viernes, 18 de febrero de 2022

La leyenda Negra Española. (Parte decimoséptima). El Nuevo Orden Mundial. Por José Antonio Marín Ayala.


La leyenda Negra Española. El Nuevo Orden Mundial.

“Los ingenieros del Nuevo Orden Mundial tienen bastante trabajo por delante. Instaurar un único gobierno mundial que dirija el futuro”

Mucha de la mala imagen que nos han pintado en el exterior y que padecemos todavía hoy como pocos en el mundo proviene de nuestros vecinos los franceses. Como hemos dicho reiteradas veces, los galos son muy hábiles para transformar sus fracasos, sus crímenes y sus vergüenzas en algo bello y hermoso, especialmente para que seres tan ingenuos como nosotros nos lo creamos. Los españoles, en cambio, tenemos era rara habilidad de convertir los éxitos de nuestro glorioso pasado en desdichas, y de echarnos mierda encima sin venir a cuento. Como bien dice Barea, «la asunción de la leyenda negra comienza con la Ilustración, cuando una parte de las élites españolas confunden modernidad y rechazo de lo propio. Ya sabemos que en todo tiempo y lugar abunda el individuo que, cuando asume una ideología, se traga el catecismo entero sin digerir, con puntos, comas y paréntesis».

Los ilustrados galos del XVIII, con la masonería al frente, quizá para demonizar al Imperio Español que se había fraguado a finales de la Edad Media, se fijaron como meta borrar la influencia que durante más de mil años había tenido la religión cristiana en Europa. Para ello, en el proceso de reseteado de la Historia, resaltaron las bondades que tuvo la Edad Antigua y, por supuesto, la que les brindaba en esos momentos la recién parida por ellos Edad Moderna, de la que estos «garçons» eran sus «modestos» representantes. Ese milenio intermedio lo definieron despectivamente como una abyecta y abominable Edad Media, la cual se dispusieron a reescribir, cuando no a eliminar, de la Historia.

Para combatir el cristianismo se valieron del catolicismo español, que tan bien les venía al pelo puesto que la propia Francia era por entonces también católica (lo que usualmente se conoce como matar dos pájaros de un tiro). La alternativa a la religión sería ahora la palabra hecha verbo de estos vividores cortesanos abanderando la «Verdad Absoluta» basada en la «Razón», único dogma que debían creer a partir de ahora los mortales. No se molestaron lo más mínimo en reconocer que el nuevo mantra del raciocinio había sido desarrollado mucho antes, durante esa edad oscura que ellos trataban de ocultar, mucho del cual se había fraguado en el seno de los monasterios de la Iglesia Católica. Durante la Edad Media los clérigos eran los únicos que gozaban de una mínima alfabetización que les permitía impartir razonablemente una misa basada en la lectura de los Evangelios. Las universidades en Europa nacieron de los «Studium Generale» que existían desde el siglo XI. Estos Estudios Generales provenían a su vez de antiguas escuelas eclesiásticas que habían abierto sus puertas a los legos. Aunque el concepto de «universidad» propiamente dicho no aparecería hasta 1254, la primera del mundo data de 1088, y nació en Bolonia, en Italia, donde estudiaron o impartieron sus enseñanzas genios de la talla de Dante Alighieri, PetrarcaThomas BecketErasmo de RotterdamCopérnico o Marconi.

(Horror, no puede ser; la primera «universitas» de la Historia fue fundada en meridión, en terreno bárbaro, lejos de la bendecida tierra aria). Y no solo eso, de las diez más antiguas del mundo, ocho se fundaron en el seno del grupo de países que los cerdos racistas del septentrión europeo han denominado PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España). Figuran entre ellas la de Salamanca (la más antigua de España, cuyos orígenes se remontan a 1218), la de Valladolid (en 1241) y la de Murcia (fundada, según la tradición, por Alfonso X, el Rey Sabio, en 1272, aunque es probable que su origen sea más remoto). Pero no, obviando este fundamental aporte de erudición medieval, y como si de una inspiración divina se tratara… No, espere condescendiente leyente, hablar así de ellos sería anatematizarlos. Mejor esto otro: Cuan si de un entrelazamiento cuántico de estados se tratara (vamos, algo así como la transmisión de información instantánea entre dos universos completamente separados en el espacio y tiempo, y sin relación alguna entre ellos), tocados de una virtud y una capacidad infinitas, sin más ayuda alguna que su prodigioso intelecto, a estos individuos les sobrevino súbitamente la genialidad, tan propia de los niños prodigio, de su nuevo credo recogidas en sus ilustradas enciclopedias, incluyendo en ellas lo que más les convenía, y eliminando, de paso, toda referencia a las aportaciones tecnológicas, científicas, morales y filosóficas de los siempre molestos y odiados católicos españoles.

