viernes, 18 de febrero de 2022

De las tres izquierdas, las tres derechas y los veinte gobiernos. Por Amando de Miguel.


De las tres izquierdas, las tres derechas y los veinte gobiernos. Ilustración de Tano

Las tres izquierdas

En español castizo, siempre, se ha dicho en plural: las izquierdas y las derechas; por algo será. Es el resto de la maldición de las dos Españas, enfrentadas hasta la muerte; y no es una frase hecha.

El Gobierno actual es un trípode de socialistas, comunistas y separatistas. No se trata de un invento reciente. Ese mismo trébol compuso, en 1936, el llamado Frente Popular, prono a la violencia. Contra el cual se alzó el grueso de los militares y de las derechas. Los farautes del Alzamiento destacaron al general Franco, que ganó la guerra civil y se apoltronó en el poder para el resto de su vida.

Las izquierdas no han podido olvidarse, nunca, de la derrota a manos del franquismo en la guerra civil. Por eso, el Gobierno tripartito actual es, sobre todo, antifranquista, por prepóstero que resulte el calificativo. Lo positivo es que los socialistas, comunistas y separatistas (en comandita) no, solo, gobiernan, sino que dominan, abrumadoramente, al pueblo español. Es decir, no, solo, ejercen el poder político, sino que sus creencias básicas prevalecen en la sociedad sin aparentes imposiciones. Así, es como controlan los medios de comunicación, públicos, y la mayor parte de los privados. Sus tesis sobre el feminismo radical o el ecologismo extremo se admiten como corrientes en la vida española.

El triunvirato gobernante hace suya la divisa de los separatistas (de solteros, nacionalistas), por la que España pasa a ser el Estado. El tercio comunista del Gobierno lo es en su versión latinoamericana, trufada con las modas progresistas de la cultura de los Estados Unidos de América. Es una horrible mezcolanza. La facción socialista es la hegemónica en la trimurti y ejerce el poder a la española. Por ejemplo, cultiva el antifascismo militante, por mucho que parezca un desatino histórico. Se añade la tradición del Estado de bienestar, que se traduce en hacer crecer todo lo posible la burocracia pública. La consecuencia es que, para ello, se provoca la constante subida de los impuestos y las subvenciones a los grupos clientelares. Algunos de ellos, más privilegiados, se elevan a la categoría servil de los agentes sociales. Tales tendencias en la dirección política se benefician del sistema autonómico y de la complacencia implícita de los Gobiernos del Partido Popular.

La amalgama de las tres izquierdas dominantes conduce, inevitablemente, al estilo autoritario de gobernar. Se detecta, por ejemplo, en la continua imposición de todo tipo de mendacidades, que son como los engaños con el propósito de afianzarse en el poder. El cual se refuerza por la recuperación de lo que Unamuno llamaba el fulanismo. Se refería a una generalización del viejo caciquismo. Esto es, el gran teatro de la política se resuelve, al final, por la agnación. Es decir, se produce el reconocimiento de las personas concretas que explican la constante autoritaria. Es un mecanismo que conduce, inevitablemente, a la corrupción.

La gran ventaja electoral de las tres izquierdas es que saben coaligarse, sin preocuparse mucho de los principios. Las eventuales diferencias ideológicas ceden ante el propósito de llegar al poder y de conservarlo.

El último episodio de la trinidad de las izquierdas gobernantes es la coopción de la caterva de los partidos políticos localistas; son, más bien, grupos de interés. El tipo inaugural fue Teruel Existe, al que han seguido varios imitadores. El conjunto deriva en algo paradójico, perfectamente, engrasado con el sistema de subvenciones institucionalizadas. Se basa en una idea particularista de la política, de la que, siempre, se espera algún medro personal. Se adapta muy bien a la noción tradicional de la política como un apaño en un sentido dramatúrgico. Todo es muy español.

