viernes, 18 de febrero de 2022

La leyenda negra española. Parte decimonovena. La hispanofobia operando desde España. Por José Antonio Marín Ayala.


La hispanofobia operando desde España. El hundimiento del Maine

“Nuestros enemigos, que no podían vencer en un campo de batalla, crearan la hispanofobia y Leyenda Negra como fruto de su impotencia”

Tan solo una vez nos hemos batido contra EEUU y los hemos derrotado con solvencia. Fue durante el mundial de 1950, con un claro 3 a 1. Claro que eso fue en el ámbito futbolístico; en el bélico, aunque también solo una vez nos hemos enfrentado a ellos, en aquella lejana ocasión nos ganaron por goleada, tanto que nos dejaron fuera del campeonato para siempre. El otrora poderoso Imperio Español estaba en 1898 completamente agotado. Había dado más de lo que podía y eso puso fin a su hegemonía en el mundo durante más de 300 años. Para aquellos que suelen olvidar fácilmente el pasado hay que recordarles que igual destino tendrá el actual Imperio Norteamericano, nacido de las ruinas del Imperio Español. Algunos especialistas apuntan a que con el ataque al Capitolio, el 6 de enero de 2021, su declive habría comenzado ya, y eso que todavía le quedarían más de 200 años para siquiera igualar nuestro brillante registro temporal. El fin de un imperio y el inicio de otro fueron como consecuencia de un accidente. Veamos cómo sucedió.

El acorazado USS Maine explotaba en la bahía de La Habana el 15 de febrero de 1898. De entre los 354 hombres que formaban su dotación 266 fallecieron, a los que habría que sumar dos marinos españoles que pusieron tanto empeño en las operaciones de salvamento de los yanquis que la palmaron.

Estando el buque de marras inmerso en un escenario bélico, en las postrimerías de la guerra española con Cuba, cabe especular con la posibilidad de un ataque militar. Sin embargo, la lógica debería responder a preguntas tales como: ¿Qué interés podía tener España en provocar a los EEUU, cuando estaba ya a punto de conceder la independencia a Cuba?; ¿acaso los cubanos habían ocasionado intencionadamente el hundimiento para que los EEUU intervinieran en su favor (para que al final, estúpidamente, fueran ellos los que ocuparan el hueco que dejaba España en la isla)?

La única causa razonable y no interesada, era el accidente, pero William Randolph Hearst, desde la tribuna del New York Journal, y Joseph Pulitzer, desde el New York World, encabezaron una campaña típicamente yanqui e hispanófoba para forzar al gobierno a declarar la guerra a España.

Estos tipos no estaban en modo alguno dispuestos a que la verdad les estropeara un buen titular, por lo que tergiversaron, inventaron y mintieron lo que pudieron, y más, para justificar la guerra contra España sirviéndose de una renovada hispanofobia yanqui. Pero no fue solo la prensa amarilla americana la que se encargaba de lavarle el cerebro a los estadounidenses, sino que también participaban de la orgía antiespañola reputados historiadores de origen nórdico cuyos antepasados habían arribado al Nuevo Mundo y habían lastrado la Historia con cuentos inventados que los teutones habían incluido en nuestra Leyenda Negra. Tenían que tapar como fuera también, todo hay que decirlo, la deshonrosa aniquilación de las tribus americanas en su sangrienta conquista del Oeste, así que contrapusieron el héroe nórdico de raza aria al villano español, católico y medieval (para estos mentecatos era como si toda la trama inventada que sobre los caballeros andantes plasmó en El Quijote el Príncipe de los Ingenios fuera tan fiel a la realidad que se manifestaba ahora en todo su esplendor, casi tres siglos después de escribir su magna obra de ficción).

