Carne, tentación prohibida, si hablas de amantes, o la tomas en gran medida,
el caso es que un Dios, no deja que asistas a una comida de carne de cerdo o ames, con pasión desmedida
pero permite que mates, con toda la fuerza y la ira
que me cuenten la razón de como un Dios puede llevarte así a la tierra prometida.
Hay deidades que diría son una farsa, si daño buscan en sus profecías.
“No se puede entender el nacimiento del cristianismo sin antes haber analizado los acontecimientos que se desarrollaron en la tierra de Canaán”
No se puede entender el nacimiento del cristianismo sin antes haber analizado los acontecimientos que se desarrollaron en la tierra de Canaán a lo largo de gran parte de su historia, una zona convulsa del mundo que siempre tuvo la mala fortuna de estar aprisionada entre grandes imperios. Esta tierra, la prometida por Dios a los hebreos, estuvo sometida durante siglos a una gran inestabilidad social, política y religiosa, situación que pervive aún en nuestros días.
Cuando un gobernante fuerte se hacía con el poder, los imperios egipcio y asirio se veían a menudo involucrados en grandes guerras cuyo campo de batalla, cuando no el lugar de paso de sus tropas, era Canaán, la franja de tierra que las separaba. Egipto, a fin de garantizarse una barrera eficaz que protegiera su frontera, incluso estimulaba con generosos sobornos las rebeliones de los israelitas contra Asiria. En el 734 a. C., los asirios tenían un poderoso gobernante y decidieron exigir tributo a los israelitas. Estos, junto con los sirios, un pueblo hebreo que había formado un reino al norte de Israel, y cuya capital era Damasco, exigieron a Judá su apoyo para luchar contra Asiria. Pero ambos pueblos nunca se habían llevado lo suficientemente bien como para participar en empresas comunes, y menos del calado de una guerra. Isaías, que era el profeta más importante de Judá, siendo realista y reconociendo además que no tenían nada que hacer ante un enemigo tan temible, se negó en redondo, prefiriendo pagar el tributo y que los dejaran en paz. Los israelitas, como no podía ser de otra manera, montaron en cólera. Isaías dejó escrito en la Biblia el anhelo que tenía de que surgiese un gobernante capaz como lo había sido David, declaración que luego otros usarían para dar justificación al nacimiento de Jesús, junto a una maldición en toda regla:
«... el Señor mismo os dará una señal: una joven grávida dará a luz un hijo y lo llamará Emmanuel. Hasta que aprenda a rechazar el mal y elegir el bien, se alimentará de leche y miel. Pero antes de que el niño aprenda a rechazar el mal y elegir el bien, será devastada la tierra de los dos reyes que temes».
Esos dos reyes eran, naturalmente, los de Israel y Siria. Aun así, las fuerzas unidas de Siria e Israel invadieron Judá y pronto ocuparon todo el país. Los asirios hicieron lo propio con ambos estados, arrasando Israel y el reino de Siria, desapareciendo este último para siempre de la Historia en 722 a. C.
Los primitivos hebreos que invadieron Canaán trajeron sus costumbres y sus ritos del árido desierto de donde procedían. Algunos de estos preceptos no eran del agrado de las potencias que los sometían, por ir en contra de todo sentido común. Una prohibición expresa de su Dios era comer cerdo, e incluso tener el más mínimo contacto con él. Los hebreos, y con posterioridad los musulmanes, consideraban al cerdo un animal impuro. Se han esgrimido algunas razones para justificar esta prohibición divina, como las deplorables condiciones en las que se desenvuelve habitualmente este animal, o la de que puede transmitir enfermedades a los humanos. A pesar de la expresión esa de que «sudas más que un cerdo», lo cierto y verdad es que no lo es tanto; de hecho, estar enfangado, incluso en sus propios orines, respondería precisamente a esa necesidad de disipar su calor corporal. Por otro lado, no hay que olvidar que animales «puros» para los hebreos y musulmanes, como son las cabras, ovejas y vacas transmiten enfermedades mortales como el ántrax que el cerdo no lo hace. Las carne de vaca poco cocida puede regalarte también peligrosas tenias que debidamente desarrolladas en tu estómago pueden alcanzar los dos metros de longitud.