 

Las tres derechas

 

En la panoplia de los partidos políticos, destacan tres, que conforman el tipo de las derechas: Partido PopularCiudadanos y Vox. En algunas regiones y localidades, gobiernan en comandita, pero, en conjunto, la tríada no se entiende entre sí. La primacía corresponde al PP, el heredero de la facción aperturista del franquismo, que hizo posible la Transición hacia la democracia hace medio siglo. Históricamente, tanto Ciudadanos (declinante) como Vox (ascendente) son desgajamientos del PP. Tal operación se explica por la actitud prevalente de los populares como maricomplejines, según la calificación dada por Federico Jiménez Losantos. Consiste en la práctica cesión del PP a muchos de los planteamientos progresistas de las izquierdas. Por ejemplo, cuando se alcanzó un Gobierno del PP por mayoría absoluta, no se opuso a la legislación izquierdista anterior.

El reciente declive de Ciudadanos se debe a su abandono de la original oposición al separatismo catalán. Después, ha mostrado una cierta ambivalencia ideológica, hasta el punto de ser cooptado por los socialistas. El sistemático auge de Vox contrasta con el clamoroso silencio con que le han dedicado los medios de comunicación de mayor audiencia, públicos y privados. A pesar de lo cual, su reciente tendencia rampante se debe a que es la única derecha que mantiene los principios tradicionales: familia, propiedad, libertad, patria, unidad y soberanía de la nación. El conjunto de tales convicciones, solo, admite una defensa tímida por parte de las otras dos derechas. Se entenderá la animosidad recíproca entre Vox y las otras derechas, por mucho que estén condenadas a entenderse en las votaciones parlamentarias o en la Administración regional.

No es que el entendimiento de las tres izquierdas sea modélico, pero las tres derechas se llevan a matar entre ellas. El PP necesita, cada vez más, a Vox para acceder a algunos Gobiernos regionales y, eventualmente, al Gobierno nacional. Pero, al tiempo, los maricomplejines de los populares se distancian de los voxeros, tildados de fascistas por las izquierdas dominantes.

Con suerte electoral, un hipotético Gobierno del PP podría adaptarse, perfectamente, al andamiaje político que dejaran las izquierdas. Es decir, tal rotación gubernamental se podría hacer sin gran quebranto del orden político. No sería ese el caso de Vox; su imaginada colaboración con el PP sería vista por las izquierdas como una especie de caballo de Troya.

Se comprenderá, ahora, la especial animosidad hacia Vox por parte de las izquierdas y de sus terminales mediáticas, como suele decirse. De ahí, el dicterio de ultraderecha o fascista, con que se le obsequia a Vox. Ese desprecio es tan efectivo y arbitrario como asegurar que todos los hombres son machistas. En el juego de la política española, los juicios, que se lanzan al ruedo de la opinión, son, así, de tajantes. No sirven como declaraciones para convencer a los interlocutores, lectores u oyentes; son, más bien, manifestaciones de autosatisfacción o para quedar bien. El gran teatro de la política lo impone como principio.

Se dice que Vox es la extrema derecha, simplemente, para ocultar que algunos de sus propósitos son los que, en el fondo, han ido abandonando las derechas de toda la vida. Lo que está más claro es que el acúmulo de vaciedades, necedades y mendacidades por parte del Gobierno progresista de la nación es algo que favorece al crecimiento de Vox.

No es fácil que las derechas lleguen a aposentarse en el Gobierno de España, tan anhelado. Incluso, aunque el PP y Vox llegaran a una alianza, habría que dilucidar quién fagocita a quién, lo que llevaría a una disputa insoluble. La razón de tal aporía se halla fuera de ella. En la sociedad española, la mentalidad prevalente es la que ha sido troquelada, durante muchos años, por las izquierdas políticas y culturales. En todo caso, la hipotética fusión entre el PP y Vox tendría que ser muy sosegada, casi, podríamos decir, con un ritmo generacional. Claro, que los cambios pausados en la sociedad suelen ser los más seguros, en definitiva, por los que vale la pena vivir.

