cuenca del Duero (León y Castilla la Vieja). Otro momento de invasión correspondió a los esfuerzos repobladores de esa meseta en torno a los siglos X y siguientes. Seguramente, su población había sido esquilmada por la invasión árabe (o mejor, magrebí) y, sobre todo, por las epidemias. Era, pues, una tierra de nadie.
Es un hecho sobresaliente el de las Glosas de San Millán de la Cogolla, en la Rioja. Constituyen el primer escrito (en latín) donde un anónimo monje añadió algunas palabras al margen, en castellano y en vascuence, para poder entenderlo mejor. Eran los finales del siglo X. Simbólicamente, el primer hablante del castellano era, también, euskaldún.
Hoy, puede sorprender, una hipótesis como la de los autores del libro mencionado, dado el conflicto de lenguas en el País Vasco. Sin embargo, la historia demuestra una estupenda fecundación del castellano por los repobladores vascones, sobre todo, hace unos mil años. Es sabido que el castellano nació en tierras de lo que hoy es Vizcaya, Burgos y La Rioja. Tuvo la suerte de expandirse, en seguida, por la acción de la Reconquista por toda la región castellana, siguiendo la red de los “castillos”, que se levantaban en los cerros junto a los ríos. Los autores del libro que comento han perseguido, entre otros, el método de los topónimos locales de Castilla, sobre todo los de Zamora, para corroborar el origen euskérico de muchos de ellos. El más extendido es el las urrietas, un genérico para zonas de ribera, que se encuentra en muchos pueblos de la zona estudiada, de clara sonoridad vasca. Nótese que la voz vasca ur significa “agua”. Recuérdense, a título de muestra, los ríos Urumea o Urola, o los montes Urbasa o Urgull, en el cogollo guipuzcoano, “la fidelísima Bardulia”.
Son notables las influencias del vascuence que adopta el castellano. Por ejemplo, mantenerse con cinco vocales, a diferencia de los otros romances, que contemplan algunas más. O también la transformación del sonido inicial /f/ en /h/ muda o en /p/, dado que los euskaldunes no gustan de la efe inicial. Para ellos, “Fernando” es “Pernando”. Otra influencia del vascuence es el gusto por el sonido redoblado de la /rr/, como en las urrietas, que veíamos antes. Por si fuera poco, los vascos, solo, conocen el sonido /b/; no lo distinguen del de la /v/. La mayor parte de los castellanoparlantes actuales, aceptan los dos fonemas, pero, suenan lo mismo. No es casualidad que algunas de estas variaciones sean motivos de las “faltas de ortografía”, que tantos desvelos cuestan a los escolares hispanohablantes.
Tengo que añadir, de mi cosecha, que la letra /r/ se encuentra en la denominación de muchos ríos en todo el mundo. Recuérdese: Ródano, Tigris, Éufrates, Rhin, Tíber, Ebro, Jordán, Urubamba, Duero, etc. Es evidente la asociación onomatopéyica de ese fonema con “el ruido de la corriente de los ríos, riberas y arroyos”. Adviértase que las capitales de Castilla la Vieja se alzan todas en las márgenes de sus respectivos ríos. Es más, la mítica ciudad de Ur, entre el Tigris y el Éufrates, la ciudad de Abraham, nos retrotrae a la palabra “agua” en vascuence. También, hay un lago Urmia en la zona de la antigua Armenia. No es descartable que la palabra latina para “ciudad” (urbs) tenga que ver con la proximidad al agua, marina o fluvial, de las ciudades más notorias. Pero, tómese este escolio personal como una pura lucubración.
El hecho histórico registrado es que la vitalidad del castellano se debió a aceptar la influencia del vascuence, junto a la incorporación de voces arábigas. El éxito de tal mezcolanza hizo que se convirtiera en una formidable lengua cómoda para los reinos y condados cristianos de la Reconquista. Esa intermitente acción bélica imponía una fuerte movilidad de personas, necesitadas de una lingua franca para entenderse. El castellano, muy claro y con abundantes polisílabos, fue la ocasión propicia para esa nueva lengua de frontera.
Es posible otra hipótesis sobre la persistencia milenaria del vascuence en la península hispana. Puede que se trate de una lengua, que sea un resto del manojo de hablas ibéricas, que se utilizaban antes de la llegada de los romanos. El imperio de Augusto y sus sucesores acabó con ellas, tal fue la fuerza del soberbio latín. Sobrevivieron dos restos en los extremos geográficos: el vascuence y el beréber. Es curioso que, esos dos idiomas, compartan no pocas voces.
Pero, mis lucubraciones tampoco es que tengan mucha autoridad. Me quedo con la historia mejor contada de la influencia de los primitivos vascuences en el origen del castellano. El método de la permanencia de los topónimos de origen vasco en los pueblos e Castilla conduce a resultados indudables, aunque pudieran parecer fantásticos. Ya, es curioso que, entre esos dos idiomas, se haya desatado, hoy, un enquistado conflicto. Este libro que comento viene a pacificar los espíritus. En su día, fueron los vascones los que “bajaron” a la meseta del Duero. En tiempos más recientes, no pocos castellanos emigraron al País Vasco. Entre ellos, mi familia. Fue el éxodo de las urrietas de Pereruela de Sayago a la Ondarreta de San Sebastián.
Amando de Miguel para Libertad Digital.
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