lunes, 28 de febrero de 2022

Los Científicos y la Religión. Por José Antonio Marín Ayala.


 

Pensares y Sentires

Un apreciado lector de La Paseata nos pide un ensayo, un libro, y a tanto de momento no hemos llegado, pero por supuesto se hará. De hecho ya hay uno en camino titulado Pensares y Sentires, escrito por nuestro Asesor Editorial Nacho Rodríguez Márquez que estará disponible en el catálogo de Amazon a comienzos de la primavera: La Paseata no se detendrá. Bueno, como os iba diciendo, un tema del que tratar y ni corto ni perezoso José Antonio Marín Ayala, aquí nos lo va a mostrar.

Ciencia y religión, se pueden dar de la mano; de hecho, en momentos históricos, así sucedió. No quita que a más de uno quisieran quemar en la hoguera, veamos hasta donde pone esa mano Dios.

Creencia, ciencia, exactitud, afirmaciones, resultados y te pregunto: Llega uno, te desajusta el pensamiento con una creencia a través de la ciencia ¿La fe mueve montañas? o ¿Las montañas pueden ser movidas por un fenómeno natural?

Científicos y religión

Galileo Galilei defiende su teoría ante un tribual eclesiástico

“Hay en la Historia numerosos científicos que compaginaron su labor mística con la investigación científica”

Hay una larga lista de científicos de renombre que fueron a la vez piadosos, lo que no fue inconveniente alguno para que muchos mantuvieron la fe tanto para ejercer su noble ministerio como para avanzar en la ciencia. La fe no es, como pudiera pensarse a bote pronto, patrimonio exclusivo de la religión. Hay en la Historia numerosos científicos que compaginaron su labor mística con la investigación científica. Hasta incluso se podría decir que muchos de ellos sacudieron los cimientos de las creencias científicas de la época gracias a su devota espiritualidad.

En el siglo XIII floreció un sacerdote, posteriormente nombrado obispo y siglos después beatificado cuyos iguales le apodaron en vida «Doctor Universalis» o «Doctor Experto», pues a su condición eclesiástica se le añadían sus dotes y su pasión por el saber. Era también conde de Bollstadt, por lo que familiarmente fue conocido como Alberto «El Teutón» por mor a su condición germánica. Debió ser un hombre tan excelso que ha llegado hasta nuestros días como Alberto Magno. «¿Existen muchos mundos o existe solo un único mundo?», se preguntaba nuestro prelado. «Esta es una de las más nobles y elevadas cuestiones planteadas en el estudio de la naturaleza», concluía. No cabe duda de que su condición de obispo le permitió hacerse preguntas de este cariz sin que tuviera problema alguno con la curia de aquellos lejanos tiempos, aunque bien es cierto que fue muy venerado por los suyos, tanto en el aspecto espiritual como en el científico. No en vano, hoy es el patrón de las ciencias naturales, químicas y exactas.

Aun partiendo de la errónea y torticera suposición, siempre bajo el prisma protestante, de que los españoles somos unos ignorantes por suponer ellos que todos somos creyentes católicos, lo cierto y verdad es que a poco que escarbemos en la Historia de la Ciencia este aserto carece de fundamento. En este sentido habría que destacar los trabajos de Alonso de Santa Cruz, que en 1526 le permitieron describir la variación magnética de la Tierra, tan importante para la navegación marina en aquellos tiempos como en los actuales.