 

Los veinte Gobiernos

 

Tengo que decirlo en plural. En los varios decenios de democracia, los españoles hemos logrado multiplicar los efectivos del escalafón de los que mandan. Al Gobierno de España, con un nutrido número de poltronas ministeriales, se añaden los integrantes de los 17 Gobiernos autonómicos (regionales), más los de Ceuta y Melilla. Con la salvedad de algunas honrosas excepciones, nunca se viera, como en la actualidad, un hatajo de capitostes tan mediocres, por mucho que aparezcan de cutio en los medios de comunicación. Por lo general, solo, saben recurrir a un procedimiento para cumplir su noble destino: subir los impuestos y repartir subvenciones a los sumisos fieles. Es lo que se llama clientelismo.

Bien es verdad que habría que repartir las culpas. Seguramente, las sociedades tienen los Gobiernos que se merecen. Es decir, los que mandan son de la misma ralea que el vecindario, los contribuyentes. Solo, así, se explica que los españoles sean tan mansos a la hora de defender sus derechos contra los desafueros de los gobernantes. Se me objetará que el orden jurídico vigente prevé las oportunas demandas contra los posibles desmanes del poder Ejecutivo. Empero, no se puede confiar mucho en la independencia del cuerpo de magistrados. La prueba es que el Poder Judicial se organiza, también, con unos jueces de izquierdas y otros de derechas. Así, lo expresan sus respectivas asociaciones gremiales. Es lógico que un Gobierno de izquierdas o de derechas trate de monitorizar a los jueces de su respectivo bando. O sea, que la famosa división de poderes se queda en buenos propósitos.

La proliferación del elenco de las personas que mandan en la política supone, hoy, un coste insoportable; más que nada porque las exigencias de ostentación del poder no cesan de incrementarse. No otra cosa son los incontables jefes de gabinete, directores de prensa y asesores de toda especie, que rodean a los respectivos Gobiernos. Sus intermitentes desplazamientos, aunque sean sin salir de la plaza o de la región, exigen una costosa flota de vehículos de alta gama, naturalmente, importados. Añádase los correspondientes palafreneros; hoy, chóferes, escoltas, asistentes y edecanes múltiples. El poder, siempre, ha exigido el manto de armiño de la ostentación, y cada vez más. El que manda tiene derecho a aparecer en televisión, siempre, que quiera; aunque, sea, simplemente, para decir esta boca es mía. No pasan de esa simpleza muchas pomposas declaraciones de los gobernantes, incluidas, las del formato entrevista preparada.

Se dirá que esto del ceremonial de los Gobiernos es común en todos los Estados. Es cierto, pero, no quita para que los súbditos de cada Ejecutivo tengan la obligación de pagar el gasto correspondiente. Se apoquina de muchas formas indirectas; por ejemplo, con el desfase entre el incremento de los salarios y las pensiones respecto al de la subida de los precios. Todo es bueno para el convento, decía el fraile aprovechado del cuento. No diré lo que, en verdad, arramblaba el clérigo.

En defensa de la proliferación de Gobiernos, se podrá argüir que, así, los administrados se encuentran más cerca de los administradores. Mas, no se colige mucho la ventaja espacial. Hay mil formas simbólicas de mantener las convenientes distancias entre los que mandan y los mandados. Hemos llegado a un punto en que, para ver al médico de cabecera o al depositario de nuestro dinero en el Banco, hay que pedir una cita previa. No es tarea sencilla con los robots por delante. Con los gobernantes, tal posibilidad resulta imposible para el contribuyente modesto, que somos, casi, todos. En esa lejanía, consiste, precisamente, la representación del poder político.

En teoría, parece fácil que algún partido político proponga la reducción de la nómina de gobernantes y de su corte de servidores. La cosa no es sencilla. Habría que plantearse una reforma sencillísima: la minoración en el número de carteras del Gobierno de España. Más ardua es la superación del sistema llamado autonómico, que se ha enquistado en nuestras costumbres políticas, como si fuera parte de nuestras esencias nacionales. Habría que hacerse la pregunta que solía hacer el bueno de Josep Pla: “Oiga, ¿esto quién lo paga?”.

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