Como todo empuje social nuevo y alocado, estos tipos se pasaron de frenada y calentaron a la peña, cuyas disquisiciones intelectuales y filosóficas se la sudaban, más de la cuenta en fecha tan simbólica como 1789; así que fueron a tomarla en primera instancia con el rey francés y su séquito palaciego. Esta imprevista deriva escandalizó a nuestros ilustrados, pues querían implantar una suerte de monarquía parlamentaria (como la actual española) para gozar así del paraguas palaciego y comerle competencias a la realeza. Los desórdenes que se desataron durante el desarrollo de su Nuevo Orden provocaron una guerra civil entre dos bandos irreconciliables: jacobinos y girondinos.

Posteriormente, los intelectuales galos maquillarían esta sangrienta contienda civil en forma de «Gloriosa Revolución Francesa», aunque los aguillotinados se contaron por millares, provocando un baño de sangre solo comparable al que practican los musulmanes durante el «kosher» y el «halal», cuando sacrifican a los animales con un corte en la garganta y los dejan desangrarse hasta morir. Uno de los arquitectos de esta incalificable masacre fue un mediocre periodista llamado Jean Paul Marat, apodado por sus acólitos el «Amigo del Pueblo». Este individuo, imitando a los para él perversos religiosos que combatía en su enfermiza mente, cogió los hábitos y se convirtió de facto en el «Inquisidor Mayor de la Nueva Galia». Sus confidentes le entregaban numerosas listas negras con objetivos claros, y junto a Robespierre, tras su detención, se encargaba de mandar separar de sus cuerpos sus cabezas y depositarlas en cestos diferenciados valiéndose de la afilada guillotina. Un par de décadas antes, Marat había solicitado ingresar en la Academia de Ciencias de Francia, de la que Antoine Lavoisier, el padre de la química moderna, era miembro. El trabajo que presentó Marat era una inconexa y estúpida colección de teorías acerca del fuego, por lo que a instancias de Lavoisier no fue admitido.

Cuando se desató la Revolución Francesa, Marat no olvidó el agravio: los sublevados encarcelaron a la alta nobleza y Lavoisier también fue detenido. Acusó a Lavoisier de complots absurdos, haciendo que fuera ejecutado en la guillotina, al igual que su suegro, en 1794. Tras su muerte, este estúpido dijo para la posteridad: «La República no necesita hombres de ciencia», afirmación que contrasta sobremanera con el elogio que de este genio hizo el matemático, físico y astrónomo italiano Joseph Louis Lagrange: «Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar» (como así fue).

Como todo infame que se precia de serlo, el propio Marat sufrió la cólera de una chica, bien parecida por demás y contraria a la causa jacobina, en sus propias carnes. Con el pretexto de darle un chivatazo sobre ciertos girondinos de los que a Marat les perdía su cabeza entró en su habitación y le atravesó el pecho de parte a parte con un generoso cuchillo jamonero mientras nuestro muchacho se daba un relajante baño. Este asesinato hizo de él un mártir, desatándose una orgía de sangre inocente durante el macabro «Reinado del Terror». A partir de este episodio se sustituirían los crucifijos de todas las iglesias de París por la esfinge de Marat, todo ello adobado con las buenas palabricas de liberté, egalité, etcétera, que desde entonces abanderan los galos. La estulticia del pueblo llano provocó que la Ilustración gala se fuera al carajo, abonando la tierra los cuerpos de muchos de ellos; las universidades galas fueron clausuradas por aquellos ignorantes durante la Revolución Francesa, un chapado de erudición que se mantuvo durante más de cien años.

