“Depende solo de nosotros quedarnos en Europa o abrirnos de nuevo al mundo al otro lado del Atlántico para forjar un imperio global”
Son innumerables los hitos humanos surgidos de la rica cuenca mediterránea, espacio geográfico que ha servido de nexo de unión a multitud de pueblos a lo largo de la Historia: fue cuna de las más antiguas civilizaciones y culturas, de cuyo tramo inferior, cerrado por el continente africano, partió el homo sapiens a la conquista del mundo; allí, por vez primera, floreció la agricultura y la ganadería, las cuales dieron lugar a las ciudades más antiguas; es la también la zona donde surgieron las tres religiones monoteístas más importantes de la Historia y el primer imperio, el acadio, hace más de 4000 años; fue donde se empleó la primera moneda de cambio de la historia, el «dinero de cebada sumerio», y también el primer metal de transacción comercial de la historia, el «siclo de plata»; fue el rincón del mundo que primero pasó de la Edad de Piedra (o de Madera, según se mire) a la de Cobre, después a la de Bronce y por último a la actual, la de Hierro; también el lugar donde se inventó la escritura y el primer alfabeto; es el lar donde vivieron los grandes pensadores griegos que pusieron las bases éticas, morales y legislativas de nuestra actual civilización; donde floreció el Imperio Romano, y a imitación suyo el Español; y también donde se fundó la primera gran biblioteca del mundo, la de Alejandría; y donde de la mano de los árabes surgió la notación de signos arábiga, base de las matemáticas que permitieron el desarrollo de la física y la ingeniería y, por ende, de la tecnología. Sin embargo, impulsados por un racismo contumaz, los intelectuales de la Ilustración del XVIII, esos bárbaros del norte, abrumados probablemente por tantos éxitos humanos concentrados en esta prodigiosa zona, se encargaron de restarle importancia, trasladando la peregrina idea de que el mundo moderno se lo debemos a ellos. Segregaron un repulsivo racismo que dio lugar a la esclavitud, a las limpiezas étnicas y a los holocaustos más atroces que jamás antes haya conocido la humanidad.
La Leyenda Negra creada contra el Imperio Español, esa infame campaña propagandística de los inferiores militarmente a él, fue cuajando en el sentir español, y cuando su final era irremediable sirvió para que los que presenciaron su declive se quitaran de encima su responsabilidad y asumieran como causa de su muerte los tópicos hispanófobos al uso. Pero como bien dice Barea, «lo que hay que preguntarse no es por qué el Imperio español se vino abajo en la primera mitad siglo XIX, sino cómo consiguió mantenerse en pie tres siglos, porque ningún fenómeno de expansión nacido desde la Europa Occidental (y nunca dentro de ella) ha conseguido producir un periodo más largo de expansión con estabilidad y prosperidad».
Y esa es la cuestión que hay que investigar; saber cómo nace, se desarrolla y perdura un imperio. Porque ni el inglés, ni el francés, ni siquiera el alemán consiguieron lo que el español con tanto acierto. El intento de consolidar el imperio alemán arrastró a la humanidad a los dos mayores conflictos mundiales vividos hasta ahora. Asentarse solo en un territorio y expandirse no es crear un imperio. Tampoco lo es mediante la imposición de la fuerza bruta, sin más, ni aun siquiera lo sea infundiendo el miedo en la población valiéndose de una pandemia deliberadamente provocada. Para que se consume este milagro es preciso mucho más, raro por lo demás: la generosidad de los conquistadores, dar más de lo que las gentes de las tierras conquistadas pueden ofrecer. Roma fue generosa y otorgó la condición de ciudadano romano, hablase la lengua que hablase, tuviese la cultura que tuviese, honrase las tradiciones o adorase la religión que gustase, a todo aquel que estaba dentro del territorio que anexionaba. Las leyes que juzgaban a sus ciudadanos eran las mismas en todo el imperio. Tenía la sensibilidad de honrar a los dioses de cada pueblo integrado en el imperio; muestra de ello está en el Panteón Romano. No hubo una clase elitista ni una metrópoli que dominara a sus colonias: muchos emperadores romanos fueron originarios de las zonas conquistadas.
