“La doble vara de medir que los chicos del Norte aplicaban a los religiosos rozaba la obscenidad. Los españoles siempre eran vilipendiados y los suyos exaltados”
La Leyenda Negra Española ha batido todos los récords de permanencia en el tiempo. Solo recientemente nuestros intelectuales, en respuesta a las mentiras de nuestros enemigos, acuñaron lo del «Spain is different», tratando de alejar la imagen de país aislado y bárbaro que habían urdido sobre nosotros. A estos epítetos, añadidos por italianos, flamencos, ingleses y alemanes a lo largo de los siglos, los chicos de la Ilustración Francesa nos acuñaron también el de ser unos ignorantes. Barea lo explica muy bien:
«La Ilustración francesa es también creadora de otro mito en torno a la Inquisición y España: el mito del Índice de Libros Prohibidos como destructor de la vida intelectual (…) Cuando la Ilustración creó el cuadro de sociedad católica represiva y atrasada colocó en su centro a la Inquisición católica y su Índice de Libros Prohibidos. Se entendía que esta lista era directamente responsable del atraso (porque hay atraso) por haber impedido la libre circulación de las ideas, como si la censura y la prohibición de libros fuesen un fenómeno exclusivo de los países católicos, principalmente de España, y no un fenómeno general también entre los protestantes y en Francia (…) La idea de que la existencia de un índice de libros prohibidos por la Iglesia ha afectado grandemente a la vida intelectual y científica en el mundo católico es uno de los tópicos nuevos en la renovación dieciochesca de la leyenda negra. Ha sido poco estudiado y goza todavía de gran predicamento intelectual (…) Situado en el centro del universo, el intelectual que habita la Europa comme il faut no puede concebir que haya habido lugares y épocas donde ha habido más espacio a las libertades públicas o individuales que su propio mundo (…) De la misma manera se explaya la Ilustración francesa sobre las causas del atraso español, dando por supuesto, sin necesidad de verbalizarlo, que dicho atraso existe. ¿Por qué están atrasados? Evidentemente, porque no son como nosotros, y porque para que nosotros estemos delante, alguien tiene que estar atrás. El Santo Oficio, tanto en España como en América, estaba subordinado a la Corona (…) La censura de libros se ejercía principalmente en lo concerniente a la literatura religiosa, sin que afectara de forma destacada a las principales corrientes por las que discurrían las bellas letras, las obras científicas, etc. Sería prolijo enumerar aquí la enorme cantidad de libros que fueron prohibidos en Francia, Inglaterra, Flandes y Alemania, y no solo por la temática religiosa que iba contra su dogmatismo protestante, sino también por otras muchas que nada tenían que ver, como la política, la moral, la visión real de la sociedad, la ciencia, etcétera. En algunas sociedades vanguardistas y democráticas, como la estadounidense, algunos libros estuvieron censurados hasta bien entrado el siglo XX».
Aun con estos poco envidiables precedentes, los intelectuales franceses del Siglo de las Luces, al son de lo que pocos años después sería su lema, «Liberté, égalité et fraternité», se propondrían ser los paladines del saber y del enciclopedismo. Cuando se habla de enciclopedistas nos suele venir a la mente la de dos ilustrados de esta época, Diderot y D’Alembert, pero la primera enciclopedia de la Historia no es obra de ellos. En realidad hay un primer gran precedente en la antigüedad. Gayo Plinio Segundo, más conocido como Plinio el Viejo fue un escritor, naturalista y militar latino (debió ser considerado por estos afrancesados ilustrados dieciochescos esa clase de hombres «inferiores» debido a su procedencia meridional) que floreció en el primer siglo de nuestra era. Realizó estudios e investigaciones sobre fenómenos naturales, etnográficos y geográficos que fueron recopilados en su obra «Naturalis historia», treinta y siete libros organizados en diez volúmenes, siendo modelo enciclopédico de muchos conocimientos hasta que estos lumbreras creyeron descubrir la rueda. Pero, claro, nuestros intelectuales con peluca dirían que esa obra no se fundamentaba en el conocimiento científico, mantra del nuevo Orden creado por ellos. Aun así, nada de original tenía su enciclopedia, pues resulta que copiaron el mismo formato que empleó del jesuita Louis Moréri en su «Diccionario