Con esta primigenia República hecha unos zorros y cansado de tantas monsergas liberales, un tipo más bien bajito, militar de profesión, se hizo con el poder francés mandando los «Principios de la Razón» a la «toilette» y convirtiéndose, por el arte de birlibirloque, en dictador, conquistador empedernido y un asesino de masas en toda regla. Si el pueblo soñó alguna vez con un gobierno popular exento de realeza alguna, Napoleón les dio una en la trompa proclamándose, motu proprio, emperador (como diríamos aquí, a rey muerto, rey puesto). Nuestro emperador se valía, como los reyes absolutistas, de hospitales psiquiátricos, las «Casas de Salud», para recluir y torturar a los opositores al régimen, un modelo que luego imitarían a la perfección Hitler y Stalin. No piense, paciente leyente, que todo esto son fantasías mías. Si acaso quiere tomarse la molestia de comprobarlo, le invito a que lea «Prisioneros políticos en instituciones mentales francesas antes de 1789, durante la revolución, y bajo Napoleón», estudio llevado a cabo por el historiador alemán y profesor de la Universidad de Zurich Erwin H. Ackerknecht.

Napoleón establecería una suerte de monarquía hereditaria como la que se habían propuesto combatir los jacobinos, pero sin presencia religiosa de por medio; y para que fuera calentando motores ungió a su hermano mayor, Pepe Botella, como rey de España.

El fracaso de los ilustrados no mermó un ápice los sueños de sus descendientes de imponer una nueva sociedad. Habían conseguido eliminar el influjo de la religión y eso era para ellos de por sí importante. Ahora había que diseñar en la mente de la gente corriente una forma de vida alejada de las tradiciones y los convencionalismos. La renovada Leyenda Negra Española había allanado la invasión hispana, contando el invasor francés para su innoble causa con numerosos adeptos españoles. Barea lo resume muy bien: «Con el caso francés ante los ojos, se veía muy claro cuánto territorio social se podía ocupar si se desplazaba de él a la Iglesia católica, que había sido un pilar del imperio y, para apartarla, alguna maldad había que achacarle».

Así que uno de los que echaría mierda por un tubo sobre España valiéndose de la Inquisición Española sería un sacerdote católico, otro más, el español Juan Antonio Llorente, Comisario del Santo Oficio y Secretario supernumerario de la Inquisición de Corte. Llorente fue un trepa de mucho cuidado que se puso al servicio de los franceses por dinero durante la invasión española por las tropas de José Bonaparte (los francos lo nombraron a Llorente caballero de la Orden Real de España con una pensión anual de 30000 reales). Cuando finalmente el pueblo español reaccionó y los gabachos fueron expulsados de España, Llorente no tuvo otra tesitura que partir con ellos a la Francia. Allí escribió por despecho a España un incendiario libro en cuatro tomos que contó con los aplausos de la intelectualidad gala y que intituló «Histoire critique de l’Inquisition espagnole», título francés que no precisa traducción alguna, donde denunciaba 32000 muertos en la hoguera a manos del Santo Oficio. Preguntado por las fuentes documentales en las que se basaba ese trabajo, el muy truhan dijo que los papeles que lo demostraban se habían quemado (seguramente tuvieron el mismo destino que los supuestos herejes, en una suerte de ejercicio práctico que debió consistir en recoger por escrito en extensas actas todo el proceso de cada uno de los sentenciados y luego usar este combustible para, mediante la correspondiente fuente de ignición, darle brío a las ramas y que la lumbre llevara a cabo su purificadora obra). Como a todo buen Judas, los franceses le agradecieron sus inestimables servicios mandándolo «à la merde», lejos de la Galia. Cuando el caldo de la Leyenda Negra estaba ya adecuadamente sazonado entre los hispanobobos españoles, el gobierno liberal jacobino español le dio permiso para regresar a la patria y morir en paz.

Casi a punto estuvo Napoleón de adueñarse de toda Europa, creando un imperio por la fuerza de las armas del que no tenía ni zorra idea de cómo gestionar para que fuera tan duradero como el español, así que gozó de una efímera existencia: solo una mísera década. Y eso fue debido a que la ambición le pudo a nuestro pequeño corso, fracasando estrepitosamente cuando quiso tomar, en 1812, la siempre lejana, inhóspita y fría Moscú. Y se le acabó el cuento definitivamente en 1815, cuando le dieron pal pelo un ejército formado por huestes británicas, holandesas y alemanas en Waterloo, ciudad donde, por cierto, se refugia de la justicia hispana nuestro infame prófugo independentista español.