En tiempos modernos, Charles T. Powell, historiador hispanobritánico de gran prestigio, describiría esta esperpéntica situación con cierto humor:

«El estereotipo del español, según nuestros textos escolares, literatura popular, cine y televisión, es el de un individuo moreno, con barba negra puntiaguda, morrión y siniestra espada toledana. Se dice que es, por naturaleza, traicionero, lascivo, cruel, codicioso y absolutamente intolerante. A veces toma la forma de un encapuchado inquisidor, malencarado. Más recientemente y con menos acritud se le ha presentado como una especie de astuto escurridizo, semidiabólico y donjuanesco gigoló […]. Aquel villano español… continúa personificando las perversidades de la Iglesia católica-estatal; la barbarie de la conquista del Nuevo Mundo y un genérico concepto de inferioridad moral-físico-intelectual en contraste con las virtudes de los nórdicos».

Dos días después de la explosión del Maine, sin que hubiera ninguna hipótesis del hundimiento fruto de alguna investigación oficial, el villano de Hearst vendía un millón de ejemplares de su periódico explicando gráficamente cómo los militares españoles habían colocado una mina accionada a distancia en el casco del buque.

Mucho tiempo después, el también periodista Ernest L. Meyer retrató a Hearst de esta manera:

«El señor Hearst, en su larga y poco honorable carrera, ha inflamado los ánimos de los americanos contra los españoles; de los americanos contra los japoneses; de los americanos contra los filipinos; de los americanos contra los rusos; y en el curso de sus incendiarias campañas ha impreso retorcidas mentiras, documentos inventados, historias de falsas atrocidades, delirantes editoriales, ilustraciones y fotografías sensacionalistas y otros montajes para conseguir sus jingoísticos fines».

Hoy se sabe a ciencia cierta que desde el momento de la explosión la mayoría de los expertos, incluidos los norteamericanos, creyeron que fue un accidente.

Pulitzer, el fulano ricachón de los famosos premios que muchos se vuelven locos por recibirlos, bromeaba en privado diciendo que «nadie fuera de un manicomio» podía creer que España realmente hubiera decidido hundir el barco de marras. Aun así, él contribuyó a la propagación de esta mentira como un buque. La investigación oficial descartó los indicios que apuntaban al accidente para ocultar también la negligencia de los oficiales del Maine.

Aunque la incertidumbre sobre la causa del hundimiento persistió durante décadas porque no interesaba conocer la verdad, en 1975, un equipo de expertos dirigido por el almirante Hyman Rickover concluyó que la explosión había sido dentro del barco, y que quizá los oficiales no obraron con las debidas cautelas puesto que en la bodega del destructor se almacenaban grandes cantidades de carbón y pólvora y en varias ocasiones se había producido la autoignición del carbón con resultados catastróficos (el carbón es de ese tipo de sustancias que almacenado a granel en grandes cantidades arde espontáneamente).

Visto ahora en retrospectiva, la invención de un pretexto como el ataque del Maine para justificar una guerra con el único fin de expandir tu territorio y presentarlo a los ojos del contribuyente (y del mundo) como una acción legal y en defensa propia es algo que está muy feo, y más en una nación que se enorgullece de ser la democracia más desarrollada del mundo. Claro que esperar que alguno de los que hoy son socios nuestros europeos saliera por aquellas fechas en defensa de la legalidad (pues España siempre negó la autoría del hundimiento) era tanto como pedirle peras a un olmo.

Estados Unidos tenía poderosas razones para intervenir en el enjambre conflictivo en que se había convertido, desde 1895, la guerra de España con Cuba. A EEUU le interesaba arrebatar a España lo poco que todavía controlaba en América y alejar el peligro que suponía para su seguridad tener un enemigo tan cerca de casa. Por eso lo del Maine les venía al pelo. Pero la vida da muchos tumbos y los enemigos siempre están al acecho. Si los americanos pensaron por un casual que les iba a salir la jugada a pedir de boca y que iban a ser ellos los que ocuparan en Cuba el lugar que había dejado España se equivocaban de parte a parte. Una vez expulsada del Nuevo Mundo la potencia que le había dado forma, tan solo medio siglo más tarde y para consternación de los yanquis, los cubanos, de los que creían que se les iban a rendir a sus pies, se decantarían por un compañero de viaje más implacable e igual de armado: la URSS.