histórico», cien años antes. Incluso se les adelantó en su tiempo un monje benedictino español, Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro (¡me cachis en la mar!, ¿será posible? Ni aun así…). En su «Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes», nuestro clérigo gallego escribió una extensa colección de ensayos publicada, desde 1726 hasta 1740, en nueve volúmenes. El trabajo consta de ciento dieciocho discursos que abordan gran cantidad de diversas materias: filología, física, matemáticas, ciencias naturales, medicina, astronomía, geografía, economía, derecho, religión, historia, política, filosofía, literatura, etcétera. Fue una de las obras más divulgadas del siglo XVIII, alcanzando la astronómica cifra de más de 600.000 ejemplares vendidos, y siendo traducida, casi siempre parcialmente por eso de la censura protestante, al inglés, francés, italiano, alemán y portugués. El «Teatro crítico» obtuvo en vida de su autor más de 200 ediciones, mientras que el tan cacareado libro de la Ilustración oficial, «Julie ou la Nouvelle Héloïse», obra de 1761 de Rousseau, contó solo con 70 ediciones (¡Válgame Dios, qué decepción!). Dos décadas después del libro de Feijoo, entre 1751 y 1766, fue cuando apareció «L’Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers» (La enciclopedia o diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios), el libro de cabecera que todo ilustrado que se precie debe tener en casa, obra de Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert.
Es cuando menos siniestro el borde comportamiento galo de poner de relieve la supuesta poca erudición de los españoles, fruto de la censura que, según ellos, mostrábamos hacia los libros del saber, y el gran empeño que pusieron en silenciar la abultada producción literaria de calidad que nuestros compatriotas ofrecían al mundo. A pesar del empeño de los ilustrados franceses de borrar páginas gloriosas de nuestro pasado, en España se hacían grandes obras científicas, y especialmente muchas que tenían que ver con las cosas del comer. En el «Manual de confesores y penitentes», del sacerdote, teólogo, filósofo y economista Martín de Azpilcueta y Jaureguízar, apodado en su tiempo «doctor Navarro» entre sus coetáneos, y publicado en 1593, por vez primera en la Historia su autor explica el fenómeno de la inflación en la economía, los motivos que la provocan y cómo ponerle remedio. Aunque en su tiempo fue un libro muy importante que se editó en muchas lenguas, como decimos quedó silenciado por los enciclopedistas galos del XVIII, que lo arrumbaron al olvido, cuando fueron pasados por la parrilla (como harían los alemanes, en 1933, durante el régimen nazi, en las plazas de muchas universidades, donde miles de libros de autores de la talla de Sigmund Freud, Erich Maria Remarque, Carl von Ossietzky y Kurt Tucholsky fueron vilmente quemados).
Al igual que los intelectuales del dieciocho, el partido nazi quería controlar todos los ámbitos de la vida (la idea de implantar en la sociedad el pensamiento único es obsesiva para aquellos seres marcados por la soberbia) y, evidentemente, la cultura y el conocimiento eran obstáculos importantes para lograr sus objetivos. Los intelectuales franceses, pues, ponían lo que les venía en gana y quitaban lo que no les interesaba en la nueva redacción de la Historia (Como puede ver, la historia, o mejor dicho, la modificación de la Historia, es una cuestión que viene de lejos, y en modo alguno arranca de la Memoria Histórica nuestros días). Fue en tiempos tan recientes como 1953 cuando se desempolvó un ejemplar de la obra de Azpilcueta. Joseph Alois Schumpeter, el destacado economista austro-estadounidense, ministro de Finanzas en Austria y profesor de la Universidad de Harvard, cuando publicó su monumental «History of Economic Analysis», no escatimó elogios hacia nuestro pionero economista español, dedicando bastantes páginas a Azpilcueta y a otros maestros de Salamanca. La historiadora española Roca Barea se pregunta: «¿Cómo era posible que [los intelectuales de la corriente de Salamanca] hubieran estado olvidados tanto tiempo? ¿Por qué nadie se había dado cuenta de que los principios de la economía política se habían definido en España a comienzos del siglo XVI y que aquellos hombres eran “the founders of modern economics”?». Pues probablemente sea por el odio y envidia que nos han tenido (y tienen) desde siempre.