Algunos autores opinan que la razón más plausible al rechazo del cerdo sea la inadaptación que tendría este animal en el desierto, de donde procedían originariamente los hebreos, e incluso en Canaán, un terreno árido, carente de bosques y con temperaturas elevadas; y además, el cerdo, con una alimentación omnívora compite por los mismos recursos energéticos que el ser humano. Marvin Harris pone de relieve en su libro Vacas, cerdos, guerras y brujas: «Las antiguas comunidades del Oriente Medio, que combinaban la agricultura con el pastoreo, apreciaban a los animales domésticos principalmente como fuente de leche, queso, pieles, boñigas, fibras y tracción para arar. Las cabras, ovejas y ganado vacuno proporcionaban grandes cantidades de estos productos, más un suplemento ocasional de carne magra. Por lo tanto, desde el principio, la carne de cerdo ha debido constituir un artículo de lujo, estimado por sus cualidades de suculencia, ternura y grasa». Ante la imposibilidad de disponer de este bocado exquisito rico en proteínas animales, los exegetas se vieron obligados a prohibirlo en nombre de la deidad. En palabras de Harris:
«Como sucede con el tabú que prohíbe comer carne de vaca, cuanto mayor es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina. Generalmente se acepta esta relación como adecuada para explicar por qué los dioses están siempre tan interesados en combatir tentaciones sexuales, tales como el incesto y el adulterio […] Por eso se oyó decir a Yahvé que tanto comer el cerdo como tocarlo era fuente de impureza. Se oyó repetir a Alá el mismo mensaje y por la misma razón: tratar de criar cerdos en cantidades importantes era una mala adaptación ecológica. Una producción a escala pequeña sólo aumentaría la tentación. Por consiguiente, era mejor prohibir totalmente el consumo de carne de cerdo y centrarse en la cría de cabras, ovejas y ganado vacuno. Los cerdos eran sabrosos, pero resultaba demasiado costoso alimentarlos y refrigerarlos».
Como todo tabú basado en una importante restricción alimentaria como esta, la recompensa sería una seña de identidad del grupo que la practica: «Los tabúes cumplen también funciones sociales, como ayudar a la gente a considerarse una comunidad distintiva», apostilla Harris.
Corría el 701 a. C. y Jerusalén, con su Templo y su Arca de la Alianza, en cuyo interior nos dice la Biblia reposaba el Libro de la Ley de Moisés (aunque ahora sabemos que este manuscrito habría sido intencionadamente introducido en esta época por los sacerdotes y lo fecharon 600 años antes), habían podido resistir hasta entonces todos los embates bélicos de los asirios, lo que hizo creer a las gentes de Judá que su dios los había vencido. Pero en realidad esto fue un espejismo porque los caldeos, una tribu sometida por ellos, se habían rebelado contra los asirios y hacia allí se dirigieron sus ejércitos a aplastarlos. Los filisteos, que no se llevaban nada bien con los judíos, aseguraban que en el Templo en realidad veneraban la cabeza de un asno.
Los caldeos eran más peligrosos de lo que parecían, de modo que se aliaron con los medos y derrotaron en 610 a. C. a los asirios, sustituyendo el viejo imperio por otro con base en Babilonia. Judá, creyendo que este imperio era débil, y confiando en el poder de su Dios, extendió su dominio hacia el norte y se hizo con todo Israel. Esto enfureció a Nabucodonosor, el nuevo gobernante del Imperio Caldeo, por lo que en 589 a.C. cayó como un rayo sobre Jerusalén, saqueó la cuidad y destruyó su Templo hasta los cimientos, casi cuatro siglos después de haberlo construido Salomón.
Una práctica habitual de los vencedores con los pueblos derrotados era la deportación de sus principales dirigentes a lo largo y ancho del mundo, dejando en su lugar deportados de otros rincones. Los judíos sufrieron como pocos la crueldad de la diáspora. La finalidad que se perseguía es que ambos grupos perdieran su identidad nacional para evitar futuras rebeliones. Nabucodonosor puso fin a la dinastía de David en Judá y mil de los principales dirigentes judíos corrieron la misma suerte que los israelitas décadas antes: fueron deportados a Babilonia. Los que trajeron de otros lugares del mundo y se asentaron cerca de la ciudad de Samaria fueron llamados «samaritanos».
