La historia de Werner Kleeman, que así se llama nuestro protagonista, transita por un mismo camino pero con direcciones opuestas: primero, la historia del adolescente judío en la Alemania de la década de 1930 que, tras haber sido recluido en el campo de Dachau, escapa por poco del Holocausto y, la segunda, la historia del soldado que desembarca en Normandía el «Día D» (6 de junio de 1944) como soldado del ejército de EEUU, atraviesa Europa combatiendo y regresa a su pueblo natal en Alemania para detener a los nazis que le habían perseguido a él y a su familia.
Kleeman fue el tercero de cinco hijos de un prestigioso comerciante de grano en la aldea bávara de Gaukoenigshofen. Era un colegial cuando Hitler llegó al poder en enero de 1933. A los 14 años fue expulsado de la escuela en virtud de las leyes raciales nazis, que negaban la educación a los judíos. En 1936, la empresa familiar tuvo que cerrar al prohibirse hacer negocios con los judíos. De la noche a la mañana, la familia Kleeman estaba en la ruina. Werner y sus hermanos mayores, Theo y Sigfried, comenzaron a buscar la forma de salir de Alemania. Theo consiguió emigrar a Palestina, mientras que Sigfried fue al consulado estadounidense en Stuttgart para solicitar una visa para ingresar a los Estados Unidos, operación que repitió Werner cuando cumplió los 16. Para recibir una visa de empleo para trabajar en los Estados Unidos, se necesita que un empleador estadounidense solicite al gobierno una visa a nombre del trabajador y que “patrocine” su viaje a los Estados Unidos, y de eso se iba a encargar un primo lejano de Nebraska. La tarde del 9 de noviembre de 1938, después de haber sido informado de la aprobación de la visa de Sigfried, éste y Werner volvieron a Stuttgart. Al salir del consulado, los hermanos se vieron sorprendidos por bandas de nazis patrullando las calles y merodeando alrededor de los negocios, las casas y las sinagogas judías. Esa noche se conocerá como la noche de los cristales rotos, cuando miles de judíos de toda Alemania y Austria fueron detenidos e internados en campos de concentración; otros fueron golpeados hasta la muerte; más de 1.500 sinagogas, tiendas negocios y almacenes judíos fueron destruidos. Era el paso previo para el inicio del Holocausto.
Los hermanos consiguieron escapar de aquella cacería y se refugiaron en una casa abandonada hasta la mañana siguiente. Con la visa aprobada, decidieron que lo mejor sería que Siegfried saliese del país y que Werner volviese a su casa para ver cómo estaban las cosas por allí después de todo lo ocurrido. Todos los judíos del pueblo, incluida toda su familia, habían sido detenidos. Mientras inspeccionaba todos los destrozos que había sufrido su casa, un vecino del pueblo, miembro del partido nazi, lo reconoció y lo arrestó. Fue llevado a la cárcel de una localidad cercana y, a las pocas semanas, lo sacaban de allí y lo subían a un autobús con destino al campo de concentración de Dachau. En enero de 1939, y gracias a la aprobación de la visa que había tramitado meses antes en Stuttgart, lo liberaron y pudo salir del país rumbo a los Estados Unidos, donde llegaría en noviembre de 1940 después de un periplo europeo.
Wermer Kleeman no podía olvidar el horror vivido en Alemania, así que hizo la firme promesa de volver a su país. Con este pensamiento en su cabeza, en julio de 1942 se alistó en el ejército norteamericano como intérprete y soldado de la Cuarta División motorizada, desembarcando en Normandía la noche del 6 de junio de 1944 en la segunda oleada de la playa de Utah. Combatió a través de Francia y Bélgica, y el 12 de septiembre de 1944 cruzó la frontera alemana. Tras meses de combate, pocos días después de la rendición de Alemania (mayo de 1945) regresó por fin a su aldea. Casas abandonadas, saqueadas, apenas gente por las calles y, según le comentó un vecino, nada se había vuelto a saber de los judíos deportados. Estuvo rebuscando entre las ruinas de su antigua casa intentando recuperar algún objeto sin valor para los expoliadores pero con valor sentimental para él. De repente, desde el interior de la casa, a través de la ventana, vio al hombre que lo había arrestado y, a pesar de que era él el que tenía el arma y estaba en el equipo ganador, un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo y lo dejó paralizado. Hasta unos minutos después no reaccionó. Se tranquilizó, salió a la calle y decidió abandonar aquel lugar maldito para él y para los suyos. Para su sorpresa, porque paseaban tranquilamente como si no hubiese pasado nada, se cruzó con algunos más de aquellos miserables que, cuando los nazis llegaron al poder, se quitaron la careta que ocultaba su antisemitismo. Eso fue la gota que colmó el vaso y lo que le hizo armarse de valor. Estaba listo para «impartir justicia». Abandonó el pueblo y a las pocas horas regresó con su oficial y varios soldados de su unidad. Fueron arrestando uno a uno a todos los miembros del partido o colaboradores nazis, hasta que solo quedaba uno. Uno que Wermer quería arrestar él solo. Y así lo hizo, desenfundó su pistola y fue a la casa de aquel individuo. No hizo falta que dijese nada, los dos sabían qué significaba aquel encuentro.
No fue venganza, fue justicia
Son palabras del propio Werner Kleeman, que publicó enn 2007 el libro «De Dachau al Día D«, en el que refleja sus recuerdos y excepcional historia que, hasta entonces, había permanecido en silencio.
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