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La revolución del reloj mecánico en la Edad Media | |||
"¿Qué es más indigno [...] que el hombre que pierde el tiempo, [...] que desperdicia su propia vida y por lo tanto se deshonra a sí mismo?", preguntó el clérigo Juan de Salisbury en el siglo XII. En aquella época, la medida del tiempo estaba marcada en gran parte de forma natural: la trayectoria del sol señalaba el inicio y el final de las jornadas de trabajo en el campo, un ritmo exacto e irrefutable. Pero en los monasterios, donde parte del trabajo no era natural sino artificial, el tiempo podía regularse de otra manera. Si en los campos las horas de luz eran la condición necesaria para desarrollar las actividades cotidianas, en el scriptorium los ojos atentos de miniaturistas y copistas permanecían abiertos hasta varias horas después de la puesta del sol. En este contexto fue necesario idear un tipo de dispositivo que no tuviera por qué emular el movimiento de los astros. Así nació en Occidente el reloj mecánico, que se convertiría en el más auténtico representante de la filosofía de vida y la filosofía económica de esta parte del mundo, introduciendo nuevos valores como la precisión y la eficiencia. El reloj mecánico, perfeccionado en las ciudades y colocado en lo alto de grandes torres, pronto se hizo un lugar en los palacios, luego en las casas y también incluso en los bolsillos de los europeos. Complejos mecanismos basados en muelles y espirales hacían que los engranajes y las ruedas se movieran con regularidad en un equilibrio perfecto que no podía detenerse. Los relojes se convirtieron en sinónimo de la cultura del Viejo Continente, en la que el tiempo -entendido como el número de horas empleadas para realizar un trabajo- se traducía en dinero, y en consecuencia en costes que los profesionales autónomos como médicos, abogados o profesores solían utilizar para establecer las tarifas. Si bien la jornada laboral de la clase campesina estuvo marcada por las horas de luz durante algunos siglos más, en las ciudades la concepción del tiempo comenzó a cambiar con la llegada del reloj, que velaba por la vida de los centros urbanos desde la parte superior de las torres y marcaba así los ritmos, el trabajo y, en definitiva, la vida. Si te ha gustado esta newsletter seguro que te interesarán los siguientes reportajes: |
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