En un principio, el shogun era un cargo o título militar sin contenido político que concedía el emperador con carácter excepcional para dirigir expediciones de castigo contra tribus enemigas. Con el tiempo y unos sakes, el shogun acabó asumiendo también labores de gobierno, hasta llegar a ser sinónimo de soberano absoluto del país. Fue Minamoto Yoritomo quien, en 1192, culminó este proceso al nombrarse shogun y asumir el control total del gobierno de Japón, poniendo a los samuráis, surgidos hacia el siglo IX, en lo más alto del escalafón político y social. Desde entonces, y hasta el derrocamiento del régimen feudal en 1868, la casta samurái, a través de tres grandes dinastías, los Minamoto (1192-1333), los Ashikaga (1336-1573) y los Tokugawa (1603-1868), va a regir los designios de Japón y a ocupar la cúspide de la pirámide social, quedando la figura del emperador en un papel meramente testimonial.
El tercer shogun Tokugawa, Iemitsu, promulgó en la década de 1630 una serie de edictos para expulsar a los europeos de suelo japonés y limitar la influencia extranjera en el país (sakoku, literalmente “país cerrado“). En la práctica, Japón iba a quedar totalmente aislado del mundo exterior durante dos siglos y medio. Estaba prohibido, so pena de muerte, que ningún súbdito japonés saliera del país, y ningún extranjero podía tampoco entrar en él. Además de recibir algunas embajadas chinas y coreanas de manera muy esporádica, solo se permitía una excepción a esta ley. El único reducto en el que se toleraba presencia europea era la minúscula isla de Dejima, en Nagasaki, donde una pequeña factoría holandesa se dedicaba al comercio siempre sometida al férreo control de las autoridades. ¿Por qué los holandeses tenían este trato de favor? Pues por «culpa» del británico William Adams.
A principios del siglo XVII el dominio ibérico (España y Portugal) de los mares era indiscutible, pero otras potencias empezaban a desafiar esa autoridad. A las incursiones corsarias de los ingleses en el Atlántico y los avances holandeses en el Índico pronto siguieron otras empresas más ambiciosas. Así, en 1598 una expedición fletada por una empresa de mercaderes de Rotterdam se propuso alcanzar el Pacífico siguiendo la misma ruta de los españoles y, con suerte, llegar a puertos de China y Japón. Una empresa de lo más arriesgada, pues a los peligros de la mar había que sumar el férreo control que la armada de los Austrias ejercía en aquellas aguas.
Año y medio después de zarpar, entre tormentas y otros avatares, las naves holandesas acabaron dispersas o en el fondo del océano. Pero, contra todo pronóstico, una de las ellas, el Liefde, consiguió llegar a su destino. Haciendo aguas por los cuatro costados y habiendo perdido a las tres cuartas partes de su tripulación por el camino, la deriva la arrastró a las costas de Bungo, al norte de la isla de Kyushu. Era el 12 de abril de 1600. Si bien el barco era holandés, el piloto, William Adams, era súbdito inglés. Cuando los jesuitas portugueses se enteraron de la llegada de aquella especie de quinta columna luterana, amenazando con echar abajo el emporio comercial y religioso por el que habían trabajado los últimos 50 años, advirtieron a las autoridades japonesas que era un buque pirata y, por tanto, debían destruirlo y a sus tripulantes ahorcarlos. Ante este panorama, poco se podía imaginar Adams que, en pocos años, iba a convertirse en una de las figuras más destacadas de la incipiente comunidad extranjera en Japón.