Los judíos, a similitud de otros pueblos, fueron recogieron en sus escritos muchos ritos y costumbres de los lugares donde fueron deportados, haciéndolos propios. Nabucodonosor permitió que los exiliados judíos practicaran libremente el yavhismo en Babilonia. A los ejemplares del Libro de la Ley que se habían llevado consigo le fueron incorporando leyendas típicamente babilónicas, como la creación de la Tierra, sin sus elementos paganos, por supuesto; el cuento de la Torre de Babel; o la historia de Adán y Eva, con sus longevos descendientes (sus redactores escribieron que Matusalén fue el que más vivió de los patriarcas del Antiguo Testamento, con una existencia nada menos que de 969 años; Noé no le quedó a la zaga, llegando a vivir 950 años; y el propio Adán alcanzó los 930).
Estos judíos exiliados adoptaron también la semana de siete días babilónica, como no podía ser de otra forma ya que tenían que convivir con los caldeos, pero sin hacer mención ni una sola vez en sus escritos a sus nombres ateos dedicados a los planetas, pues eso les hubiera supuesto un acto demasiado impío, reservándose para su descanso uno de ellos, el que hacía honor a Saturno, al que llamaron Sabbath. Esto provocó un no pequeño problema social, pues mientras todo el mundo descansaba determinado día de la semana los judíos lo hacían otro distinto.
Estos exiliados judíos llegaron al convencimiento de que Yahvéh había castigado justamente a Judá por sus pecados, y que después de su arrepentimiento volverían a su tierra y surgiría una Jerusalén mucho mejor que la antigua bajo un nuevo rey, y que se crearía una nueva nación que dominaría toda la Tierra y duraría eternamente. Este «Ungido», o «Mesías», que esperaban no era otro que un rey de la casa de David, que los gobernaría cuando retornaran a Judá. Este anhelo desesperado que se pone en aquel, al que se le rinde una lealtad absoluta, que pueda traer la felicidad ha dado lugar a la palabra «mesianismo».
Mientras el imperio caldeo agonizaba y lo reemplazaba el persa, desde su cómodo exilio los judíos especularon con una curiosa novedad religiosa que incorporaron a sus escritos, el monoteísmo, la creencia de que su dios Yahveh no era solo el más grande de todos los habidos y por haber, sino el único que se debía adorar.
Cuando tras una diáspora de siglo y medio a los descendientes de los exiliados se les permitió volver a una Judá devastada, los judíos, los samaritanos y el resto de tribus que acudieron a recibirlos no entendían nada de las ideas religiosas que habían forjado los deportados, por lo que tuvieron enconados enfrentamientos religiosos unos con otros, enemistad que perduró siglos.
Los nuevos amos, los persas, permitieron a los judíos practicar su religión, por lo que obtuvieron el permiso, en 516 a.C., de edificar un redivivo Templo en Jerusalén, aunque en modo alguno les estaba permitida ninguna forma de gobierno.
Uno de los escribas exiliados más influyentes, Esdras, impulsó un programa de pureza racial, uno de los primeros de la Historia. Decía que todos los judíos debían rechazar a sus mujeres e hijos que no fueran judíos, lo que dio inicio a la deliberada separación de los judíos de los no judíos (o gentiles). Los judíos fueron conformaron una Biblia en la que no tenían cabida los gentiles. Desde los tiempos de Esdras, los judíos se sintieron diferentes de los pueblos circundantes y cultivaron deliberadamente esa diferencia. Este separatismo dio como resultado un aumento de la intolerancia religiosa, algo casi desconocido hasta entonces. Esta intransigencia religiosa fue heredada por el cristianismo y el islam, convirtiéndose en una tragedia mundial cuyas víctimas serían los propios judíos.
Los judíos también recogieron de la religión persa el dualismo, caracterizado por un principio del bien y otro del mal, independientes el uno de otro y casi con igual poder. Pero incorporaron, en contraposición a Dios, a Satanás, término que en hebreo significa «el adversario». A diferencia de la concepción persa, el judaísmo nunca llegó a ser dualista, pues nunca se dio al espíritu del mal la más mínima posibilidad de vencer a Dios.
Los persas encontraron también la horma de su zapato en un conquistador capaz que los derrotó: Alejandro, apodado el Magno, pues nunca perdió una sola batalla, el cual formó un efímero Imperio Macedonio que se fragmentó tan pronto él murió. Aunque había sido benevolente con Canaán, cuando falleció sus generales se repartieron su imperio y se pelearon entre sí, con lo que la «Tierra Prometida de Dios» fue de nuevo campo de batalla de sus disputas.
