«Este periodo de asueto tras la hora sexta se vino en llamar en su honor «siesta» y fue ampliamente ejercitada por los ciudadanos del Imperio Romano»
Aunque desde hace tan solo unos pocos lustros nuestra civilización occidental está abducida, cuando no sometida, por la cultura, las modas, las tendencias, la economía y las expresiones anglosajonas, y especialmente las norteamericanas, lo cierto y verdad es que estos aprendices de brujo tienen mucho, cuando no sea todo, que agradecerle a una civilización de rango superior que puso las bases de la actual: la latina.
El Imperio Romano fue tan formidable e influyente en el mundo que todavía hoy se siente vivo su antiguo esplendor, especialmente en lo que concierne a asuntos más inmateriales que las obras públicas y monumentos que nos legaron. Veamos solo algunos aspectos, los más destacados, de su magnificencia.
El alfabeto que nos permite construir palabras y las frases con que nos comunicamos casi el 60% de la población mundial, unos 4500 millones de seres humanos, es de origen romano. El Imperio Romano lo diseminó por todo el Mediterráneo y por Asia Menor. De la lengua latina surgieron las lenguas romances occidentales: español, francés, catalán, gallego, portugués e italiano. La expansión del cristianismo hizo que el alfabeto latino llegara hasta los pueblos del norte de Europa, de tal modo que las lenguas germánicas lo adoptaron y dejaron en el más absoluto ostracismo sus alfabetos rúnicos. Durante la Baja Edad Media sería el Imperio Español el que diseminaría el alfabeto latino por los cinco continentes. Como mera curiosidad, un símbolo tan importante en la sociedad informatizada de hoy día cuando uno quiere mandar un correo electrónico como es @ (arroba) fue empleado con profusión durante la Edad Media en Europa como unidad de volumen con el significado de la cuarta parte de un quintal. Sería el programador informático estadounidense Ray Tomlinson quien, en 1971, usaría este símbolo en el primer e-mail de la historia.
Pasemos a otra cosa, mariposa. El Corpus iuris civilis (Cuerpo de derecho civil) es el más importante compendio del derecho romano. Fue agrupado en 50 libros por orden del emperador bizantino Justiniano I, en el siglo VI de nuestra era, y ha sido tan fundamental que es la base del desarrollo de los sistemas jurídicos modernos. Aun cuando los anglosajones han vertido sobre el Tribunal de la Santa Inquisición Española lo que no está escrito acerca de su supuesta maldad, lo cierto y verdad es que fue el primero en el mundo que ofreció garantías a los acusados usando el sistema judicial romano. En el resto de Europa se quemaba (o se desollaba viva) a la gente (a muchísima más gente que aquí) sin juicio previo.
A pesar de la opinión generalizada de que el parlamento inglés es el más antiguo del mundo, muchos deberían saber que la Unesco reconoció en su Declaración de 2013 que en 1188, en el claustro de San Isidoro, en León, impulsadas por el rey Alfonso IX se fundaron las primeras Cortes de la historia con representación popular.
El Imperio Español heredó, pues, muchos de los usos y costumbres de la antigua Roma, así como el derecho romano; y mediante la convicción cristiana de la igualdad entre los seres humanos llevó a las nuevas tierras descubiertas, en palabras del nuestro actual rey de España, Felipe VI, «la bases del derecho internacional y la concepción de los derechos humanos», cosechando también en las de ultramar la tecnología, la ciencia y el saber reinantes de la época. Con las «Leyes de Indias», el primer memorándum conocido de la declaración de los Derechos Humanos y del Derecho internacional, los españoles ofrecieron a los nativos americanos un trato similar al que tenían sus conciudadanos, una actitud que contrastaba sobremanera con el racismo y el exterminio más contumaz que practicaban en aquellas tierras los anglosajones.
Francisco Suárez de Toledo Vázquez de Utiel y González de la Torre, a la sazón jesuita y jurista español, recogía en su libro «Disputaciones metafísicas», publicado en 1597, la siguiente declaración: «Todos los hombres nacen libres por naturaleza, de forma que ninguno tiene poder político sobre el otro». Así que, visto en retrospectiva, resulta poco menos que patético que en fecha tan tardía como 1776 el eminente Thomas Jefferson, el tercer presidente de los Estados Unidos, se pusiera solemnemente, motu proprio, la medalla de la proclamación de los derechos humanos durante la pomposa «Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América».