A pesar de que los intelectuales de Salamanca eran grandes pensadores reconocidos mundialmente en su tiempo, y que sus obras se habían traducido a las más importantes lenguas del mundo, fueron deliberadamente silenciados por los ilustrados galos por el simple hecho de ser clérigos, jesuitas y dominicos para más señas, las dos órdenes religiosas que estos viles malandrines habían demonizado, en nombre del progreso científico y la razón, y que justificaba el atraso cultural que, según ellos, padecía España.
«La Ilustración, dice Roca Barea, nunca ataca a otra Iglesia más que a la católica. Con buen criterio. Si lo hubiera hecho con las otras hubiera corrido «verdadero» peligro, porque las iglesias protestantes representaban a una nación y estaban ligadas al poder de esos estados. Cuanto atentaba contra ellas vulneraba las leyes que protegían su integridad. No se olvide esto. En cambio, atacar a la Iglesia católica era relativamente fácil. No era alta traición. Por otra parte es el engrandecimiento del Estado lo que la Ilustración quiere, y por lo tanto no tiene sentido atacar la fe cristiana que ya se le ha sometido. La Iglesia será desde entonces y para siempre el enemigo del saber y la libertad. Desde este momento es elegante, de buen tono y hace fino criticar, con razón o sin ella, a la Iglesia católica. Cualquier asno puede comprar su etiqueta de moderno, culto y progresista de esta manera tan sencilla. Los conocimientos anteriores se trasmiten, claro que sí, pero se callan los nombres y se omite el origen. Y así, como por arte de magia, aparecen en el siglo XVIII ideas, teorías, filosofía, pensamiento, estadísticas, biología, nuevos conceptos… como si hubieran surgido de la nada».
«Galileo en manos de la Inquisición» es un lienzo retratado por Goya que pone de manifiesto una de las mentiras urdidas por los ilustrados, la de la tortura del genio italiano a manos de la Inquisición por el hecho de pensar. Como bien apunta Barea, «el hecho de que Goya dibuje a Galileo torturado por la Inquisición significa que, para convertirse en un ilustrado, ha tenido que asimilar algunas mentiras. Es más, que ni siquiera se ha planteado que esto podía no ser verdad, y que si hubiera negado estas torturas habría sido automáticamente acusado de ser un anticuado, un prehistórico.
Pero el gran éxito de esta propaganda antiespañola viene del hecho de que muchos de nuestros intelectuales y artistas de aquella época (como el desdichado Francisco de Goya) quedan arrobados por la nueva corriente ilustrada gala, y son ellos los que hacen de quintacolumnista para dar añadirle nuevos capítulos a la Leyenda Negra Española. Como bien resalta Barea, «una parte de la intelectualidad española colabora activa y eficazmente en la asimilación de los prejuicios de la Leyenda Negra, en la idea de que oponerse a ellos es ser un anticuado, un hombre fuera de la modernidad. Aquí comienza a fraguarse la negación de la existencia de la hispanofobia. La Leyenda Negra no es solo una forma de prejuicio que deforma la realidad y que, con tintes claramente racistas, defiende la inferioridad moral de un grupo humano. Es también un producto que sigue teniendo amplio mercado. El mundo hispanocatólico va adquiriendo cada vez más los rasgos del chivo expiatorio, porque el imperio va dejando de existir, pero siguen vivas las naciones que florecieron luchando contra él. Un enemigo es un aliado inapreciable. Los muros invisibles dentro de los que viven las autojustificaciones del protestantismo, la superioridad indiscutible de las razas nórdicas y el ego social de Francia están construidos con los ladrillos de la Leyenda Negra. Cada generación, según su necesidad, va a añadir un capítulo nuevo para convencerse de que ellos están en el lado bueno, porque dejaron a los malos en la otra orilla».