Realmente el malévolo proceder de los manipuladores mediáticos para alterar el curso de la Historia, usando el rollo ese de que el fin siempre justifica los medios, no es nada inusual, ni siquiera genuino del carácter yanqui. Los llamados «países civilizados», de los que los intelectuales no se cansan de decirnos, por activa y por pasiva, que deben ser el espejo donde mirarse el mundo, también lo practican. Los alemanes, tan perfeccionistas ellos, se sirvieron del ejército de su II Reich para cometer el primer genocidio del siglo XX en Namibia, entre 1904 y 1908, matando a decenas de miles de personas de etnia africana, preludio de lo que sería el holocausto judío. En 1933, recién llegados al poder los nazis prendieron fuego adrede a su Parlamento para echarles la culpa a los comunistas con la intención de abolir los derechos y libertades fundamentales y predisponer a la población germana contra ellos. Estos infames, en 1939, forzaron el inicio de la Segunda Guerra Mundial inventándose un falso ataque polaco contra sus tropas en la frontera con Alemania.

Por su parte, los rusos atacaron sin previo aviso a los polacos desde su frontera oriental y a continuación invadieron al resto de países bálticos: Estonia, Letonia, Lituania y Finlandia.

Los japoneses, emulando a los imperialistas alemanes, ingleses y franceses habían hecho lo propio con los chinos antes del comienzo oficial de la segunda contienda mundial, invadiendo su patria con un falso pretexto.

Una vez más, los siempre éticamente ejemplares alemanes no tuvieron reparos en darle una puñalada trapera a sus socios de fechorías rusos invadiendo la Unión Soviética, aun estando plenamente en vigor un tratado de no agresión firmado entre ellos.

Pero con lo del Maine no sería la primera ni la única vez que los yanquis recurrirían a estas siniestras artimañas. La entrada de los EEUU en la Primera Guerra Mundial vino precedida por un oscuro telegrama en clave, interceptado por los britanos, en el que Alemania proponía a México coaligarse con ellos para combatir a los yanquis. Si les salía bien la jugada, a cambio recuperarían de nuevo sus territorios en América robados a manos de los estadounidenses. Cuando los norteamericanos se decidieron a última hora de la contienda a participar en el festín de la guerra lo hicieron exportando del continente americano a miles de soldados infectados con influenza, plaga que se cargó a más 30 millones de personas en el mundo y también a buena parte de las tropas germanas, por lo que tuvieron que pedir el armisticio, aun cuando, tras haber puesto de rodillas al Imperio Ruso, llevaban ventaja en la guerra. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid echaron mano de la recurrente y siempre rentable hispanofobia para cargarnos un sambenito más, y así a esta gripe letal la llamaron «gripe española», faltaría más, claro que sí, hombre.

Otra más. Parece hoy del todo probado que los altos mandos del ejército americano conocían desde mucho tiempo antes los planes de la Armada Imperial Japonesa de atacar Pearl Harbor, durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, no movieron un dedo para evitarlo. Igual fue un maquiavélico plan para justificar su entrada en la segunda gran contienda, aun a costa de la muerte anunciada de miles de soldados americanos. De cualquier forma, EEUU fue el gran beneficiado del conflicto, pues salió de él como la primera potencia mundial económica y militar.

Uno más y acabamos. Tras el ataque islamista contra dos superestructuras diseñadas a prueba de bombas para prevenir los daños de futuros ataques terroristas, las Torres Gemelas de Nueva York se desplomaron inexplicablemente al cabo de un buen rato de impactar sendos aviones comerciales, casi como si de una demolición explosiva controlada se tratara; de lo que no hay duda alguna es que fue la ocasión perfecta para la invasión de Irak, con sus abundantes yacimientos petrolíferos. Pero, eso sí, la excusa oficial fue tratar de encontrar unas armas de destrucción masiva que nunca existieron.

A ver si va a resultar ahora que esta vil manera de retar a duelo a tu enemigo es más honorable que la típicamente hispana de antaño: la del caballero medieval lanzándole el guante a la cara de su rival.