Pero no todas las aportaciones de los ilustres creyentes que ha habido a lo largo de la Historia fueron admitidas de buen grado por la Iglesia. Algunos provocaron tal cisma en las ideas preconcebidas que fueron perseguidos inmisericordemente. El primer exponente de esta revolución intelectual fue un clérigo polaco que se apasionó por comprender cómo funcionaba el universo. En contra de la idea adoptada por la Iglesia de que la Tierra es el centro del mundo, Nicolás Copérnico postuló que era el sol quien ocupaba ese trono y que nuestro maravilloso planeta azul y los restantes planetas giraban alrededor de él. Cuando sus detractores le atacaban por sus ideas, muchos de ellos hermanos de confesión, no era precisamente lo que se dice una persona comedida en sus palabras: «Si por casualidad hay charlatanes que, aun siendo ignorantes de todas las matemáticas, presumiendo de un juicio sobre ellas por algún pasaje de las escrituras, malignamente distorsionado de su sentido, se atrevieran a rechazar y atacar esta estructuración mía, no hago en absoluto caso de ellos, hasta el punto de que condenaré su juicio como temerario». Tuvo a bien la Parca llevárselo de este mundo de muerte natural un 24 de mayo de 1543, el mismo día que vio la luz su revolucionario libro donde exponía sus heréticas ideas, «De revolutionibus orbium coelestium» (Sobre las revoluciones de las esferas celestes), lo que impidió que las autoridades eclesiásticas le abrieran un auto de fe de cuyo resultado no le hubiera librado sentir bajo sus pies el calorcillo de la hoguera.

Domingo de Soto, dominico español que fue confesor del emperador Carlos V, hizo aportaciones fundamentales a la Filosofía Natural (lo que hoy conocemos por Física). Sus trabajos sobre mecánica los expuso en su libro «Quaestiones», publicado en 1551, donde ya por entonces decía cosas que hoy se enseñan en las escuelas: «La caída de los elementos pesados obedecía a un patrón de movimiento uniformemente acelerado en el tiempo»; esto es, que la velocidad de caída de un objeto aumenta conforme transcurre el tiempo. Estos estudios sirvieron para que, nada menos que 65 años después, Galileo Galilei demostrara experimentalmente la veracidad de la teoría gravitatoria.

El español Miguel de Servet destacó en campos de la ciencia como la astronomía, meteorología, geografía, jurisprudencia, física, matemáticas, anatomía o medicina; además postuló la teoría sobre la circulación pulmonar, descrita en su obra de clara tendencia religiosa «Christianismi Restitutio». Era de vocación religiosa contraria al catolicismo, lo que no le impidió que fuera perseguido también por aquellos especímenes norteños. Servet fue apresado en Ginebra y quemado vivo en la hoguera en 1553 por orden de Calvino, el reformista luterano suizo; y no porque fuera un científico, ni tan siquiera por su condición de español, sino por incomodarle sus ideas religiosas, aun cuando era también protestante como él.

A pesar de que el libro donde se plasmaba la teoría heliocéntrica fue condenado al ostracismo por la curia, otro cura, en este caso de origen italiano, que supo de su contenido llevó la teoría copernicana hasta límites insospechados. Giordano Bruno, que así se hacía llamar el susodicho, decía, para horror de sus compañeros de celda, que las estrellas eran soles como el nuestro, y que cada uno de ellos debía tener un cortejo planetario a su alrededor. Y no solo eso, sino que estarían habitados como lo está nuestro planeta. Estas heréticas afirmaciones encontraron la oposición de católicos y protestantes por igual, por lo que fue duramente perseguido por ambos bandos sin tregua. Finalmente fue detenido en Venecia y juzgado en Roma. A los que instruyeron su auto de fe no solía temblarles la mano para mandar al brazo secular a un hereje, pero sabían de la fama que tenía Bruno en el mundo académico; y aunque para cualquier otro individuo no habría habido duda alguna en mandarlo a la hoguera, con este no les interesaba hacer de él un mártir de la ciencia. Pero Bruno era un tipo insolente y retador. Les dijo a sus acusadores que parecía que tuvieran más miedo ellos a quemarlo vivo que él, que estaba deseoso de ascender a los cielos con la ayuda de las purificadoras llamas. El caso es que, tras varios años encarcelado, un 17 de febrero de 1600 le dieron pasaporte asándolo vivo en la parrilla.

Otro clérigo, este alemán, que determinó el tipo de movimiento que recorren los astros alrededor del sol fue Johannes Kepler. Creía firmemente en la teoría heliocéntrica porque pensaba que la simplicidad del ordenamiento planetario tenía que haber sido el plan que había diseñado Dios. Se valió de lo que él creía era la armonía de las esferas, una antigua teoría de origen pitagórico basada en la idea de que el universo está gobernado según proporciones numéricas armoniosas. En 1594, mucho antes de que naciera el más grande científico de todos los tiempos, postuló que el sol ejerce una fuerza sobre los planetas que es inversamente proporcional a la distancia. En base a este razonamiento recogió en su obra «Mysterium Cosmographicum», publicada en 1596, que la trayectoria de los planetas en su recorrido alrededor del Sol era elipsioidal en vez de circular, contradiciendo así el concepto que existía de que la perfección de los cielos la representaba la circunferencia.