¿Y dónde cree usted que yacen hoy día los huesos de este personaje? ¿Acaso al otro lado del charco, en la Guayana Francesa; o quizás en una lejana y olvidada isla? Pues no. Están en lo más céntrico de la capital francesa. Una cripta circular situada bajo la gran cúpula de la iglesia de Los Inválidos de París acoge sus restos mortales. Y no vaya usted a pensar que está alojado en un lugar cualquiera; después de Versalles, el palacio de Los Inválidos es la obra de mayor envergadura iniciada durante el reinado de Luis XIV, su Rey Sol.

«Vivimos un revival de la Leyenda Negra», afirma Ricardo García Cárcel, historiador y ensayista español autor de «La Leyenda Negra». Cárcel sostiene que la visión fatalista de España recupera vigor ante los problemas de identidad nacional. El porqué está tan viva la Leyenda Negra Española es tan enigmático que desconcierta hasta a un historiador de su talla, aunque la actividad política de los mediocres gobernantes que nos ha tocado sufrir en estos convulsos tiempos puede ofrecernos alguna pista de por dónde van los tiros: «La única explicación que se me ocurre es el retorno de la falta de autoestima nacional, la resurrección de antiguos complejos, la caza de fantasmas que nos persiguen con perversas intenciones. El problema de fondo es la perturbación ante los problemas de una identidad nacional presuntamente institucionalizada y consolidada en la Constitución de 1978, que ahora se somete a debate».

Recuerdo un artículo de una revista alemana que se publicó hace unos años, inmediatamente después de destaparse el escándalo del Dieselgate de la Wolkswagen (el modus operandi es siempre el mismo: cuando surgen problemas en casa, los urdidores de la leyenda negra española echan mano de ella para salvar los muebles). Su autor venía a hacer una comparativa de cómo desempeñan una misma labor profesional un español y un germano (y no era en modo alguno el típico chiste que uno cuenta para desahogarse). El asunto que le movía al escribiente era poner de relieve cómo los españoles despilfarrábamos el dinero común europeo que a ellos tanto les cuesta ganar. En una de las páginas de la izquierda de la revista, en grande y a todo color, se veía a una rolliza germana pedalear en bicicleta por las calles de una de aquellas ciudades repartiendo la correspondencia, como se esperaría de su oficio de cartero. La contrapartida la ofrecía la foto de la página de la derecha, la de un español haciendo lo propio en España…pero en un impoluto ciclomotor amarillo huevo, conforme al color institucional de Correos. En otra se recogían las supuestas declaraciones de una médico española en la que decía que era funcionaria de carrera y que con eso lo tenía todo hecho en la vida. Su correspondiente botón de muestra reflejaba la situación de una doctora alemana que trabajaba en el inseguro régimen de contrato laboral y con muchas más horas a cuestas. Así aparecían varios profesionales de ambos países. Pero la guinda la venían a poner los bomberos. En una instantánea aparecía un profesional alemán del ramo que decía ser jefe de bomberos, posando con un deslustrado traje de intervención. Ponía de relieve su bajo sueldo, su depauperada indumentaria y una jornada laboral generosa en horas. Como contraste se veía a un matafuegos hispano, tan joven que juraría que era de nueva promoción, luciendo un inmaculado y caro traje de PBI americano, con pocas responsabilidades a su chepa, con menos horas laborales y diciendo lo que ganaba en España mucha (más pasta que el jefe germano). Lo chocante del asunto es que no había comparativa alguna de estos germanos con ningún otro europeo que no fuera un español. No dudo que todo lo que el interesado periodista quiso recoger en ese artículo fuera verdad, pero también podía haber puesto de manifiesto otros aspectos que diferencian a los habitantes de sendos países. Cuando los españoles tengamos el suficiente poder adquisitivo como para tener varios coches y poder cambiarlos cada pocos años; tener en propiedad una casa tipo chalé con zona ajardinada; disfrutar en tus ratos de ocio de una autocaravana como esas que traen los guiris, que no caben en cualquier camping y que valen más que una casa en primera línea de playa de La Manga; tirarse uno un mes de veraneo a tutiplén por Alemania, Suiza o cualquier lugar del mundo que a uno le plazca; o poder chapar la casa y deambular de septiembre a junio por los bellos parajes del mundo a todo lo que da la mata sin reparar en gastos (aunque dudo que sea con lo que nos deje este puto gobierno de mierda de pensión), eso contando con que tengamos la fortuna de llegar a la edad jubilación, entonces, y solo entonces, podremos decir que habremos alcanzado un nivel de vida similar al que gozan estos tíos. Mientras eso no ocurra las comparativas anecdóticas malintencionadas que puedan hacer de nosotros me la sudan un rato, pues carecen, a mi entender, de dignidad para darnos lecciones de moralidad, a tenor de las abominaciones que han protagonizado a lo largo de la Historia.