Adams era un tipo apañado, con recursos y con más mili que Cascorro, que supo caer en gracia a Ieyasu, por aquel entonces daimyo (una especie de señor feudal) y futuro shogun fundador de la dinastía Tokugawa. El propio Adams se lo contó después a su esposa en una de sus cartas:
Me presenté ante el rey y le caí bien […] Me habló por señas, algunas de las cuales entendí pero otras no. Al final vino alguien que hablaba portugués. Por medio del traductor el rey me preguntó de qué país era y qué nos había impulsado a viajar tan lejos. Le dije el nombre de nuestro país y que desde hacía mucho tiempo intentaba llegar a las Indias Orientales, y que deseaba conseguir la amistad de los gobernantes japoneses y otras personas importantes con el objeto de poder desarrollar intercambios comerciales, sobre todo de los productos que existían en nuestro país y que Japón no tenía. Me preguntó entonces si en nuestro país había guerras, le respondí que sí, con los españoles y con los portugueses y que estábamos en paz con el resto de naciones. Además me preguntó en qué creíamos y le dije que en Dios, que hizo el cielo y la tierra. Me preguntó por otras cuestiones ajenas a la religión, incluso sobre el modo en que habíamos conseguido llegar a su país. Le expliqué que tenía un mapa de todo el mundo, se lo enseñé y le indiqué cómo habíamos llegado a través del Estrecho de Magallanes. […] Así, hablando de unas cosas y de otras estuve con él hasta la medianoche…
A fuerza de estar en el momento y lugar oportunos, sabiendo jugar sus cartas y haciendo las veces de intérprete, armador y de experto navegante, supo ganarse la confianza de los Tokugawa hasta el punto de convertirse en consejero e incluso amigo personal de Ieyasu, que lo hizo vasallo directo de la casa Tokugawa con el nombre de Miura Anjin. Técnicamente, eso lo convierte en el primer samurái de origen extranjero del que se tiene noticia. Gracias a su posición de privilegio y de influencia con Ieyasu, ya como shogun, en 1605 consiguió una carta de invitación para comerciar dirigida a la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales (Vereenigde Oostindische Compagnie o VOC), creada en 1602 en los Países Bajos. Fue una de las primeras grandes corporaciones multinacionales -se disputaría el primer lugar con la Compañía Británica de las Indias Orientales- con el objetivo fundacional de controlar el comercio con Asia. En realidad, fue algo más que una gran empresa multinacional, porque, a pesar de que el capital accionarial se aportó por inversores privados (como los mercaderes de Rotterdam que financiaron su expedición), estaba dotada de competencias similares a las de un Estado, como la potestad de declarar la guerra, acuñar moneda, organizar colonias o firmar tratados. El caso es que el shogun acabó ofreciendo derecho de libre comercio a la VOC, mientras que restringió el comercio portugués a la ciudad de Nagasaki. No está nada mal para un corsario que había llegado a Japón como náufrago en un navío destartalado.
Si a todo esto añadimos que los holandeses no perseguían fines religiosos, sino solo comerciales, tenemos la explicación de que, cuando los Tokugawa se hartaron de los cristianos -que no paraban de tocar las narices con la evangelización- y comenzaron a aplicar métodos expeditivos contra los cristianos y a expulsar a los occidentales, solo los holandeses fuesen autorizados a permanecer en Japón. El shogun Iemitsu proclamó en 1639 la expulsión de todos los extranjeros de Japón y el cierre de sus fronteras. Desde ese momento ningún japonés podía salir del país ni mantener ningún contacto con foráneos, y ningún extranjero podía entrar. El castigo al incumplimiento de este decreto era la pena de muerte. Excepto, como hemos dicho, los holandeses que podían hacerlo bajo estrictas condiciones. Concretamente, fueron confinados a partir de 1641 en Dejima, una isla artificial construida en la bahía de Nagasaki cinco años antes con el fin de albergar a los portugueses. En forma de abanico abierto, de sólo ciento veinte metros de largo por setenta y cinco de ancho, estaba rodeada por una valla de madera, custodiada por soldados las 24 horas del día y comunicada con Nagasaki a través de un puente. Para llegar al embarcadero de Dejima, donde se recibían los productos transportados por los barcos holandeses o se cargaban aquellos procedentes de Japón, había que atravesar una gran puerta vigilada en todo momento. A pesar de que los gastos originados por el mantenimiento de la isla tenían que ser asumidos por la VOC, incluyendo los más de doscientos funcionarios japoneses necesarios para su vigilancia, suministro y traducciones, los beneficios para la compañía eran altísimos debido al disfrute del monopolio del comercio entre el país y Europa. La isla de Dejima se convirtió en la única vía de contacto entre Japón y el resto del mundo, y cada vez que un barco holandés llegaba a puerto se esperaba que el capitán trajera noticias “del exterior”.
El aislamiento de más de dos siglos terminó abruptamente en 1853, cuando una moderna flota de barcos de guerra de la marina de EE.UU., al mando del comodoro Perry, se plantó en la bahía de Edo (actual Tokio) con una demanda en firme al gobierno japonés: tenían que abrir sus puertos a las potencias extranjeras. Sólo quince años después de la llegada de Perry a Edo el shogunato Tokugawa tocaba a su fin y se producía la Restauración Meiji: el emperador volvía a ponerse al frente del gobierno después de casi 800 años, y acaba de facto con la Edad Media en Japón.
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