El italiano Galileo Galilei, astrónomo, ingeniero, filósofo, matemático y físico, aun a pesar de que era un guasón de mucho cuidado y que carecía de pelos en la lengua (suya es la frase: «Digamos que existen dos tipos de mentes poéticas: una apta para inventar fábulas y otra dispuesta a creerlas»), mantenía unas relaciones muy amistosas con el Papa Urbano VIII (de hecho era su benefactor). Si no piadoso sí que era un hombre de fe. Decía que «la matemática es el lenguaje con el que Dios ha escrito el universo» y que «Dios es conocido por la naturaleza en sus obras, y por la doctrina en su palabra revelada». No obstante, era otro que meneaba la sartén, y a punto estuvo de seguir el mismo camino de Bruno de no haberse retractado durante el juicio que le abrieron un 12 de abril de 1633 por defender la teoría heliocéntrica de Copérnico y por afirmar que la Tierra giraba. Al final le condenaron a un cómodo arresto domiciliario hasta que le sobrevino nueve años más tarde su muerte. Solo en tiempos recientes, 359 años después de aquello, el Papa Juan Pablo II reconoció el atropello y pidió disculpas por lo que se hizo con Galileo indultándolo (de los otros herejes no consta que haya habido arrepentimiento alguno por parte de la curia).

Justo cuando se dirigía al Más Allá Galileo, el físico francés Blaise Pascal había ya desarrollado plenamente su enorme producción científica en física y matemáticas, contando por entonces con 23 años de existencia. A él le debemos inventos como la calculadora y la prensa hidráulica, e importantes aportaciones matemáticas, como la teoría de las probabilidades. La madrugada del 23 de noviembre de 1654, a la edad de 31 años, sufrió una suerte de revelación divina, de la que no han trascendido las causas, y a partir de aquí y hasta su temprana muerte, a los 39 años, se recluyó en el más absoluto misticismo religioso, estado que plasmó en su libro «Pensamientos».

Teoría gravitatoria

“¿Existen muchos mundos o existe sólo un único mundo? Esta es una de las más nobles y elevadas cuestiones planteadas en el estudio de la naturaleza”

El siguiente que meneó el árbol de la sabiduría e hizo caer de él jugosos frutos fue Isaac Newton, el mayor científico de todos los tiempos. Newton nacía un año después de que falleciera Galileo, en 1643. Aristóteles decía que todo aquello que se mueve es movido a su vez por una causa, y así sucesivamente. Por tanto, pensaba que había de existir algún tipo de motor en el inicio, algo que no fuera movido por nadie y que fuera lo que desencadenase el proceso. Este primer «motor inmóvil» es lo que él relacionaba con algún tipo de ser divino, responsable además de la unidad del mundo y del orden y las reglas que lo rigen.

Aunque Newton era un ferviente religioso, no le resultó impedimento alguno borrar de un plumazo esta teoría aristotélica, moldeada por la Iglesia que proclamaba que los astros los movían los ángeles, mediante la Ley de la Gravitación Universal. Newton permaneció a buen recaudo en la protestante Inglaterra, lejos de las garras de la Santa Inquisición. También elaboró la ley de acción y reacción y el cálculo diferencial. Sin embargo, cuando fue preguntado por su mayor logro intelectual Newton dijo que de lo que se sentía más orgulloso era del estudio que había hecho… sobre los evangelios. Antonio Hugo de Omerique, prestigioso matemático español nacido en Sanlúcar de Barrameda, en 1634, recibió los elogios de Isaac Newton cuando leyó su «Analysis geométrico o Método de resolución de problemas nuevos y verdaderos, así como de cuestiones aritméticas».