Dice un viejo aforismo que cuando tres andan juntos uno debe ser quien dirija. Y los expertos aseguran que con una población de más de 150 individuos se precisa, además, de una «realidad imaginada» para mantener la cohesión. La realidad imaginada es solo fruto del pensamiento del homo sapiens; no tiene ningún fundamento biológico ni evolutivo y no se da en ninguna otra criatura del reino animal, que sepamos hasta ahora. Pero es un poderoso recurso para mantener unida a una población y dirigirla hacia donde más convenga a sus clases dirigentes (que a veces puede ser hacia su perdición, como una guerra). Un ejemplo de realidad imaginada era el ancestral «animismo», una creencia por la que el ser humano le daba un halo de vida a ciertos ríos, montañas, valles, animales o árboles. El hombre primitivo se imaginaba que las cosas, plantas y animales tenían su propia alma y que influía en la vida de los seres humanos y en su entorno. En la universidad de Salamanca hay una rana tallada en piedra camuflada en una de sus ricas y complejas fachadas. Los estudiantes creen que si logran verla el día de un examen les irá bien en la prueba. Si no es así recibirán calabazas (lo realmente extraordinario es que alguno apruebe, porque es tan diminuta que pasa totalmente desapercibida al ojo desnudo). Actualmente todavía se venera el Árbol de Guernica, un roble que según muchos vascos simboliza sus libertades tradicionales. Y aunque este roble es el último de unos cuantos anteriores que se han marchitado por debilidad, cuando no fenecidos por pura vejez, todavía creen que el actual sigue encarnando el espíritu que en el siglo XIV le otorgaron los que vivieron por aquella época.
Otra poderosa realidad imaginada son los mitos y la recompensa en un futuro mejor después de la muerte. Y el mecanismo que mejor canaliza estas creencias son las religiones. La religión y la cultura, como poderosos órdenes imaginados, junto al mestizaje entre conquistados y conquistadores permiten la cohesión de las gentes, elementos necesarios para formar una nación o un imperio duraderos.
Según Yuval Noah Harari, historiador y escritor israelí, autor entre otras obras de «Sapiens: De animales a dioses», la diversidad cultural y la flexibilidad territorial confieren a los imperios no solo su carácter único, sino también su papel fundamental en la historia. Gracias a estas dos características los imperios han conseguido unir grupos étnicos diversos y zonas ecológicas diferentes bajo un único paraguas político.
Harari cree que el orden imaginado que sustenta una nación o un imperio «se halla siempre en peligro de desmoronarse, porque depende de mitos, y los mitos se desvanecen cuando la gente deja de creer en ellos. Con el fin de salvaguardar un orden imaginado es obligado realizar esfuerzos continuos y tenaces, algunos de los cuales derivan en violencia y coerción (…) La República romana alcanzó su máximo apogeo en el siglo I a.C. , cuando flotas cargadas de tesoros procedentes de todo el Mediterráneo enriquecían a los romanos superando los sueños más visionarios de sus antepasados. Y, sin embargo, fue en ese momento de máxima prosperidad cuando el orden político romano se desplomó en una serie de mortíferas guerras civiles (…) Cuando, en 1860, una mayoría de ciudadanos norteamericanos llegaron a la conclusión de que los esclavos africanos son seres humanos y por lo tanto debían gozar del derecho a la libertad, hizo falta una sangrienta guerra civil para que los estados sureños lo aceptaran (…) Yugoslavia tenía en 1991 recursos suficientes para alimentar a todos sus habitantes, y aun así se desintegró en un baño de sangre terrible (…) Sin embargo, un orden imaginado no puede sostenerse solo mediante la violencia. Requiere asimismo verdaderos creyentes. Decir que un orden social se mantiene mediante la fuerza militar plantea inmediatamente la cuestión: ¿Qué mantiene el orden militar? Es imposible organizar un ejército únicamente mediante la coerción. Al menos algunos de los mandos y los soldados han de creer realmente en algo, ya sea Dios, el honor, la patria, la hombría o el dinero (…) Un orden imaginado solo puede mantenerse si hay grandes segmentos de la población (y en particular grandes segmentos de la élite y de las fuerzas de seguridad) que creen realmente en él. El cristianismo no habría durado 2000 años si la mayoría de los obispos y sacerdotes no hubieran creído en Cristo. La democracia estadounidense no habría durado 250 años si la mayoría de los presidentes y congresistas no hubieran creído en los derechos humanos. El sistema económico moderno no habría durado ni un solo día si la mayoría de los accionistas y banqueros no hubieran creído en el capitalismo (…) Estos órdenes imaginados son intersubjetivos, de manera que para cambiarlos tendríamos que cambiar simultáneamente la conciencia de miles de millones de personas, lo que no es fácil. Un cambio de tal magnitud solo puede conseguirse con ayuda de una organización compleja, como un partido político, un movimiento ideológico o un culto religioso. Sin embargo, con el fin de establecer estas organizaciones complejas es necesario convencer a muchos extraños para que cooperen entre sí (…) De ahí se sigue que para cambiar un orden imaginado existente hemos de creer primero en un orden imaginado alternativo».
