«La canción de amor, y de desamor, es uno de los más comunes y apreciados géneros en el invalorable arte de la composición musical»
“Puedo ponerme cursi y decir que tus labios me saben igual, que los labios que beso en mis sueños. Puedo ponerme triste y decir que me basta con ser tu enemigo, tu todo, tu esclavo, tu fiebre, tu dueño. Y si quieres también, puedo ser tu estación y tu tren; tu mal y tu bien, tu pan y tu vino. Tu pecado, tu Dios, tu asesino”. (“A la orilla de la chimenea”. Joaquín Sabina).
No sé si a ustedes también les pasará, pero a mí, el arte que más consigue removerme la conciencia, el que con mayor frecuencia despierta mis sentimientos, es, sin duda alguna, la música. La literatura por supuesto, también causa un efecto similar, pero digamos que lo hace de una forma sosegada, incitando a la reflexión, mientras la música despierta el sentimiento urgente, irreflexivo, aquel que anida en nuestra alma pero no podemos definir. Quizá sea por eso que la canción de amor, y de desamor, es uno de los más comunes y apreciados géneros en el invalorable arte de la composición musical.
El amor es, sin duda, el sentimiento más extremo que puede darse entre dos seres humanos, muy por encima de otros que, aunque poderosos, nunca pueden alcanzar semejante intensidad. Es verdad que se puede odiar con vehemencia, pero nunca tanto como se puede amar. Y no estoy refiriéndome únicamente a amor romántico. Hay muchos tipos de amor y, todos ellos, han sabido encontrar su expresión a través de las canciones.
“Agárrate fuerte a mí, María. Agárrate fuerte a mí, que esta noche es la más fría, y no consigo dormir. Agárrate fuerte a mí, María, agárrate fuerte a mí, que tengo miedo y no tengo a donde ir”. (“Agárrate a mí, María”. Enrique Urquijo).
Esta estrofa de la canción que Enrique Urquijo, alquimista de la tristeza y la ternura, le dedicó a su hija María, define bien el sentimiento de apego y la necesidad de amor correspondido que los padres sentimos por nuestros hijos. Quizá el más cruel de los amores, pues casi nunca es correspondido en la medida que sería justa, por su propia naturaleza, la de quien ha entregado la vida al otro sin esperar nada a cambio, salvo su felicidad.
Es verdad que también se ha reflejado, en este mundo onírico de las canciones, el amor de los hijos hacia sus padres, pero no es menos cierto que este amor suele despertarse en la madurez, cuando empezamos a ser conscientes de que todo aquello que dábamos por normal, muchas veces se forjó sobre grandes sacrificios.
“Esos tus cabellos blancos, bonitos. Ese hablar cansado, profundo, que me lee todo lo escrito y me enseña tanto del mundo. Esos pasos lentos de ahora, caminando siempre conmigo, ya corrieron tanto en la vida, mi querido, mi viejo, mi amigo”. (“Mi querido, mi viejo, mi amigo”. Roberto Carlos).
O aquellas canciones que, sin estar específicamente dedicadas a alguien, para cada uno pueden tener un significado, como me ocurre a mí con esta canción, que siempre, indefectiblemente, me hace pensar en mi madre.
“No estarás sola, vendrán a buscarte batallones de soldados, que a tu guerrilla de paz se han enrolado. Y yo en primera fila de combate cavando trincheras para protegernos, mi guerrillera”. (“No estarás sola”. Ismael Serrano).
Así pues, el amor ha sido, es y será fuente de inspiración, así como el desamor, que también ha inspirado canciones memorables.
“Hace demasiados meses, que mis payasadas no provocan tus ganas de reír. No es que ya no te interese, pero el tiempo de los besos y el sudor, es la hora de dormir. Duele verte removiendo la cajita de cenizas que el placer tras de sí dejó. Mal y tarde estoy cumpliendo, la palabra que te di cuando juré, escribirte una canción”. (“Amor se llama el juego”. Joaquín Sabina).
“Lo noto. Me lo dicen tus ojos, y esos besos tan flojos, que dejan un sabor amargo y roto. Aunque tu me lo niegues, no queda más que nieve, donde hubo calor y yo lo noto. Puedo ser un cabrón pero no un tonto, y lo noto”. (“Lo noto”. David Summers).
Aunque es cierto que, como en la vida, prevalece el amor. Incluso el amor fraternal se ha tratado en muchas ocasiones y ha sido objeto de numerosas composiciones, como en esta bellísima canción titulada “cada día” que Álvaro Urquijo le dedica a su hermano Enrique tras su temprana desaparición: “Recuerdo cuando solíamos reír, hablando del futuro y porvenir. Pero se paró el tiempo y tu imagen sigue aquí. Cada día es más largo, sin ti. Sentado sobre las ruinas de un fortín, castillo que en el aire construí; que se llevó el viento que vuela junto a mí, cada día que paso, sin ti”.
El amor es, por tanto, el sentimiento que ha de mover nuestra alma, que ha de dirigir nuestro camino, motivo suficiente para seguir luchando y fuente de inspiración en la vida y en el arte. Además, al final, ¿Qué nos queda? Solo nos queda el amor.
“Esto no puede ser no más que una canción. Quisiera fuera una declaración de amor. Romántica sin reparar en formas tales, que ponga un freno a lo que siento ahora a raudales”. (Pablo Milanés).
Así pues, al igual que lo que nos alimenta nos mata, el amor, que nos libera, nos ata, pero esas ataduras son el soporte que nos mantiene en pie y, en la mayoría de los casos, moderadamente cuerdos.
“A trabajos forzados me condena, mi corazón, del que te di la llave. No quiero yo tormento que se acabe, y de acero reclamo mi cadena. No concibe mi alma mayor pena, que libertad sin beso que la trabe. Ni castigo concibe, menos grave, que una celda de amor, contigo llena.
No creo en más infierno que tu ausencia. Paraíso sin ti, yo lo rechazo. Que ningún juez declare mi inocencia.
Porque en este proceso a largo plazo, buscaré solamente la sentencia, a cadena perpetua de tu abrazo. A cadena perpetua, perpetua de tu abrazo”. (“A trabajos forzados”. Antonio Gala/Antonio Vega).
Si no tengo amor, no soy nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario