domingo, 6 de marzo de 2022

Animales, hombres y dioses. Josep Maria Casals.

 

Jueves 24 de febrero de 2022
Josep Maria Casals
Josep Maria Casals
Director de Historia National Geographic

Animales, hombres y dioses

Vivía una existencia relajada, posiblemente mejor que la de muchos egipcios. Cuando no era llevado en procesión o protagonizaba ceremonias decisivas para el reino (como su paseo ritual junto al faraón en el festival Heb Seddescansaba en su templo, rodeado de comodidades, atendido por numerosos servidores, alimentado generosamente y con un harén a su disposición. Un harén de vacas. El toro Apis, manifestación del dios Ptah, era venerado por los egipcios, que, además, le consultaban. Sus oráculos eran famosos y gozaban de amplia reputación. Como Apis carecía del don de la palabra a pesar de ser una divinidad, sus respuestas positivas o negativas se manifestaban cruzando una u otra puerta, aceptando comida o rechazándola… El único punto oscuro de esa plácida existencia era que, al parecer, cuando llegaba a los veinticinco años ya había perdido el don de la fertilidad, por lo que era ahogado y sustituido por un nuevo Apis.

El toro Apis –que no era el único toro venerado por los egipcios, como nos recuerda la egiptóloga Salima Ikram, autora del artículo que le dedicamos este mes en la revista– es un eslabón más en una cadena milenaria de culto al toro, animal admirado, temido y adorado en un vasto espacio que incluye el Mediterráneo y el mundo mesopotámico e iranio (por no hablar de la más lejana Asia). El toro es el animal de mayor tamaño en este inmenso ámbito geográfico y cultural, una cualidad a la que une otras dos: su bravura y su inteligencia. Sólo el león podía parangonarse con él en cuanto a fiereza y valor, de manera que no es extraño que la caza del león manifestara el poder del cazador: si Heracles mató al temible león de Nemea y se vistió con su piel, los reyes asirios y los soberanos persas dieron cuenta en espléndidos relieves de las cacerías de leones, que realzaban su majestad y mostraban ostensiblemente su dominio sobre la naturaleza, es decir, sobre el caos. Estos magníficos animales atravesaron las eras históricas hasta la década de 1930, cuando los últimos ejemplares fueron abatidos en Irán. Pero a diferencia del león, exterminado al cabo de milenios de cacerías, el toro fue domesticado y su poder puesto al servicio del hombre, que seguía temiendo su mirada inyectada en sangre y su fiera embestida, y rindiéndose ante su capacidad de generación. 

En efecto, el vigor físico y el potencial genésico del toro lo convirtieron en el animal con el que se identificaban los reyes, en símbolo de los dioses y en objeto de dilatados cultos a la fertilidad –en Persia se comparaba el esperma del toro celeste con la lluvia que hacía fructificar la tierra–. Con ello, los atributos de este animal se asociaron a monarcas y a divinidades. No es extraño que en la impresionante estela del rey acadio Naram-Sin, tallada hace casi 4.300 años, el soberano aparezca tocado con un casco o una tiara provista de amenazantes cuernos de toro mientras pisotea a sus enemigos al frente de sus tropas, en tanto que, allá en lo alto, los dioses en forma de astros velan por él. Un aura de sacra majestad y de terror envuelve al rey, bravo y poderoso como el toro.

Del mismo modo, “Toro poderoso” era un epíteto de los faraones, entre cuyos atributos figuraba la cola de este bóvido, que en determinadas ocasiones llevaban atada a su cintura y les confería la fuerza del animal. Así aparece representado en la Paleta de Narmer el soberano a quien se atribuye la unificación de Egipto hace 5.000 años. Esta pieza constituye el documento más antiguo que muestra la imagen de un faraón en el trance de aplastar con una maza la cabeza de un enemigo y a un rey de Egipto con su mágica cola de toro. Del mismo modo, la carrera ritual del soberano junto al toro Apis en el festival Heb Sed servía para regenerar las fuerzas del faraón, a quien este animal sagrado transfería su vigor mediante esta ceremonia. Las representaciones de Naram-Sin y Narmer son hitos espectaculares en la antiquísima asociación entre la realeza y el toro.

Igualmente arcaica es la relación entre el toro y la divinidad. En el Próximo Oriente, los dioses adoptaron en ocasiones la forma de este animal, lo convirtieron en su avatar o se distinguían de los simples seres humanos en las representaciones plásticas porque sobre su cabeza llevaban una tiara hecha con cuernos de toro (cuernos que en la Estela de Naram-Sin consagran el aura divina del monarca). La mitología griega no renunció a esta conexión: Zeus, el dios supremo, toma la forma de toro para raptar a la joven princesa fenicia Europa. ¿Es un azar que el dios que maneja el rayo se convierta en toro, animal cuyo potente bramido se asocia al trueno? El insaciable apetito sexual de Zeus también lo llevó a perseguir a Ío, princesa de Argos, a quien la celosa esposa del dios, Hera, convirtió en vaca, martirizándola con un tábano que la picaba sin compasión. Huyendo de aquel suplicio, Ío llegó a Egipto, donde nació Épafo, el hijo que había concebido de Zeus. Y Épafo es otro de los nombres de Apis

¿Y cómo no recordar aquí el becerro de oro que, según el libro bíblico del Éxodo, los israelitas modelaron con sus joyas mientras Moisés se encontraba en el monte Sinaí, donde Yahvé le entregó las tablas de la Ley? El becerro, al que los hebreos ofrecieron holocaustos entre cantos y danzas, posiblemente se relaciona con Baal, dios de las tormentas, de quien el toro era símbolo. Cuando Moisés contempló el espectáculo, rompió las tablas de la Ley y prendió fuego al becerro. Miguel Ángel captó en su Moisés aquella mirada, furiosa y contenida a un tiempo, según interpreta Freud el movimiento de la estatua sedente. La podremos contemplar en primerísimo plano, pues con esta imagen abrimos el artículo que dedicamos en la revista a los últimos treinta años del genio, su época gloriosa en Roma.