Mientras los españoles llevaban ya muchos años adentrándose en lo más profundo del territorio americano, con una clara vocación evangelizadora, sí, pero también fundando ciudades y mestizándose con la población local con la inequívoca intención de quedarse y ampliar los límites del Imperio en la Nueva España, los supremacistas ingleses se asentaban en Norteamérica exterminando a los indios y haciendo esclavos a los negros traídos de África para trabajar en sus plantaciones de tabaco, en colonias situadas a lo largo de la costa este para así poder cargar más rápidamente en sus barcos las mercancías y el oro y huir rumbo a Inglaterra cuando la cosa se pusiera fea. Como contrapartida, los españoles construían fuertes adonde llegaban en tropel los negros que habían logrado escapar de las garras de los ingleses (y de las de sus hambrientos perros) quedando automáticamente bajo la protección de la Corona Española y sus Leyes de Indias.
El comercio internacional y la primera globalización del mundo se debieron también a los españoles, gracias sobre todo al real de a ocho, la moneda española de curso legal que estuvo en vigor durante casi 400 años cuando le tomó el relevo el dólar estadounidense.
Los dirigentes de los Estados Unidos, ese pueblo que, en la acertada opinión que de él hizo Oscar Wilde, es el único que ha pasado de la barbarie a la decadencia sin cubrir la etapa intermedia de la civilización, dicen ahora ser el espejo donde todos los que aspiren a la democracia deben orientar sus miradas; y no solo eso, se han erigido también en los supervisores de la salud democrática de los países del mundo. Todo ello, empero, no fue óbice para que en 1800 los norteamericanos pusieran en práctica unas leyes de segregación racial, las de Jim Crow, que sirvieron de inspiración a de las de Núremberg durante el régimen nazi.
Aunque a los americanos se les llene la boca diciendo ser la democracia más avanzada del mundo (recordemos que la democracia como forma de gobierno fue también creación greco-latina, con senado incluido), la triste realidad es que han sido los ases de la desestabilización de muchos estados a lo largo y ancho del mundo.
Tras la farsa que se montaron estos tíos cuando culparon a España del hundimiento de su acorazado USS Maine, y la consiguiente y desigual guerra provocada contra nosotros, la idea de los yanquis, una vez España se hubo marchado de América tras más de 300 años de permanencia en el Nuevo Mundo, era aplicar el axioma del «divide y vencerás» del general latino Julio César; es decir, eliminar todo vestigio de la unión que se forjó durante más de 300 años entre los pueblos americanos y la Madre Patria para enfrentarlos entre ellos y contra nosotros, para echarnos la culpa de su deficiente autogobierno cuando se independizaron y hacer luego con ellos lo que les viniera en gana, algo por lo demás muy propio de las democracias con prosapia. Los yanquis iniciaron su pérfida acción terrorista de estado durante las llamadas «guerras bananeras», interviniendo en muchos países de América Latina a partir de 1898.
Por ejemplo, en 1903 se hicieron con el control de Canal de Panamá, hasta que se vieron obligados a cederlo en el año 2000. El dictador panameño Omar Torrijos falleció en un accidente aéreo en 1981, pero ahora sabemos que fue un acto criminal deliberado perpetrado por agentes estadounidenses en colaboración con Manuel Noriega, quien se puso del lado de los intereses estadounidenses cuando ocupó su lugar en la presidencia.
Los americanos invadieron también Nicaragua en 1912 para hacerse con la construcción del canal nicaragüense. Luego vino una segunda ocupación en 1916 que duraría hasta 1933.
Las tensiones desatadas en Costa Rica entre el gobierno y la oposición, apoyada por la CIA, provocaron una cruenta guerra civil en 1948 que acabó con el gobierno democráticamente elegido de Rafael Ángel Calderón Guardia y puso en su lugar al acólito yanqui José Figueres Ferrer.
El presidente electo de Guatemala, Jacobo Árbenz, fue derrocado durante el golpe de estado respaldado por Estados Unidos de 1954. Esta inestabilidad provocada por los americanos condujo a gobiernos autoritarios y a casi 40 años de guerra civil en Guatemala.
La dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay, que duró 35 años, de 1954 a 1989, fue apoyada sin fisuras por Estados Unidos.
Los norteamericanos estuvieron también detrás del asesinato del dictador de la República Dominicana Rafael Trujillo, gracias a las armas suministradas por la CIA. Esta supuesta acción benéfica, que pretendía favorecer la transición de una dictadura a un régimen democrático, en realidad enmascaraba poner a un corrupto como Juan Bosch, que había estado trabajando en turbios asuntos con la CIA, al frente de la presidencia de la República Dominicana en 1962, aunque sería depuesto al año siguiente, en 1963, cuando les salió rana.
Tras el triunfo de Víctor Raúl Haya de la Torre en las elecciones presidenciales de Perú de 1962, el mandatario fue depuesto por opositores apoyados por la CIA, estableciéndose la dictadura de Ricardo Pérez Godoy. Los gobiernos autoritarios de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos fueron apoyados también por la CIA.
Bajo el pretexto de que Brasil se convirtiera en otra Cuba, los americanos apoyaron el golpe de estado de 1964 contra el socialdemócrata João Goulart.
Los Estados Unidos también organizaron en Bolivia el golpe de estado de 1971 a cargo del general Hugo Banzer, derrocando al gobierno militar de Juan José Torres.
Los norteamericanos, a través de su instrumento favorito, la CIA, favorecieron el golpe de estado chileno de 1973, al que siguió la dictadura militar de Augusto Pinochet respaldada por ellos hasta 1986.
Tras 150 años de gobiernos democráticos en Uruguay, los Estados Unidos desataron en 1973 una dictadura cívico-militar que se alargó hasta 1985.
El asesinato, también en 1973, del presidente del gobierno español Carrero Blanco fue urdido por los americanos, que decidieron poner punto y final a una colaboración de 40 años con un franquismo que tan buenos servicios le había prestado como paraguas occidental contra el comunismo soviético, siendo ejecutado el atentado por una incipiente ETA que con esta acción criminal obtuvo la notoriedad internacional que precisaba.
Fuerzas militares apoyadas con entusiasmo por los yanquis derrocaron a la electa presidenta Isabel Perón durante el golpe de Estado argentino de 1976, iniciando con ello una dictadura militar al mando del general Jorge Rafael Videla caracterizada por la sistemática violación de los derechos humanos.
Tras los primeros comicios democráticos de la historia de Haití, en 1991, el recién elegido presidente Jean-Bertrand Aristide fue depuesto por el ejército gracias a la ayuda norteamericana.
Y así sucesivamente… Pero volvamos de nuevo al pasado. Los romanos eran tolerantes con cualquier religión que se practicara entre sus fronteras, mucho más que los anglicanos de la Edad Media tenían hacia otras confesiones (el anglicanismo fue una vacua religión de Estado contraria a los valores éticos y morales emanados del por ellos odiado catolicismo). Los romanos solo exigían respeto al Estado en la persona de su máximo representante. En palabras de Asimov, «el culto al emperador era un ritual oficial del Estado, designado como una formalidad para unir a todos los ciudadanos del imperio, de otro modo tan diferentes en lengua, costumbres y religión. Era un gesto de unificación equivalente a nuestro saludo a la bandera y al juramento de fidelidad».
Tipificar como delito de odio es lo menos que cabría esperar de los estados soberanos cuando se usurpan sus emblemas institucionales, como, por ejemplo, cuando públicamente alguien quema la enseña nacional; o bien se suena los mocos en ella; o cuando se lanza una pitada en toda regla durante los acordes del himno oficial. España ha sido siempre tan permisiva con estas cosas que ha abrigado en su seno a muchos traidores, amén de una estirpe de perturbados que nunca se sabe bien qué es lo que quieren (aparte de servir a nuestros enemigos de siempre) de este hermoso país que se cuenta entre los diez más tolerantes del mundo. Este cóctel explicaría, junto a nuestra sempiterna ingenuidad, el éxito que tuvo la Leyenda Negra Española urdida por los anglosajones contra nosotros. Pero permitir este ultraje contra la enseña nacional no es ni siquiera lo peor. Es todavía más indigno que estos especímenes critiquen a quien la respeta en público tachándolo, en el mejor de los casos, de fascista, facha o franquista. El trastorno bipolar que sufren estos tipejos (algunos de ellos pertenecientes al Gobierno de España) les lleva a situaciones cuando menos esperpénticas, como cuando reprueban al Jefe del Estado que no reverencie un trozo de metal que supuestamente perteneció a un consumado traidor que estuvo al servicio del Imperio Español. Así de saludable está nuestro nivel democrático.