Según el historiador Harari, el origen del racismo «probablemente tiene sus raíces en los mecanismos de supervivencia biológica, que hace que los humanos sientan una revulsión instintiva hacia los portadores potenciales de enfermedades, como las personas enfermas y los cadáveres. Si se desea mantener aislado a cualquier grupo humano (mujeres, judíos, gitanos, homosexuales, negros), la mejor manera de hacerlo es convencer a todo el mundo de que estas personas son una fuente de contaminación». Por eso resulta de una evolución humana extraordinaria que los creyentes españoles que exploraban las tierras nuevas, establecían misiones evangélicas y se mezclaban con la población indígena, haciendo de ese territorio una extensión del imperio y a sus ciudadanos iguales ante la ley igual a cualquier otro que viviera en España, mostraran tal grado de generosidad hacia el prójimo que contribuyó grandemente a cimentar un imperio fuerte y duradero. El Imperio Español solo tuvo su igual en el Imperio Romano, del que fue heredero de muchos de sus usos y costumbres. En el año 378 a.C., el emperador romano Valente fue derrotado y muerto por los godos en la batalla de Adrianópolis. Las hordas incivilizadas del norte saquearon Roma y contribuyeron a cavar la tumba del Imperio Romano. Los visigodos destruyeron las entidades administrativas romanas en Hispania y se mantuvieron aletargados hasta que unos nuevos invasores con más brío los sepultaron en las brumas de la Historia. Si en verdad hubo una oscura Edad Media esa fue la que provocaron los antepasados de aquellos ilustrados del XVIII.
El ocaso de un imperio, como la de cualquier actividad que acontezca en la vida, está sujeto, como diríamos ahora, al inexorable aumento de la entropía con el paso del tiempo. Se necesitan muchos recursos, aplicados de manera constante, para ralentizar esta incuestionable degradación emanada de una ley tan fundamental de la Física. Todo este entramado integrador consume muchos recursos, y por simple desgaste el imperio tiene fecha de caducidad. Se han barajado muchas hipótesis acerca de la caída del Imperio Romano, algunas de ellas sustentadas en una leyenda negra de similar naturaleza con la que se explicaba el ocaso del Imperio Español, pero lo que no resulta fácil de explicar es cómo se formó y por qué perduró tanto en el tiempo. Cuando el Imperio Romano fue destrozado por los bárbaros del norte, en una época en que estaba ya de capa caída, sus restos alargaron su vida unos cuantos siglos más gracias a la visión política de Constantino, que hizo del cristianismo la religión oficial del estado. Es un rasgo diferenciador de todo homo sapiens que colabore con sus semejantes mediante la creación de mitos. Con ello se granjea la simpatía de una población mayoritaria que deposita en estas leyendas sus esperanzas en un destino quizá mejor tras la muerte.