A partir de este momento, y así ha pasado a los anales de la Historia, hay que suponer que cualquier avance en la ciencia se debió a la sola influencia de los ilustrados franceses (porque así lo decidieron ellos, claro, y cualquiera que destacara no lo sería por influjo de la religión porque había sido despachada del progreso y le había sido concedido todo el honor a la Razón). Pero está claro que este condicionante debía ser sólo de aplicación para los españoles, el mundo hispano en general, y por contagio, el católico, estando negado para cualquier manifestación cultural o científica. Sin embargo, en el ámbito protestante la religión seguía formando parte de muchos hombres de razón.

Por poner solo un ejemplo español más, baste decir que el sacerdote, matemático, médico y docente de la Universidad del Rosario, en Santa Fe, José Celestino Mutis y Bosio se centró en 1780 en el estudio de la quina, una sustancia destilada de la corteza de un árbol del Amazonas, de la que descubrió sus propiedades para reducir la fiebre corporal y combatir el paludismo. Se dijo de la quina en su tiempo que fue para la medicina lo que la pólvora para la guerra.

Pero dejemos a los numerosos españoles que brillaron en el arte y en las ciencias en esta época, hasta en la actualidad, y centrémonos solo en aquellos ilustrados y sus descendientes que desarrollaron su labor científica, aun cuando tenían una clara vocación religiosa.

Un genio que basaba su inspiración científica en las Sagradas Escrituras era el autodidacto Michael Faraday. De hecho, era miembro de la rígida congregación evangélica de los sandemanianos. Suya es la cita: «El libro de la Naturaleza está escrito por el dedo de Dios». El concepto de campo magnético, tan fructífero en la ciencia para explicar muchos fenómenos, fue introducido por él. Se cuenta que una tarde primaveral de 1831 remaba en bote en un lago suizo cuando de pronto se quedó ensimismado contemplando cómo el arcoíris aparecía y desaparecía bajo una cascada de agua. El arcoíris reaparecía en el mismo sitio tan pronto el agua dejaba de ser arrastrada por el viento. Este hecho le hizo pensar que tal vez el espacio no estuviera del todo vacío y que un imán proyectara también, al igual que el arcoíris, campos de fuerza. Otra anécdota que se cuenta de él, que muestra cuan de fuerte era su devoción religiosa, es la que protagonizó con la mismísima reina de Inglaterra, la cual expresó el deseo de que tan insigne sabio almorzara con ella un domingo por la mañana. Se debatió lo indecible entre ir o declinar la invitación, pues no quería faltar a la reunión dominical con sus compañeros de congregación. Tras muchas vacilaciones, al fin se decantó por asistir el acto real (a fin de cuentas, pensaría que tenía muchos domingos por delante para ir a misa, pero no siempre podía uno gozar de la compañía de una reina); sin embargo, sus compañeros no se lo perdonaron y lo excomulgaron. Tuvo que emplearse a fondo para hacer votos favorables que le permitirían con el tiempo dejarle entrar de nuevo al redil de su orden religiosa.

El italiano Alessandro Volta, inventor de la pila eléctrica en 1800, fue un hombre de ciencia, práctico, autodidacta y cristiano fervoroso toda su vida, de los de misa y rosario a diario, enemigo también de las corrientes que intentaban mezclar magia y ciencia; fue inmune a las presiones anticlericales y anticatólicas del Enciclopedismo y de la Revolución francesa, siendo condecorado por el emperador Napoleón.

Otro que tenía grabadas a fuego sus obligaciones monásticas era el químico, matemático y meteorólogo británico John Dalton, un cuáquero que no se plegó jamás a recepción oficial alguna ni a admitir distinciones porque se lo impedía su congregación. Si los anteriores científicos fijaron sus investigaciones en el amplio cosmos, sus trabajos le condujeron al mundo de lo pequeño enunciando la Teoría Atómica, en 1803. Dalton fue el primero en estudiar una anomalía en la retina que él mismo padecía y que no le permitía distinguir ciertos colores. A su muerte cedió sus ojos a la ciencia, y en su honor a esta deficiencia en la visión se le llama daltonismo.