Bien. Sigamos. Los romanos también organizaron el transcurrir del tiempo, implementando un calendario, el juliano, en honor a Julio César, que con ligeras modificaciones ha llegado hasta nuestros días y del que todo el mundo se vale.
De la misma manera también regularon las horas del día, dividiéndolas en diurnas y en nocturnas, o de vigilia. Para los romanos el día comenzaba como lo tenemos asumido nosotros, con la salida del sol; y el final de la jornada acontecía con la siguiente aparición en el cielo del astro rey. Las horas las medían mediante un reloj solar, instrumento que tenía la virtud de adecuarse tanto a las horas más cortas del invierno como a las más largas del verano. Los romanos les dieron nombre propio a aquellas horas en las que acontecían ciertas manifestaciones naturales: el canto del gallo, la aparición de la aurora, el amanecer, el ocaso del sol, etcétera. Nombraron hora «prima» a la primera del día, la del amanecer, que venía a ser en invierno sobre las siete y media, y en verano un poco antes de las cinco de la mañana. Le seguían la hora secunda, tertia, quarta, quinta, sexta, septima, octava, nona, decima, undecima y duodecima; esta última acontecía sobre las cuatro de la tarde en invierno, y poco más de las seis en verano.
Parcelar el día en doce horas era una división más que conveniente para manejarse bien con los asuntos cotidianos, circunstancia que ya habían descubierto muchos siglos antes los babilonios. Doce decidieron que fueran los signos del zodiaco cuando los pacientes observadores del cielo agruparon las estrellas visibles en constelaciones. Incluso la partición de las cosas en doce fragmentos era más útil que hacerlas en base diez, que es una forma más natural de contar pues diez son los dedos que tenemos en ambas manos o pies, para muchas operaciones cotidianas y comerciales, por lo que doce fueron también los meses que tendría el año; y doce, o seis, que es su divisor, es la cantidad de huevos que tenemos a nuestra disposición en los comercios.
Una hora que revestía mucha importancia para ellos era la hora sexta, que se correspondía con el mediodía o «meridies». Heredamos de ellos esta clasificación horaria, de tal forma que hoy nos valemos de las abreviaturas a.m. o p.m., que significan, respectivamente, «ante meridiem» (antes del mediodía—las horas que van desde la medianoche hasta el mediodía) o «post meridiem» (después del mediodía—las que transcurren desde el mediodía a la medianoche), para precisar la hora con exactitud. Como es natural, si queremos indicar que son exactamente las doce del mediodía nos bastaría indicarlo solo con la m. de «meridies».
El mediodía era el momento en que el sol estaba en lo más alto del cielo, y a esa hora sexta ya habían transcurrido muchas horas de trabajo, por lo que era obligado hacer una pausa para reponer energías con un buen almuerzo. A esta comida, la más importante y copiosa del día, le seguía un descanso que podía cubrir las dos horas siguientes. Este periodo de asueto tras la hora sexta se vino en llamar en su honor «siesta» y fue ampliamente ejercitada por los ciudadanos del Imperio Romano.
La práctica de la siesta, vista hasta hace bien poco por los anglosajones como una característica propia de haraganes, de gentes racialmente inferiores, ha llegado hasta nuestros días en todo esplendor, siendo sus más fieles depositarios los países del sur de Europa y nuestros hermanos de Hispanoamérica. Es una práctica muy extendida también en China, Taiwán, Filipinas, India, Oriente Medio y África del Norte, territorios donde se sintió el influjo español.