Los políticos nuestros que han contribuido a alimentar la Leyenda Negra Española tampoco escapan a esta atractiva forma de alterar los acontecimientos. Es más, los secuaces manipuladores infiltrados en nuestro país fueron pioneros en el mundo en hacer uso del magnicidio para inclinar la balanza del lado que más les convenía. Los hispanófobos que se camuflaron en nuestra tierra y los hispanobobos que les reían las gracias, la variante más perniciosa del espécimen de corte estúpido de Carlo Maria Cipolla, fueron marcando el errabundo destino de este país hasta nuestros días. Lo novedoso de esta renovada hispanofobia es que ahora podía operar de extranjis desde la propia España. Hasta cinco presidentes del gobierno fueron asesinados en España, planificando su ejecución desde las cloacas del Estado y cargándoles el muerto a anarquistas, republicanos o etarras. El primero en ser asesinado fue Juan Prim, en diciembre de 1870, cuando Amadeo de Saboya, que era oriundo de Italia, era elegido rey de España. El mismo día que el nuevo rey ponía sus pies en España para atender sus obligaciones de estado, los antimonárquicos se valieron de un grupo de sicarios para sembrar de casquillos de balas el vehículo donde viajaba el presidente del gobierno y así arreglar las cosas a la manera de los futuros gánsteres americanos, los cuales proliferarían luego en el Nuevo Mundo y servirían de inspiración a los guionistas de Hollywood.

En 1897 la maquinaria asesina se ponía de nuevo en marcha y se deshacía del presidente Cánovas del Castillo. Siendo todos estos magnicidios una desgracia para nuestro país, esta pérdida fue, si cabe, mucho más dolorosa para un servidor, pues la condición que tuvo de diputado por Cieza nuestro malogrado presidente del gobierno de la Restauración, ilustre hombre de estado asesinado por la mano homicida que nunca cesa, le permitió durante su mandato llevar a cabo grandes proyectos en nuestra ciudad. Aquí fue usado de nuevo un chivo expiatorio anarquista que les venía como anillo al dedo.

En 1906 hubo un nuevo atentado terrorista, esta vez contra el rey Alfonso XIII, que no consumó el magnicidio.

Un 13 de noviembre de 1912, en plena Puerta del Sol de Madrid, moría de un disparo por la espalda el presidente del gobierno José Canalejas (vaya, mira tú por dónde, a manos de otro anarquista).

En la calle Serrano de Madrid, un 8 de marzo de 1921, otra vez más a manos de anarquistas, moría el presidente del gobierno en esos momentos, el conservador Eduardo Dato, acribillado a balazos en su coche.

Estados Unidos vio cuan efectiva era esta forma de crimen de estado típicamente hispanófoba, así que la copió, la mejoró y la usó profusamente para deshacerse de manera discreta de gobernantes poco leales a sus oscuras causas, incluso, faltaría más, de sus propios políticos. El primero en caer en su propio campo de batalla fue Abraham Lincoln, presidente de EE.UU. desde marzo de 1861 hasta abril de 1865, justo el día en que fue asesinado. El siguiente en la lista fue James A. Garfield, asesinado en 1881 por un abogado en paro. El presidente William McKinley, el que había declarado la guerra a España por lo del Maine, fue tiroteado por un anarquista el 6 de septiembre de 1901, falleciendo una semana después.

Aunque hubo muchas presiones externas, e internas, para que nos metiéramos de lleno en la Primera Guerra Mundial del lado de las potencias que tradicionalmente habían sido nuestros más contumaces enemigos, imperó el sentido común y España se mantuvo al margen. No obstante, a los britanos, a regañadientes, les interesaba nuestra posición neutral, porque así podían tener acceso libre al mar Mediterráneo controlándolo desde Gibraltar, el trozo de tierra que antaño nos robaron y que ahora era intocable porque estaba en territorio neutral. Nuestra neutralidad en las dos guerras mundiales, empero, nos la harían pagar muy cara los herederos de aquellos que forjaron nuestra Leyenda Negra. Tras la Primera Guerra Mundial, los contendientes manipularon a la sociedad española, dividiéndola y enfrentándola, y se valieron de nuestra ingenuidad para que el suelo patrio sirviera de maqueta de operaciones donde poder ensayar nuevas técnicas y armamentos de cara a una Segunda Guerra Mundial más tecnificada y devastadora. De esta manera se desató una fratricida contienda civil cuyos ecos llegan hasta nuestros días de la mano de nuestros hispanobobos, esos tontos útiles que tan buen servicio prestan a los autores de la Leyenda Negra Española.

La Leyenda Negra Española servía a los que la forjaron tanto para un roto como para un descosido, de tal manera que no dudaban en echar mano de ella cuando necesitaban ese punto de fe en la victoria, especialmente cuando flaqueaban en la lucha contra sus enemigos. Como afirma la historiadora Elvira Roca:

«En los duros años de la Segunda Guerra Mundial resultó bastante sencillo utilizar los tópicos de la leyenda negra para aplicarlos a un nuevo enemigo, con el esperable efecto de autoafirmación y confianza: si luchamos contra aquel poder terrible y demoniaco y lo vencimos, ahora haremos lo mismo contra esta amenaza no menos satánica».

Así, durante este segundo periodo bélico, la influyente industria cinematográfica americana se apresuró a inundar las salas de cine con cintas que recogían el perfil del villano español antes descrito, semejándolo al nuevo malvado hitleriano al que combatían, sin caer estos necios en la cuenta de que estos seres diabólicos que mataban judíos, homosexuales y bolcheviques eran descendientes por línea directa mitocondrial de los que habían forjado en el pasado nuestra leyenda negra española, que a fin de cuentas eran parientes lejanos de ellos. Comparar la lucha contra el «imperialismo español», como lo definían estos tipejos, con la guerra contra un genocida como Hitler es tan propio de mentecatos como de sibilinos bellacos.

El propio Hitler era de la opinión de que el catolicismo, y por ende sus practicantes, era una religión «de mansedumbre y flaccidez», mientras elogiaba (quién lo iba a decir de un desalmado asesino sin escrúpulos como este) la fe de Mahoma, tildándola de «religión de hombres, marcial, fuerte y agresiva».

El historiador alemán David Motadel, en su libro «Los musulmanes en la guerra de la Alemania Nazi», recoge una entrevista que El Gran Muftí de Jerusalén, Amin al Husayni, tuvo con el Führer en Berlín, en 1941, el cual llegó a confesar al dignatario palestino lo siguiente:

«Ya ven que nuestra desgracia ha sido tener la religión equivocada. La mahometana habría sido mucho más compatible con nosotros que la cristiana, mansa y débil».

Tras el fracaso de la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética, Hitler buscaba desesperadamente nuevas alianzas con que reemplazar la carne de cañón triturada en el campo de batalla. Como los efímeros principios de Groucho Marx, este perturbado había intentado una alianza con el mundo musulmán, aun cuando había manifestado en numerosas ocasiones en público, y reflejado por escrito en su libro «Mein Kampf», la inferioridad racial de los pueblos no europeos, incluidos árabes e indios. Era tal el desprecio por estos posibles nuevos aliados, que los guardias de los campos de concentración se referían a los escuálidos judíos allí encerrados como «los musulmanes».

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los americanos regaron de dólares la devastada Europa para su reconstrucción, salvo España, que quedó excluida de todo reparto y proyecto común. Los otrora aliados se estaban preparando ahora para una Guerra Fría, más psicológica que material. Para frenar la influencia de la Unión Soviética en Europa, los EEUU habían creado, en 1949, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, la OTAN. El comunismo había fraguado, en 1955, como respuesta a esta amenaza el Pacto de Varsovia.

La larga mano americana que mece la cuna seguía posada en España desde lo del Maine. Los ingleses querían darnos pal pelo del bueno, pero los astutos americanos habían descubierto que el anticomunismo de Franco les era muy útil, por lo que se valieron de él y fue así como perpetuaron en el poder al dictador durante cuarenta años.