La asociación del toro con las fuerzas cósmicas y con los mundos invisibles podía resultar de lo más infortunada para el animal. De la Creta minoica –la cultura que constituye el vínculo entre Grecia y el mundo egipcio y oriental–, volcada en el culto al toro, como atestiguan esculturas, pinturas y todo tipo de objetos con su efigie, nos ha llegado su representación atado y agonizante en el sarcófago de Hagia Tríada. Era sacrificado en honor del difunto, como lo prueba la cabeza de toro que en 1965 apareció en el tholos de Arkanes, durante la excavación de su tumba. ¿Sacrificaban acaso los minoicos a los toros con la famosa labrys, el hacha de doble filo tantas veces representada en el recinto minoico de Cnosos?

Unas páginas más allá del artículo que dedicamos al toro Apis encontrarán otro sobre los reyes etruscos de Roma. El pueblo romano expulsó al último de ellos, pero conservó su veneración por las artes adivinatorias etruscas, en especial por la aruspicina, la adivinación a través de las entrañas de animales sacrificados. Los toros “interrogados” por los etruscos eran, pues, menos afortunados que sus parientes egipcios, ya que no sobrevivían a la consulta. Sin embargo, todos ellos nos hablan de un tiempo que hoy nos resulta difícil de imaginar: un tiempo en el que dioses y hombres se comunicaban a través de los animales, en el que cielo y tierra estaban íntimamente unidos, y en el que la naturaleza tenía una dimensión sagrada de la que hoy la hemos despojado, olvidándonos de que formamos parte de ella. 

    Y con ello hemos perdido, por ejemplo, el hilo de las conexiones cósmicas que unían los cielos y la tierra. Baste como ejemplo lo que señalaba Pedro Azara (arquitecto y profesor de Estética) en un interesante texto escrito para el catálogo de la exposición Toros. Imagen y culto en el Mediterráneo antiguo, celebrada en Barcelona en 2002-2003. Observaba que seis mil años atrás, los días 10 de febrero, 15 de mayo, 11 de agosto y 24 de noviembre eran fechas cruciales del calendario agrícola. Se trataba de los equinoccios de primavera y otoño y de los solsticios de verano e invierno, en los que las constelaciones de Tauro (con las Pléyades, sus estrellas más brillantes) y Leo ocupaban posiciones inversas en la bóveda celeste. Así, el 10 de febrero Tauro se esfumaba tras el horizonte y Leo alcanzaba la posición más alta (fenómeno que hoy se produce más tarde): el triunfo del león sobre el toro señalaba el momento de arar y sembrar. “El sacrificio del toro fertilizaba la tierra”. Tres meses después, con el equinoccio de primavera, era Tauro quien despuntaba mientras Leo declinaba; los cereales brotaban. De esta manera, “los cuatro momentos fundamentales del ciclo agrícola (los días de la siembra, del despuntar de los primeros brotes, de la siega y de la preparación de la tierra estaban anunciados y regidos por los desplazamientos opuestos del toro y el león estelares”. El mismo autor señala también que la pugna entre el león y el toro no se limitaría a esta lectura astrológica: también cabría adjudicarle un significado cósmico. En Persépolis, el corazón del Imperio persa, los relieves de la lucha entre el león que clava sus colmillos y sus zarpas en un toro derrotado se podrían entender como el sacrificio del toro cuya sangre, vertida sobre la tierra, la fertiliza.

Podemos intentar comprender el significado del toro en esos mundos desvanecidos, pero nada puede hacer que experimentemos el temor y el temblor que nuestros antepasados sentían ante aquel animal inmenso, imponente, mortal en su acometida y generoso cuando desdeñaba embestir a los débiles humanos. En los dos magníficos y enormes uros pintados en la cueva francesa de Lascaux, en Francia, hace 18.000 años, se advierte el íntimo conocimiento que de aquellos seres majestuosos tenían los artistas prehistóricos, como también se percibe la reverencia con que los plasmaron en las paredes de la sala de los Toros, que debe su nombre a esos animales hoy extintos. En 1627 murió en Polonia una hembra que era el último ejemplar de uro, el toro salvaje europeo que durante más de 300.000 años había reinado sobre el continente. Quien quiera hacerse una idea de las dimensiones de este animal –aunque ni por asomo podrá captar el formidable aspecto que le daban su pelaje negro y su terrible mirada– tendrá que acudir al Museo Nacional de Dinamarca, en Copenhague, donde se muestra la osamenta de un uro de hace 10.000 años, recuperada durante unas excavaciones: sus casi dos metros de altura y mil kilos de peso lo dicen todo. Afortunadamente, su espíritu vivirá para siempre en la acogedora penumbra de Lascaux.

¡Hasta la semana que viene!

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