La saña con los clérigos españoles no tuvo igual en el mundo. A estos individuos que reescribieron la Historia en provecho propio se les ve el plumero por doquier, y la verdadera naturaleza de su mal está en la doble vara de medir que usaron. El historiador Alberto G. Ibáñez lo explica magistralmente: «¿Alguien, aquí o allá, alzó ayer o alza hoy la voz para denunciar que se quemaron más brujas solo en Inglaterra o en Alemania que las víctimas de la Inquisición española en toda su Historia? Las cifras de personas ejecutadas por la Inquisición durante su existencia (de 1480-1834), contrastada con la documentación disponible por estudios recientes, las sitúan en un máximo de 3000 (Kamen), pero incluso según otras fuentes podrían ser menos. Solo en Alemania se quemaron a 25000 brujas y sin juicio previo. Por no hablar de la persecución de católicos en la misma Inglaterra o de protestantes en Francia.
¿Alguien denunció ayer o denuncia hoy aquí o allá que murieron el 95% de los indígenas canadienses? ¿O que los indígenas australianos fueron considerados en 1770 (casi dos siglos después del descubrimiento de América) como “no humanos” por los colonizadores británicos y literalmente masacrados (de unos 500000 en 1770 pasaron a 31000 en 1911)? Una discriminación además que ha durado hasta casi finales del siglo XX. ¿Por qué nadie denuncia que el continente más pobre del planeta es África, donde nosotros apenas tuvimos nada que ver? Bueno sí, podemos decir que mientras la Guinea española tenía el mejor sistema sanitario del continente, los primeros campos de concentración aparecían en Sudáfrica. ¿Por qué nadie denuncia que no se crearon apenas universidades, o que las estructuras económicas que se dejaron no estaban pensadas para el progreso de esos países sino de sus metrópolis?
Y sin embargo, nadie afirma que la decadencia de África se deba a la cultura que heredaron de sus colonizadores (incluida la hoy civilizada y antes cruel Bélgica) que solo por el comercio de esclavos deberían indemnizar a la mayoría de los países afectados. ¿Por qué nadie denuncia que el caos que vive Oriente Medio es responsabilidad de las potencias colonizadoras, Gran Bretaña y Francia? O que los países más corruptos del mundo (Senegal, Camboya, Kenia, etc.) proceden de la mismas potencias colonizadoras. Y sin embargo, cuando se trata de la herencia española…».
La doble vara de medir que los chicos del Norte aplicaban a los religiosos rozaba la obscenidad. Mientras los españoles eran vilipendiados los suyos eran exaltados. Vamos a ver algunos ejemplos un tanto singulares. En el siglo XIII floreció un sacerdote, posteriormente nombrado obispo, y siglos después beatificado, cuyos iguales le apodaron en vida «Doctor Universalis» o «Doctor Experto», pues a su condición eclesiástica se le añadían sus dotes y su pasión por el saber. Nos referimos, naturalmente, a Albert, conde de Bollstadt, familiarmente conocido como Alberto «El Teutón» por mor a su origen germánico, y que ha llegado hasta nuestros días como «Alberto Magno». «¿Existen muchos mundos o existe solo un único mundo?», se preguntaba nuestro prelado. «Esta es una de las más nobles y elevadas cuestiones planteadas en el estudio de la naturaleza», concluía. Como buen germano, fue muy venerado por los suyos, tanto en el aspecto espiritual como en el científico. No en vano, hoy se le rinde pleitesía en todo el mundo como el patrón de las ciencias naturales, químicas y exactas.
Otro clérigo alemán, que determinó el tipo de movimiento que recorren los astros alrededor del sol, fue Johannes Kepler. Se valió de lo que él creía era la armonía de las esferas, una antigua teoría de origen pitagórico (otros bárbaros del sur) basada en la idea de que el universo está gobernado según proporciones numéricas armoniosas. Descubrió que la trayectoria de los planetas en su recorrido alrededor del Sol era elipsioidal en vez de circular, contradiciendo así la perfección de los cielos que representaba la circunferencia. También es respetado y venerado hoy día, a pesar de su condición religiosa, y a un cráter de la Luna se le ha endosado su nombre.
Ya hemos hablado anteriormente del piadoso físico francés Blaise Pascal, el cual, a pesar de legar al mundo una obra profundamente pía, «Pensées» (Pensamientos), una defensa a ultranza de la religión cristiana y una reflexión sobre el ser humano, su nombre enarbola actualmente la unidad internacional de presión.