Los americanos, tan clarividentes en ver la aguja en el pajar ajeno, no se percataron de la viga que habían puesto los rusos ante sus propias narices, nada menos que en Cuba. Miles de misiles estaban ahora a tiro de piedra de suelo americano. Tras el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos para intentar eliminar el peligro ruso, el presidente Kennedy relajó la presión sobre la isla, lo que enfureció a los que esperaban de él una respuesta más agresiva. Por eso, el último de esta macabra lista de magnicidios fue John F. Kennedy, asesinado en Dallas, en 1963, supuestamente por un chalado, aunque no parece ya abrigarse ninguna duda de la participación de la CIA en la planificación de su muerte. Un refrán taoísta aconseja no mirar a la mano que mata, sino a la que la dirige. Y para no dejar rastro alguno de su participación, Otswald fue tiroteado antes de que hablara de más (modus operandi muy similar al ocurrido en otras ocasiones y que recuerda a casos como el 11-M, con el extraño suicidio colectivo de los autores del atentado cuando se vieron acorralados por las fuerzas de seguridad).

Corría el año 1973 y estaba ya próxima la muerte de Franco. Los americanos pensaron que no convenía que sus herederos políticos siguieran la estela del aislamiento internacional que durante cuatro décadas nos habían impuesto las potencias vencedoras, o sea, los artífices de nuestra leyenda negra. Los españoles se habían vuelto demasiado independientes y, aunque pobres, carecían de deuda exterior, solo un exiguo 7.5% de su PIB, algo que no podía seguir así: había que hacer bailar al otrora Imperio Español al son de la música yanqui, es decir, del capitalismo y de la sumisión.

Puestas así las cosas, desde el otro lado del Atlántico llegó a España un importante recado que fue adecuadamente ejecutado aquí por los de siempre. En la madrileña calle de Claudio Coello, en Madrid, un 21 de diciembre de 1973 volaba por los aires el coche oficial del presidente del gobierno, Carrero Blanco, con su titular a bordo. Aquel elaborado atentado fue presentado a la opinión pública como obra de una banda de principiantes terroristas cuyas asesinas siglas cogieron renombre internacional para beneficio del independentismo, del vasco y del catalán, dos elementos que usaron nuestros enemigos para la desestabilización de España, un país propenso a la autoinmolación pues abriga en su seno una ancestral civilización cainita, única donde las haya.

España, pues, entró en la senda de la órbita de los EEUU y sus aliados, y aun cuando hubo gobiernos españoles que tuvieron un marcado corte de izquierdas, los americanos se las apañaron para que España entrara de lleno en la OTAN y así disponer en suelo patrio de bases con misiles balísticos lo más lejos posible de territorio americano en caso de conflicto nuclear con los rusos para que no supusiera una amenaza para ellos.

Y si acaso piensa usted, afable leyente, que aun a pesar de la globalización de la que hacemos gala y la condición de socios europeos de la que disfrutamos (bueno, en el momento de escribir estas líneas ya no tenemos a la Pérfida Albión entre nosotros, lo cual sería una suerte mayúscula si no fuera porque este desgobierno nuestro de cada día le está comprando a los britanos esas fantásticas vacunas que te producen trombos, o te mandan al otro barrio, diseñadas deprisa y corriendo para ser los primeros en sacarle la pasta a la peña con el asunto del bicho este chino; mientras tanto, nuestros científicos españoles siguen diseñando una propia con los pocos cuartos destinados por nuestro gobierno progresista), como digo, si acaso cree usted que estamos desvariando, o que todo esto de la leyenda negra es cosa del pasado, sepa que en el año de gracia del señor de 2000, la BBC emitió un documental, que a estos tipos debió parecerles de rabiosa actualidad, titulado «Spanish Inquisition: the brutal truth», donde los realizadores se dieron el gustazo de poner en un primer plano unas imágenes en las que se podía ver la bandera de España ondeando junto a la esvástica hitleriana.