Un alumno de Dalton fue el inglés James Prescott Joule. En 1840 Joule publicó el trabajo «Producción de calor por la electricidad voltaica», quedando establecida la relación entre calor y trabajo. En contra de lo que opinaría cualquier intelectual ilustrado ateo al uso, el cual le daría la preponderancia a la Madre Naturaleza, Joule decía que «Dios conserva el universo». Era, pues, un ferviente devoto. Suya es también la cita: «Es evidente que el conocimiento de las leyes naturales significa nada menos que el conocimiento de la mente de Dios expresado en el mismo».

«¡Cuán grande es Dios, y nuestra ciencia una nonada!», cita más propia de un clérigo jesuita que del ilustrado, y piadoso, físico francés André-Marie Ampere, el cual inventó el primer telégrafo eléctrico y, junto a François Arago, el electroimán. Formuló en 1827 la teoría del electromagnetismo.

El checo Gregor Johann Mendel, un monje agustino católico y naturalista, por medio de entrecruzamientos con diferentes variedades del guisante que llevó a cabo en 1856, formuló las hoy llamadas «Leyes de Mendel» que sirvieron para explicar la herencia genética.

Albert Einstein fue el físico que, en 1905, derribó la mecánica newtoniana y abrió el campo a una teoría más fructífera, la Relatividad. A pesar de tener orígenes judíos, su concepción religiosa le empujaba a creer en un Dios que, a la postre, solo consideraba ser el autor material del Universo. Sin él pretenderlo fue uno de los que sentó las bases de la Mecánica Cuántica; de hecho, el premio Nobel se lo dieron por un trabajo relacionado con esta rama de la ciencia. Einstein no pudo soportarlo y nunca admitió las paradojas y la indeterminación que encierra esta parcela de la física, por lo que durante un agrio debate con Niels Bohr, que era un firme defensor de esta teoría, le dijo aquello de que «Dios no juega a los dados», a lo que Niels le contestó que dejara de una vez en paz a Dios y se centrara en la ciencia.

Werner Karl Heisenberg, el eminente físico que formuló en 1927 el Principio de Incertidumbre, y padre de la bomba atómica alemana, refiriéndose a la enorme dificultad que entraña prever el comportamiento de los fluidos turbulentos, dijo al respecto: «Cuando me encuentre a solas con Dios, le haré dos preguntas: Señor, ¿por qué la relatividad?; y ¿por qué la turbulencia? Estoy seguro de que me sabrá dar una respuesta convincente a la primera de estas dos cuestiones». Suya es también esta reveladora cita: «El científico se ha convertido, a ojos del pueblo, en el mago a quien obedecen las fuerzas de la Naturaleza. Pero este poder solo puede llevar a algo bueno si a la vez es un sacerdote y si actúa solamente como ordena la divinidad o el destino».

Henry-Louis Mencken, periodista y escritor estadounidense, decía que «la fe puede ser sucintamente definida como una creencia ilógica en que lo improbable sucederá». Y si hemos de mencionar un caso paradigmático en la ciencia que justifica la cita anterior, ese no es otro que el asunto de la fusión fría, una supuesta reacción nuclear producida a temperaturas y presiones en condiciones ordinarias, muy inferiores a las realmente necesarias, que anunciaron, en 1989, haber conseguido los químicos Stanley Pons y Martin Fleischmann, y que venía a suponer que el ser humano podía recrear en un matraz de cristal lo que el sol hace en su interior. Al final resultó ser un fraude, pero hay que ver lo lejos que se puede llegar solo con la fe para intentar lograr ciertos hitos científicos del todo… imposibles.

Pero si acaso piensa usted que la ciencia nos ha librado de las creencias y de la fe se equivoca. Es más, la propia ciencia, sobre todo la Física Cuántica, ha sumergido al ser humano en hechos totalmente incomprensibles y que escapan a toda razón. Si extrapoláramos lo que ocurre en el mundo subatómico a lo cotidiano, ¿se imagina usted que uno lance una pelota hacia uno de dos agujeros practicados, uno junto al otro, en una pared y que pase la bolita a través de los dos simultáneamente? Pues vaya teniendo fe en lo que dice la ciencia porque es esto lo que realmente ocurre.

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