Son fiestas tan señaladas, necesitamos de acción,
queremos tener la fuerza, nos falta la decisión.
Las invasiones remontan a tiempos que no vivimos
Se quedarán en la historia, nosotros somos testigos
Comienza la Dinastía de David en este escrito.
“La Natividad del Señor es una fiesta anual que la Iglesia Católica celebra cada 25 de diciembre para rendir homenaje al nacimiento de Jesús”
La Natividad del Señor es una fiesta anual que la Iglesia Católica celebra cada 25 de diciembre en la que los cristianos rinden homenaje al nacimiento de su líder espiritual, Jesús. De su término latino, «nativitas, nativitatis», que podemos traducir por «el que nace», ha derivado nuestra actual Navidad, periodo que abarca desde la Nochebuena hasta la festividad de los Reyes Magos. Su origen se remonta a los albores de la civilización, aunque en modo alguno tuvo antaño la significación que goza en la actualidad. Bueno será que nos sumerjamos en la Historia Universal para comprender cómo se gestó este excepcional acontecimiento.
Hay una pequeña extensión de tierra que da al mar Mediterráneo situada en el extremo occidental de lo que en tiempos modernos se ha denominado la «Media Luna Fértil», una zona de Oriente Medio que comprende los actuales estados de Siria, Líbano, Israel y Jordania, espacio geográfico que también es conocido desde tiempos pretéritos como «Canaán». Esta parte del mundo, en proporción a su tamaño, ha contribuido más a la moderna civilización occidental que todos los poderosos imperios que la rodeaban: el egipcio, en el valle del Nilo, y el sumerio, entre el Tigris y el Éufrates. Es el lugar donde primero se desarrolló la agricultura y donde florecieron las ciudades más antiguas del mundo, entre las que destaca Jericó, con una antigüedad de casi 10000 años. Es posible que la alfarería y la tejeduría, dos avances tecnológicos del Neolítico que le permitieron al ser humano primitivo cocinar y abrigarse mejor, surgieran aquí. La privilegiada situación de Jericó, situada en medio de los dos poderosos imperios permitió, empero, que sus habitantes comerciaran con ambos y en consecuencia floreció. El nombre mismo de Canaán quizá provenga de una palabra de la lengua de ese antiguo pueblo que significa «comerciante».
Fue en Canaán donde se inventó el alfabeto moderno, y también donde se gestó una religión que, escindida en varias confesiones a lo largo de los siglos, es preponderante en Europa, los Estados Unidos, Sudamérica, Asia occidental y el norte de África: el cristianismo.
Los cananeos que habitaban estas tierras sufrieron durante su larga historia la dominación de los poderosos imperios que en forma de pinza los rodeaban. Nunca, salvo un pequeño periodo de su historia, pudo agruparse como un imperio, ya que sus ciudades-estado, entendidas como entidades independientes y con un aparato militar propio, anduvieron enfrentadas entre sí por intestinas rencillas. Por el 2500 a.C. Canaán era ya un irredento conglomerado de tales ciudades-estado.
Otra ciudad de Canaán, no tan antigua como Jericó y situada al norte, era Biblos. Durante gran parte de su historia se dedicó al comercio con Egipto, intercambiando con ellos la madera de gran calidad que gestaban los frondosos árboles que allí crecían por papiros, un género de pergamino sobre el que se podía escribir manufacturado a partir de las médulas de las cañas que florecían en las riberas del Nilo. Biblos fue un centro tan importante en el comercio de estas láminas que posteriormente los griegos comenzaron a referirse al papiro con el término «biblos», y al escrito hecho sobre un largo rollo de este pergamino como un «biblion».
Pero los intercambios comerciales, por muy fluidos que sean entre dos estados, no impiden que uno de ellos, gozando de una notable suficiencia militar, sufra la tentación de apropiarse de lo que tiene el otro sin tener que compensarlo económicamente, o mediante el trueque. Fue así como Egipto invadió por vez primera Canaán, allá por el 2300 a.C.
