El joven rey descansa en el frondoso jardín de palacio, sentado en una bella silla de madera dorada cuyas patas terminan en poderosas garras leoninas. Los mullidos cojines que sus sirvientes han dispuesto en ella le proporcionan algo de comodidad. Y es que, a pesar de su juventud, Tutankamón sufre numerosos problemas de salud. De hecho, el joven rey encuentra paz y sosiego en la naturaleza cuando sus responsabilidades de gobierno como faraón de Egipto se lo permiten. Le encanta escuchar el canto de las aves que se posan en los árboles y el rumor del agua de las fuentes y estanques. Además, aquí puede huir por un rato de la constante atención de los cortesanos y disfrutar de la compañía de su joven y amada esposa, su hermanastra la reina Ankhesenamón. Tutankamón sonríe cuando la ve avanzar hacia él, vestida con un vaporoso vestido de lino transparente, que no oculta el incipiente y feliz abultamiento de su vientre, y llevando en sus manos un pequeño recipiente. La joven se acerca y amorosamente aplica el aromático ungüento en los brazos de su esposo. El faraón cierra los ojos y se deja llevar por la agradable sensación. Ojalá este momento pudiera perdurar para siempre… No sabemos si la escena que aquí se describe tuvo lugar en algún momento, pero podría ser muy real. Por lo menos así parecen afirmarlo los hermosos relieves que decoran una pequeña capilla dorada descubierta en la Antecámara de la tumba del faraón, que muestran a la pareja real en actitudes de intimidad muy similares. También los jóvenes aparecen en la escena de una delicada arqueta taraceada, en la que Ankhesenamón ofrece flores de loto a su esposo. Lo mismo ocurre con el respaldo del famoso trono dorado de Tutankamón, hallado bajo un lecho funerario, también en la Antecámara, donde se representa justamente la escena descrita más arriba. Todas estas imágenes nos muestran a una joven pareja profundamente enamorada. Pero ¿en realidad fue así? Escena del santuario dorado de Tutankamón que lo muestra a él y a su esposa, la reina Ankhesenamón. Sabemos que los matrimonios reales no se llevaban a cabo por amor, sino por intereses políticos y dinásticos. Como hemos visto, Tutankamón y Ankhesenamón eran hermanastros, hijos del mismo padre, el faraón hereje Akhenatón. Cuando accedió al trono de las Dos Tierras, Tutankamón restauró de nuevo el culto a Amón y regresó a la ortodoxia que imperaba antes del convulso reinado de su padre. Todo ello se narra en la llamada Estela de la Restauración, que fue usurpada años después por otro faraón, Horemheb. Con todo, se esperaba que la joven pareja tuviera un largo reinado y proporcionara una descendencia que garantizase la sucesión dinástica. Pero sabemos que eso no sucedió. Tutankamón falleció a los 19 años, tras unos diez en el trono, sin descendencia. La feliz y próspera vida de la que debería haber disfrutado se truncó de repente. Tutankamón fue sucedido por Ay, y este por Horemheb. Y ¿qué pasó con la joven viuda, Ankhesenamón? Pues, al parecer, tras casarse con Ay, a la muerte de este su pista se pierde en los vericuetos de la historia… Pero antes de todo ello tuvo que asistir a los funerales de su hermano y esposo, enterrado en una pequeña tumba en el Valle de los Reyes que quedó oculta bajo las arenas del desierto y que sería descubierta milenios después, el 4 de noviembre de 1922, por Howard Carter. El nombre de un faraón prácticamente olvidado volvió a la vida gracias a los maravillosos tesoros que le acompañaron en su viaje al reino de Osiris. De hecho, gracias a ellos podemos responder algunas incógnitas, o, en todo caso, hacer ciertas especulaciones. Como hemos visto, Tutankamón murió sin descendencia, pero eso no quiere decir que no tuviese hijos. De hecho, Carter descubrió en la tumba dos pequeños féretros que contenían dos fetos femeninos momificados. El arqueólogo les asignó dos números identificativos: 317a y 317b. Estos fetos fueron sometidos a estudios de ADN en 2008, y los resultados revelaron que, en efecto, su padre fue Tutankamón. Ambos presentaban algunas anomalías genéticas y deformidades, casi con toda seguridad causadas por la endogamia recurrente en su familia. Seguramente, el hecho de que la familia real egipcia primara los matrimonios entre hermanos contribuyó tanto a la mala salud del propio Tutankamón como a su falta de descendencia viable. En cuanto a la cuestión planteada más arriba sobre si, como parecen mostrar algunas de las imágenes procedentes del ajuar funerario del faraón, la pareja real se amaba de verdad, es muy difícil afirmar nada concluyente al respecto, aunque sí existe algo que tal vez pueda, si no arrojar algo de luz, sí alimentar la idea de que no tuvo porque no ser así. Y es que cuando Carter consiguió trabajosamente abrir el gran sarcófago de cuarcita del rey y contempló el segundo de los ataúdes que ocultaban y protegían la momia de Tutankamón vio algo que, entre tantos tesoros abrumadores, daba un toque de humanidad a aquel emocionante momento: dispuesta sobre el magnífico féretro de madera dorada yacía una marchita guirnalda de flores que alguien depositó allí como una sencilla ofrenda de despedida milenios atrás. Este descubrimiento despertó la imaginación del adusto egiptólogo, que se dejó llevar por la emoción. De hecho, sus palabras no pueden ser más elocuentes y, si estamos dispuestos a creer en ello, responden a la pregunta que nos hemos planteado antes: "El detalle más emocionante por su simplicidad era la minúscula corona de flores… y, según gustamos de imaginar, la última ofrenda de despedida de la joven reina viuda a su esposo… Entre todo aquel regio esplendor y aquella magnificencia (había oro por todas partes) no había nada tan hermoso como aquellas flores marchitas que aún conservaban un toque de color. Ellas eran testigos de lo poco que realmente son 3.300 años y de la poca distancia que hay entre el ayer y el mañana. De hecho, aquel toque de realismo hermanaba aquella antigua civilización con la nuestra". ---- Además, este mes de diciembre ya puedes encontrar en nuestra tienda la nueva agenda de National Geographic España. 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