Si hay algo que mantiene unida a la gente, y los imperios son gente unida, ese pegamento es la religión. Todo intento de suprimirla ha desembocado en la caída de muchas naciones. La todopoderosa Unión Soviética, la que durante muchas décadas rivalizó con el Imperio Estadounidense en la Guerra Fría, transformó una sociedad de creyentes ciudadanos en un estado federal ateo de repúblicas socialistas basadas en la enfermiza ideología comunista. Solo tuvo una existencia de apenas 70 años (entre 1922 y 1991) y ahora es la sombra de la potencia que fue, habiendo vuelto sus gentes de nuevo a sus antiguas creencias religiosas. No se trata en modo alguno de ensalzar un sistema basado en la fe, pero a falta de respuestas que la ciencia no puede dar acerca de nuestro sino después de abandonar esta vida, la gente corriente se agarra a un clavo ardiendo cuando sufre y se preocupa. No es menos cierto también que una fe radical, no relativista, puede convertirse en un arma de destrucción masiva, como desgraciadamente podemos ver en manos de algunos cafres islamistas. La religión católica ha ido adaptándose a los tiempos, y eso quizás explique su extraordinaria longevidad. La irrupción del Humanismo y después de los ilustrados eliminándola de la ecuación de la vida de las gentes tuvo un éxito parcial (solo hay que ver a diario a los miles de ciudadanos arremolinados en torno a la basílica de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano). Y si el propósito de las élites políticas actuales es conformar un nuevo imperio es de suma importancia desentrañar la fórmula que asegure un proyecto sólido y duradero. Y se necesitará el pegamento adecuado que una a gentes con tanta diversidad de creencias. Habrá díscolos que irán en contra del imperio y tejerán su correspondiente leyenda negra para desprestigiar el proyecto y forzar una negociación (chantaje, más bien) para obtener más beneficios que el resto de administrados (como sucede con los nacionalistas e independentistas), aunque solo unos ingenuos serán capaces de creerse esta pantomima y justificar con ella su declive cuando le llegue su momento.
Resulta cuando menos paradójico que un chiflado populista como López Obrador, amparándose en los prejuicios urdidos por los anglosajones en la Leyenda Negra Española, exija a España perdón por haber exterminado a los aztecas, a sus en modo alguno antepasados (ya que este elemento es lo más parecido a un rufianesco charnego, pues su abuelo era asturiano), individuos que asesinaban por millares a hombres, mujeres y niños para, con la excusa de ofrecerlos como sacrifico humano a sus dioses, comérselos. Más bien debería pedir perdón, en nombre de los que se sientan representados por él, a los descendientes que todavía viven de los que murieron a manos de aquellos asesinos y agradecer a España haber borrado del mapa a esa indeseable especie homínida caníbal. Pero el perdón que exigía este tipo, allá por 2019, por la conquista de los pueblos, coincidiendo, mira tú por dónde, con el 500 aniversario de la llegada de Hernán Cortés allí, debería ser más globalizado; primero debería mirar a su amplio territorio y al sur de él, hasta la punta de Chile, y contar, si es que acaso sabe, la proporción de indígenas que hay entre la población actual, que no es inferior al 80%. Y si lanza la vista al lado contrario, a septentrión, podrá descubrir que no hay ni rastro alguno de los indígenas que formaban parte de las más de 500 tribus indias que había cuando pusieron sus sucias botas en el Nuevo Mundo los colonos anglosajones. Así que ya está tardando este sandio en exigir perdón a los norteamericanos por semejante holocausto.
La mata de la capacidad organizativa anglosajona, si es que acaso alguna vez la tuvo, para abanderar un mundo globalizado no da ya más de sí (aunque nunca han tenido interés en ello, obsesionados solo en exprimir los recursos de los pueblos colonizados en beneficio de la metrópoli). Sus dirigentes actuales, lejos de ser integradores, se han echado al monte, como se esperaría de los bóvidos del género «capra», a su hábitat natural de aislamiento y exclusividad que los ha caracterizado a lo largo de la Historia. Desde el siglo XVI al XVIII, los colonos ingleses, franceses y portugueses importaron millones de esclavos africanos para que trabajaran en las minas y plantaciones de América. Virginia, Haití y Brasil estaban plagadas por la malaria y la fiebre amarilla, que se habían originado en África. Los africanos habían adquirido, a lo largo de generaciones, una inmunidad genética parcial a estas enfermedades, mientras que los europeos se hallaban totalmente indefensos y morían en gran número. Como bien dice Harari, «era más sensato para el dueño de una plantación invertir su dinero en un esclavo africano que en un esclavo europeo o en un trabajador contratado. Paradójicamente, la superioridad genética (en términos de inmunidad) se tradujo en inferioridad social: precisamente porque los africanos eran más aptos en los climas tropicales que los europeos, ¡terminaron como esclavos de los amos europeos!».