Más tarde Canaán sufrió una invasión todavía peor; fue a manos de tribus salvajes procedentes del desierto de Arabia, los «amorreos». Estos invasores hablaban una lengua semítica, una forma primitiva del hebreo actual, permaneciendo en aquellas tierras el mismo tiempo que los árabes cuando invadieron nuestro país: ocho siglos. Estos amorreos se internaron en Egipto, exportando desde allí algunas de sus costumbres a Canaán.
Siglos después, los descendientes de los amorreos fueron registrando por escrito esta antigua invasión de Canaán por sus antepasados, adornándola con leyendas en las que se decía que fruto del pacto que habían hecho con su Dios él les había cedido la tierra de Canaán a cambio de su adoración eterna. Todas estas historias, algunas de ellas heredadas de los imperios que florecieron entre el Tigris y el Éufrates, como la del diluvio universal, recogido en el «Poema de Gilgamesh», escrito hacia el 2500 a. C., otras puerilmente fantasiosas, y muchas más puras leyendas sin base histórica alguna, cuya finalidad era la de crear una conciencia nacional que legitimara como suya la tierra a la que habían llegado, fue escrita sobre cada biblion, uno de esos rollos de papiro que provenían de Egipto. Una colección de tales rollos, que sería el plural de esta palabra griega, nos ha llegado de una forma muy familiar: «biblia».
A 24 kilómetros al oeste de Jericó había una ciudad conocida como Salem; construida sobre una colina con una permanente provisión de agua resultaba fácil de defender. Con el tiempo se modificó ligeramente su nombre, convirtiéndose en una de las ciudades más importantes del mundo: Jerusalén.
Canaán sufrió de nuevo más invasiones, esta vez a manos de los hicsos, que penetraron hasta el mismo Egipto en un delicado momento de debilidad militar. Y posteriormente fueron los «apiru», individuos pertenecientes a una tribu menos civilizada que los amorreos, cuyo nombre sufrió un cambio etimológico con el tiempo pasando a llamarse «hebreos». Y otra nueva oleada de hebreos, que se hacían llamar «israelitas», ocuparon amplias zonas de Canaán, en 1200 a. C. Y en la costa se estableció otra tribu, una más, conocida como los «fenicios».
El nuevo imperio hitita que había surgido en el norte se repartió el dominio de Canaán con Egipto. Pero esto duró poco y este imperio desapareció por el empuje de otros, como los «Pueblos del Mar». Los israelitas llamaron a estos nuevos invasores «pelishti», vocablo que se transformó en «filisteos». Ocuparon una franja de la costa mediterránea de Canaán que recibió el nombre de ellos: Palestina. También se asentaron al sur, en una ciudad del interior llamada Judá.
Los israelitas formaron una laxa confederación con varios pueblos de Canaán, a la que posteriormente se le conoció como las «Doce tribus de Israel». A los redactores de la Biblia les pareció que doce era un número tan útil en su sociedad agrícola, y tan redondo, que a pesar de ser alguna tribu más, el «libro de los libros» hace mención solo a esta docena. Fueron adoptando ritos heredados de los egipcios, como la circuncisión, pues con ello se diferenciaban de los aborrecidos filisteos, que no aceptaban el doloroso corte del prepucio del pene. Hicieron con el tiempo de Samaria su capital.
Ahora Israel ocupaba una amplia zona de la mitad norte de Canaán. Así mismo se formó una liga cananea de otros pueblos que combatían contra los israelitas. Y a su vez las tribus israelitas se enfrentaban entre sí en encarnizadas guerras civiles.
En una de las guerras más cruciales que se desató entre filisteos e israelitas, estos últimos, presintiendo que la derrota era inminente, echaron mano del «Arca de la alianza» un cofre que según sus creencias contenía el espíritu de su dios. Lo cargaron para llevarlo al campo de batalla, no sin antes advertírselo adrede a su enemigo, pero no les sirvió de nada porque los jefes filisteos ordenaron el ataque antes de que pusieran en escena este ardid psicológico. Tras esta derrota, Israel quedó prácticamente aniquilado.
Sin embargo, de entre las filas israelitas despuntó con el tiempo un líder militar capaz que obtuvo una gran victoria contra los filisteos, Saúl. Sus seguidores lo proclamaron rey en 1020 a. C. Una parte importante del ritual para consagrar a un rey, o un alto sacerdote, consistía en la unción de todo su cuerpo con un óleo sagrado, ungüento que tenía la finalidad de purificar sus pecados. En estas condiciones, al recién proclamado rey se le llamaba «el ungido», palabra que en hebreo era «mashiah» y de donde deriva la voz «mesías».