Canaán con el tiempo fue sometida a la férula de un nuevo reino: el tolemaico. Un grupo de judíos se estableció en el Egipto griego y a los pocos años sus descendientes hablaban también ya este idioma. Presionados por sus dirigentes griegos, en 270 a. C., unos 70 o 72 judíos alejandrinos (pues en la cifra exacta no hay todavía consenso entre los expertos), tradujeron al griego la Biblia hebrea de los judíos, conociéndose esta primera versión como la «Septuaginta». Como toda traducción introduce errores, la primera Biblia escrita en griego hizo posible concebir al Mesías no como un guerrero al estilo de David, sino como un Hijo divino de Dios. Fue la versión de la Biblia dada en la Septuaginta la que influyó decisivamente en los primeros cristianos.
El corto reinado de Alejandro había provocado una convulsión en todos los lugares que pisó. Se puso de moda lo griego, la helenización. Esta llegó también hasta Jerusalén, llenando de horror a los judíos más conservadores. El Templo fue profanado por los descendientes de uno de sus generales, Antíoco IV, gobernante del reino seleúcida, la potencia dominante en la zona, introduciendo en él una estatua de Zeus y corriendo la carne de cerdo como la espuma en sacrificios realizados en el altar; se prohibió la circuncisión y el Sabbath; y también se montó un gimnasio para ejercitar el cuerpo, donde jóvenes desnudos ocultaban sus prepucios circuncidados. Y lo peor de todo es que se prohibió el judaísmo. En Macabeos de la Biblia se narran espantosos relatos del martirio de los judíos muriendo torturados antes que avenirse a comer carne de cerdo. Además, Antíoco se había visto obligado a esquilmar las riquezas del Templo de Jerusalén para pagar la indemnización exigida por una derrota sufrida a manos de una potencia hasta entonces desconocida en la zona: Roma.
Pero la violencia llama a la violencia, y de entre los piadosos judíos surgió uno que encabezó una guerrilla contra las tropas seleúcidas: Judas Macabeo. Derrotó hasta en cuatro ocasiones consecutivas a las tropas regulares, y en 165 a. C. devolvió al Templo sus ritos judaicos. Treinta y cinco años después de iniciada la revolución macabea, los seleúcidas por fin la sofocaron, pero se desangraron en esta lucha por la libertad de conciencia y fueron a su vez derrotados por otra potencia emergente: Partia. Los macabeos supervivientes aprovecharon este periodo y fueron dominando una porción cada vez mayor de territorio, hasta establecer un Reino Macabeo.
Roma extendía implacable su dominio por el mundo, y como no podía ser menos también por Asia Menor. Conquistó la zona norte de Canaán, convirtiéndola en la Provincia de Siria, con lo que Imperio Seléucida dejó definitivamente de existir.
Corría el año 64 a. C. y durante una de las interminables guerras civiles a cuenta de la religión judaica, los contendientes pidieron ayuda exterior. Uno de ellos vino a pedírsela a la potencia militar más poderosa del momento. Roma intervino, pero ambos bandos salieron perdiendo puesto que el Reino Macabeo desapareció y Judea pasó a ser provincia romana.
Se produjo un recrudecimiento del mesianismo. Ahora que los macabeos habían desaparecido y que el estado judío independiente había sido eliminado, un número cada vez mayor de judíos deseaba que llegara el descendiente de la casa de David, el que barrería a todos sus enemigos y crearía un poderoso reino mundial con capital en Jerusalén. Pero la interpretación del judaísmo fue originando sectas irreconciliables. Así surgieron, entre otros, los saduceos, los macabeos, los esenios y los fariseos. Varios exaltados se autoproclamaron mesías durante el reinado del procurador romano Herodes, lo que le hizo temer una intervención romana en Judea. En este ambiente de tensión surgieron los zelotes y los sicarios, grupos radicales que se oponían a pagar los impuestos a Roma y que alentaban la lucha militar contra ella para conseguir su independencia, como habían hecho antes contra los seleúcidas.
Surgieron varios predicadores, el más importante de los cuales fue Juan, apodado El Bautista, palabra griega que significa «sumergir en agua», porque realizaba un lavado simbólico en las aguas del Jordán como elemento para la purificación de los pecados.
Juan Bautista acusó a Herodes Antipas, que por entonces gobernaba Galilea, de violar las reglas rituales judías contra el incesto, y su duro lenguaje fue particularmente ofensivo con su mujer, Herodías, su media hermana política. Por estas acusaciones contra el gobernador romano fue detenido y ejecutado. Un discípulo de Juan fue Josué o Jesué, más conocido por la versión griega de su nombre como Jesús.
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