Cuando en 1940 Winston Churchill fue nombrado primer ministro para conducir los asuntos de la Segunda Guerra Mundial, el rey Jorge lo recibió en su palacio y le propuso departir con él todos los lunes después del almuerzo. Churchill le dijo al monarca la imposibilidad de reunirse a esa hora, pues tenía que cumplir con el sagrado deber de la siesta. Preguntado por el sorprendido monarca si esa actividad era preceptiva, el bueno de Churchill le dijo que consideraba que era, cuando menos,… necesaria. Por lo que se ve, el primer ministro británico era, en lo que concierne al descanso matutino, una notable rara avis entre sus pares.
La siesta, tan genuinamente española, es una consecuencia biológica del llamamiento que el estómago hace a la sangre del todo organismo cuando hay viandas por digerir en su interior. Como se lleva a cabo en detrimento de la que llega al cerebro, lo más normal del mundo es que al sujeto le acompañe la correspondiente soñolencia. Esta elevada concentración, por demás pasajera, de sangre en el órgano digestivo justificaría un refrán muy nuestro: «El español valiente después de comer frío siente».
También es conocida la peculiar ejecución que de ella hacía nuestro premio Nobel de Literatura Camilo José Cela: «Con pijama, Padrenuestro y orinal»; de donde se desprende que la brevedad no era precisamente su principal característica, como ahora recomiendan los expertos, que insisten en que una siesta de más de 30 minutos puede trastocar el reloj biológico natural y causar insomnio por la noche.
Dicen los que analizan estas cosas que la siesta favorece la memoria y los mecanismos de aprendizaje (¿es posible que la siesta influyera en la genialidad que desataba el cerebro de Einstein, un asiduo practicante a ella?). Siguiendo esta línea de investigación, algunos estudios revelan que las personas con una mayor educación suelen estar más dispuestos a dormir la siesta que los que poseen niveles formativos bajos.
La siesta tiene también la virtud de prolongar la jornada de trabajo hasta altas horas de la noche sin que se acumule fatiga, una evidencia que debieron sufrir en sus carnes los más allegados colaboradores de Churchill, que no se explicaban cómo podía estar trabajando hasta altas horas de la madrugada.
Nadie mejor que un padre sabe de la importancia que reviste para el desarrollo cognitivo de sus hijos la siesta (además de ser una forma de que te dejen un rato tranquilo sirve también para que aparquen a un lado el uso de los modernos dispositivos electrónicos). Aunque se han publicado estudios que alertan de la posibilidad de que esta ancestral costumbre provoque afecciones cardíacas, otra investigación llevada a cabo por la Universidad de Pennsylvania y la Universidad de California, dos de esos lugares que hacen poco suyas las siestas, ha revelado que hay «una conexión entre la siesta del mediodía y una mayor felicidad, autocontrol y ánimo; existen menos problemas de comportamiento, y un cociente intelectual más alto entre los estudiantes adolescentes». Quizá sea eso lo que justifique que el bueno de Sancho, con sus siestas, fuera más feliz, e inteligente, que el amo al que servía, el atormentado, loco e insomne Caballero de la Triste Figura cuando lo acompañaba en sus desventuradas peripecias en el siempre peligroso oficio de la caballería andante.
Que algunas personas son más propensas a dormir la siesta que otras es una obviedad. Son muchas a las que les sienta como un rayo echar una pequeña cabezadita tras la comida despertando en ellos un malhumor, un dolor de cabeza y el consiguiente insomnio nocturno que además tienen que soportar sus más allegados.
Por el contrario, si usted se cuenta entre los que gozan de este placer sin mesura y de manera habitual, sin que su práctica le convierta en un noctámbulo, sepa que puede tenerse por un verdadero afortunado; porque otro estudio, esta vez realizado por investigadores del Hospital General de Massachusetts, y publicado en la revista Nature, ha puesto de relieve variaciones genéticas asociadas con la siesta. El estudio identificó hasta un centenar de regiones en el genoma humano relacionadas con dormir durante el día. O sea, que esta actividad, como otras muchas cosas de nuestro comportamiento, tiene un origen genético.
Así que si es usted uno de los que le sienta como Dios dormir la reparadora siesta puede que sea un descendiente directo de aquellos españoles excepcionales que pusieron los cimientos de la civilización moderna occidental y que tanto bien hicieron a la humanidad, miembros de un imperio donde nunca se ponía el sol y que tenían a la siesta por el periodo más importante del día, tras la hora sexta.
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