Saúl consiguió arrebatar Judá a los filisteos, y de entre los miembros de la tribu vencida que pasaron a su corte se encontraba un joven originario de una importante familia de Belén, ciudad situada a escasos ocho kilómetros de Jerusalén, y que según leyendas posteriores había derrotado en un duelo personal al gigante filisteo Goliat durante una batalla: David. Pero Saúl empezó a temer que el prestigio de David pudiera mermar su liderazgo, así que mandó asesinarlo. David, que debía ser muy avispado, detectó el peligro a tiempo, esquivó el golpe y hasta se puso del lado de los filisteos, algo que los redactores de la Biblia siempre quisieron ocultar. Bajo su mando, durante la batalla de Gilboé, acaecida en el 1000 a. C., casi todo Israel pasó a manos filisteas. Ante esta desastrosa derrota, Saúl no vio otra salida más que el suicidio. En cuanto a David, este persuadió a los ancianos de Judá para que lo proclamasen rey, estableciendo su capital en la bien fortificada ciudad de Hebrón. Los filisteos debieron pensar que su eficiente aliado David no les suponía peligro alguno y que se comportaría como una dócil marioneta en sus manos. Pero el joven David era ambicioso por naturaleza y portaba en su ser los genes de los conquistadores, así que fue ocupando un territorio cada vez mayor, con lo que Judá pasó a dominar una amplia zona meridional de Canaán. Pero no se limitó a esto su ambición. Mediante sutiles, inescrupulosas y sanguinarias conjuras fue haciéndose también con el poder israelita. En 991 a. C., además de Judá, David se convertía en rey de Israel.
El astuto David eligió una capital que contentara a sus súbditos del recién creado imperio Israel-Judá. Fue una ciudad que quedaba en medio de ambos territorios, llegando a convertirse en el centro religioso por excelencia del pueblo judío, Jerusalén, y así seguiría siendo para sus descendientes durante siglos. Empero, hoy es la ciudad más sagrada para tres de las religiones más importantes del mundo: la hebrea, la islámica y la cristiana. Los filisteos advirtieron demasiado tarde el peligro que suponía todo este movimiento geopolítico de David. Le declararon la guerra, pero fueron derrotados, desapareciendo sus ansias de dominio sobre Canaán de la noche a la mañana. El golpe de efecto psicológico de David fue recuperar el Arca de la Alianza y depositarla en un santuario de Jerusalén, donde se adoraba al dios nacional, Yahvéh, uniendo política y religiosamente al naciente imperio. Por primera vez en la historia de Canaán, sus habitantes tenían un jefe que los había llenado de orgullo nacional y de un sentido de unidad religiosa. David tuvo la suerte de crear su pequeño imperio gracias a la debilidad que por esos momentos pasaban los dos grandes imperios con los que lindaba: el egipcio y el asirio.
David pudo mantener el dominio de su imperio mientras vivió. Durante los últimos años de su mandato sufrió varias rebeliones militares que pudo sofocar. Cuando murió, el poder pasó a manos de su hijo Salomón, quien dedicó siete años de su reinado a construir un templo donde ubicar el Arca de la Alianza, lugar que sería el sitio de culto yahvista más importante durante cuatro siglos: el Templo de Jerusalén. Estas medidas de unificación no evitaron las disensiones internas, de modo que cuando murió Salomón el imperio que había fraguado David, setenta años antes, se desmoronó. Israel y Judá se vieron envueltas de nuevo en violentas guerras entre ellas. La dinastía de David, sin embargo, perduró en el Reino de Judá, y lo hizo durante más de trescientos años. Aun a pesar de las luchas intestinas entre los diferentes reyes y la casta sacerdotal, y aun después de haber desaparecido de los anales de la Historia el Reino de Judá, el recuerdo de la dinastía davídica fue el hecho fundamental para los supervivientes, así como el recuerdo de Jerusalén y su sagrado Templo para sus descendientes.
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