Además, si tan negativas son las valoraciones que estos tipos hacen de nosotros, ¿por qué diablos vienen aquí? Pues probablemente sea porque el español es tan servicial que hemos convertido este lugar del mundo en un destino privilegiado, con un turismo de calidad que no tiene parangón en ningún sitio. Y esto ha sido posible gracias al esfuerzo y la generosidad de millones de españoles, que trabajan como negros para que la estancia de estos tipos aquí sea confortable y segura. Claro que, en la línea del complejo de inferioridad que la Leyenda Negra Española ha hecho permear en algunos, siempre habrá algún hispanobobo que dirá que el turismo nacional es una actividad estacional que carece de importancia económica. No está de más recordar a este sandio con carné que el turismo fue en 2019 (de ahí en adelante, gracias a esta pandemia, ha sido otra película, me atrevería a decir que de terror) el sector que más riqueza aportó a la economía española, con un total de 176.000 millones de euros, una cifra que representa el 14,6% del PIB, además de los casi 3 millones de empleos que genera (supongo que la economía no debe ser el fuerte de los tontolcapullos que afirman tales disparates).

El historiador y ensayista español Alberto Bárcena Pérez va mucho más lejos en sus conjeturas sobre el alcance que tiene la Leyenda Negra Española. Denuncia que lo que inicialmente fue la destrucción del Imperio Español, valiéndose del anticatolicismo, ahora tiene su réplica en un redivivo Nuevo Orden Mundial. Sus líneas maestras serían la aniquilación de la cohesión de la gente, de la religión, la desaparición de las naciones (desde hace tiempo se está interfiriendo en las elecciones legislativas de los estados, potenciando el nacionalismo y usando para el mismo fin las pandemias) y el establecimiento de un único gobierno mundial, al más puro estilo orwelliano, donde el núcleo familiar no existiría (se inculcaría a la mujer que se debería preocupar más por su futuro profesional que por ser madre), el Estado se encargaría de educar a los niños (nunca los padres) y sería también el que regiría la esfera privada de los ciudadanos. Tras las bambalinas de este diabólico plan estarían unos plutócratas, que tienen cogidos de las pelotas a numerosos estados, y que abrazarían con entusiasmo el comunismo internacional, la masonería y el sionismo, un cóctel a escala planetaria que conjuga la sociedad de clases con el moderno capitalismo neoliberal.

La  progresía jacobina de nuestros días, heredera, según Bárcena, de este plan, pone mucho empeño en que la religión no salga del ámbito privado, en tanto que las inclinaciones sexuales de las minorías se manifiesten y potencien alegremente, conforme a los dictámenes freudianos en las que se sustentan (Hay que recordar que este chalado, amén de cocainómano, un austriaco de origen judío, puso mucho énfasis en que la única razón de ser en la vida de los humanos es la búsqueda constante del placer sexual).

El nuevo lema, pues, es romper lo que se ha hecho de aquí para atrás: potenciar la unión de hecho frente al matrimonio; aborto versus derecho a la vida; y la eutanasia frente a los cuidados paliativos. Y todo ello bendecido por la supuesta libertad de decisión individual.

Si esto realmente es así, los ingenieros del Nuevo Orden Mundial tienen bastante trabajo por delante. Instaurar un único gobierno mundial que dirija a los 11000 millones de almas que poblarán este planeta en las próximas décadas es una tarea ingente. Si entre esa élite tuviéramos la suerte de contar con algún español que todavía conservara los genes de aquellos que hicieron grande y duradero el Imperio Español, la esperanza estaría servida. Pero si los que están a la sombra de este proyecto son los que descienden de aquellos franceses que fracasaron durante tantos siglos en formar un imperio, apañados vamos.

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