Aunque Newton era un ferviente religioso, no le resultó impedimento alguno borrar de un plumazo la teoría aristotélica moldeada por la Iglesia que proclamaba que los astros los movían ángeles, valiéndose de su Ley de la Gravitación Universal. También elaboró la ley de acción y reacción y el cálculo diferencial. Sin embargo, cuando fue preguntado por su mayor logro, Newton dijo que de lo que se sentía más orgulloso era del estudio que había hecho de los… evangelios. Hoy, la unidad física de la fuerza en el Sistema Internacional de Medidas lleva su nombre.
Otro que basaba su inspiración en las Sagradas Escrituras era el inglés Michael Faraday. De hecho, era miembro de la congregación religiosa evangélica de los sandemanianos. El concepto de campo magnético, tan fructífero en la ciencia para explicar muchos fenómenos, fue introducido por él. Se cuenta que la reina de Inglaterra quiso que almorzara tan insigne sabio con ella un domingo por la mañana. Se debatió lo indecible entre ir o declinar la invitación, pues no quería faltar a su reunión dominical con sus compañeros de la rigurosa orden religiosa. Tras muchas vacilaciones, al fin se decantó por el acto real; sus compañeros no se lo perdonaron y lo excomulgaron. Tuvo que emplearse a fondo para hacer los votos favorables que le permitirían con el tiempo dejarle entrar de nuevo al redil de su congregación. La unidad de la capacidad eléctrica en el Sistema Internacional de Unidades, el faradio, lleva hoy su nombre.
Otro que tenía grabadas a fuego sus obligaciones monásticas era John Dalton, un cuáquero inglés que no se plegó jamás a recepción oficial alguna ni a admitir distinciones (su religión se lo impedía). Si los anteriores fijaron sus investigaciones en el amplio cosmos, sus trabajos científicos le condujeron al mundo de lo pequeño, enunciando la teoría atómica. Dalton fue el primero en estudiar una anomalía en la retina que él mismo padecía y que no le permitía distinguir ciertos colores. A su muerte cedió sus ojos a la ciencia, y en su honor a esta deficiencia en la visión se le llama daltonismo. La unidad de masa atómica, el dalton, lleva su nombre.
«¡Cuán grande es Dios, y nuestra ciencia una nonada!», cita más propia de un clérigo jesuita que del ilustrado, y piadoso, físico francés André-Marie Ampere, el cual inventó el primer telégrafo eléctrico y, junto a François Arago, el electroimán. Formuló en 1827 la teoría del electromagnetismo. El amperio, la unidad de la corriente eléctrica, se la pusieron sus colegas en su honor.
El italiano Alessandro Volta, el inventor de la pila eléctrica en 1800, hombre de ciencia práctico, autodidacta y cristiano fervoroso toda su vida, de misa y rosario diario, enemigo de las corrientes que intentaban mezclar magia y ciencia, fue inmune a la presiones anticlericales y anticatólicas del Enciclopedismo y la Revolución francesa. La unidad derivada del Sistema Internacional para el potencial eléctrico, la fuerza electromotriz y la tensión eléctrica lleva su nombre.
El inglés James Prescott Joule, en contra de lo que opinaría cualquier intelectual ilustrado ateo al uso, el cual le daría la preponderancia a la Madre Naturaleza, decía que «Dios conserva el universo». Era, pues, un ferviente devoto. Suya es también la cita: «Es evidente que el conocimiento de las leyes naturales significa nada menos que el conocimiento de la mente de Dios expresado en el mismo». En su honor se nombró Joule a la unidad del Sistema Internacional de Unidades para medir la energía en forma de calor y trabajo.
Ibáñez lo resume muy bien: «La doble vara de medir opera y sigue operando en muy variados aspectos, por de pronto en cómo los demás han construido su (verdadero o no) relato histórico dominante para la mayor gloria de su nación y orgullo de sus nacionales, y cómo nosotros hemos permitido que nos lo creen otros, además lleno de “fake stories”, para entronizar el pesimismo nacional».
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