Esta división de la sociedad en castas de blancos y negros fue justificada por los colonos ingleses valiéndose de mitos religiosos y científicos a lo largo de los siglos. Compárese esta visión con el comportamiento tan abismal que tuvieron los españoles en el Nuevo Mundo hacia los negros. Harari relata la crónica negra americana que tan presente está en nuestros días: «A medida que los estigmas contra los negros se hacían más fuertes, se tradujeron en un sistema de leyes y normas que estaban destinadas a salvaguardar el orden racial. Se prohibió que los negros votaran en las elecciones, que estudiaran en las escuelas para blancos, que compraran en las tiendas para blancos, que comieran en los restaurantes para blancos, que durmieran en los hoteles para blancos. La justificación de todo ello era que los negros eran sucios, haraganes y viciosos, de modo que los blancos tenían que ser protegidos de ellos. Los blancos no querían dormir en el mismo hotel que los negros ni comer en el mismo restaurante, por temor a las enfermedades. No querían que sus hijos estudiaran en las mismas escuelas que los niños negros, por miedo a la brutalidad y a las malas influencias. No querían que los negros votaran en las elecciones, puesto que los negros eran ignorantes e inmorales. Tales temores venían reforzados por estudios científicos que “demostraban” que los negros eran realmente menos cultos, que entre ellos eran comunes varias enfermedades, y que su índice de criminalidad era mucho más elevado (…) Nada resultaba más repugnante para los americanos sureños (y para muchos norteños) que las relaciones sexuales y el matrimonio entre un hombre negro y una mujer blanca. El sexo entre razas se convirtió en el mayor de los tabúes, y se consideraba que cualquier violación, o sospecha de violación, merecía el castigo inmediato y sumario en forma de linchamiento. El Ku Klux Klan, una sociedad secreta supremacista blanca, perpetró muchos de tales asesinatos». Los mismos prejuicios raciales que los ingleses y los americanos tuvieron contra los negros los han tenido también contra nosotros, los españoles.
Los estadounidenses, con su antiglobalizador «America First» (la del norte, claro, y no en su totalidad) y el «Reino desUnido», con su «Brexit» no son, como algunos pretenden, candidatos adecuados para dirigir un imperio mundial. La historia del Imperio Español debería darles las claves de cómo hacerlo, pero me temo que no está en su pérfida naturaleza humana bajar tantos enteros en pos de un sacrifico de esta índole, ni creo que quieran reconocer ahora todas las mentiras que forjaron contra nosotros en la Leyenda Negra. Así que solo nos queda el recurso que pueda ofrecer al mundo un país, que es pequeño en la actualidad, que ha pasado por esta experiencia y que ha demostrado ser generoso y eficiente.
No hay país más europeísta que España; no en vano, fue el primero que intentó forjar una Europa unida bajo la dirección del emperador Carlos V. España, por tanto, no debe nada a Europa, ni siquiera a los americanos, como sí le deben pleitesía ingleses, franceses, belgas y holandeses. No fue regalada con ningún plan Marshall, y aun así, aislada del mundo y bajo una dictadura franquista mantenida por los yanquis para frenar el comunismo de la URSS, logró salir adelante y convertirse en la octava potencia económica del mundo. Roca Barea lo expresa muy bien cuando dice que depende solo de nosotros quedarnos en Europa o abrirnos de nuevo al mundo; un mundo al otro lado del Atlántico donde antaño echó raíces y donde los lazos hispanos son más fuertes que en ningún otro sitio. Para ello, lo primero que hay que hacer es desprenderse de todos los hispanobobos de este país y desmontar todos y cada uno de los mitos de la Leyenda Negra Española y esperar (y hasta suplicar al Altísimo) que nuestros gobernantes estén a la altura de las circunstancias ante un reto de esta naturaleza. Quizá sea ese el papel que deba jugar España en este Nuevo Orden Mundial.
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