El eterno rencor a lo español, queramos o no, persiste y el chivo expiatorio de la Leyenda Negra sigue dando réditos a los de siempre. Convendrá usted conmigo que cada cual es libre de ejercer la libertad de expresión como le plazca, aunque en lo referente al carácter hispano o la historia de España la crítica esté plagada de trolas infumables que darían, como así lo hacen, para más de un rentable film. Pero igual no le hace tanta gracia que la televisión estatal que usted paga con sus impuestos le amenice la sobremesa con documentales plagados de las infamias hispanófobas que se cuecen en Alemania o Gran Bretaña. A los ingenuos que piensen que en pleno siglo XXI ya no pasan estas cosas les recomiendo que vean los estupendos documentales que sobre la Historia Universal hacen desde su peculiar prisma nuestros amigos de la BBC, y que nuestra cultural «La 2», de TVE, ha proyectado hasta en dos ocasiones durante la temporada 2014.

La pestilente prensa amarilla que desató lo del Maine hizo todo lo posible por eliminar cualquier influencia que los españoles hubieran podido tener en los actuales EEUU, pero a pesar del adoctrinamiento escolar les resultará imposible eliminar de la Historia las proezas de los descubridores españoles en Norteamérica, así que se han tenido que comer con patatas, por los siglos de los siglos, los nombres de unas cuantas ciudades fundadas por nuestros ilustres hombres, como por ejemplo: San Agustín (en Florida, la ciudad más antigua del país); Nueva Orleans (fundada originariamente por los franceses, pero reconstruida y ampliada en época española, por lo que a nosotros se debe su actual esplendor); San Francisco (durante mucho tiempo la principal ciudad y puerto del Pacífico americano); Los Ángeles (recordemos que es la segunda ciudad más poblada de EEUU y la mayor de California); San Antonio (la segunda mayor ciudad de Texas); Albuquerque (la principal ciudad de Nuevo México); San Luis (fundada por colonos españoles y franceses aguas arriba del Mississippi); San Diego (fundada por los españoles bajo el inicial nombre de San Miguel); San José (la tercera ciudad en tamaño de EEUU y donde tiene su sede Silicon Valley); El Paso (donde don Juan de Oñate, explorador conocido por haber observado el Río Grande, cerca de El Paso, celebró la primera Misa de Acción de Gracias el 30 de abril de 1598, varias décadas antes de la que se atribuye a los ingleses); Memphis (fundada también por españoles, en 1795, originariamente llamada Fuerte de San Fernando de las Barrancas); Santa Fe (fundada en 1610, la capital de Nuevo México y la más antigua de EEUU); y así un largo etcétera.

Como dice Barea:

«Que el Imperio Nuevo lleva en su interior mucho del Viejo y que este forma parte de su propia historia ya no es una idea extraña y nadie se atreve a rechazarla abiertamente, la comparta o no. Digamos que esa actitud se ha vuelto políticamente incorrecta. Es difícil de soslayar el hecho de que aproximadamente la mitad de lo que hoy es territorio estadounidense ha sido en algún momento de su historia parte del Imperio Español».

Para vea usted que a pesar de los pesares algo ha cambiado en estos últimos tiempos basta con ojear The American Pageant, libro de texto de historia de la escuela secundaria estadounidense publicado inicialmente por Thomas A. Bailey, en 1956, donde se puede leer:

«Los invasores españoles ciertamente mataron, esclavizaron e infectaron a un sinnúmero de nativos, pero también erigieron un colosal imperio que se extendió desde California y Florida hasta la Tierra de Fuego. Trasplantaron su cultura, leyes, religión y lengua a una amplia variedad de sociedades indígenas, los cimientos de muchas naciones hispanohablantes.

Evidentemente, los españoles, que llevaron más de un siglo de ventaja a los ingleses, fueron los genuinos constructores de imperios y los innovadores culturales del Nuevo Mundo. Si los comparamos con sus rivales anglosajones, su creación colonial fue más grande y más rica… Y en último término los españoles honraron a los nativos fundiéndose con ellos a través del matrimonio e incorporando la cultura indígena a la suya propia, no ignorándolos y, con el tiempo, no aislando a los indígenas, como sí hicieron sus adversarios ingleses».

España, pues, había comenzado a globalizar el mundo 500 años antes de que nadie se lo propusiera y ese derroche de poderío y de espíritu emprendedor motivó que nuestros enemigos, que no podían vencer en un campo de batalla al Imperio Español, crearan la Leyenda Negra Española como fruto de su impotencia.

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