Jueves 3 de febrero de 2022 |
| |||
Soy Pericles y la peste está acabando con mi vida... | |||
---- [Esta newsletter es un texto ficticio que recrea los pensamientos de Pericles en otoño del año 429 a.C. En plena guerra del Peloponeso, el general, enfermo por la epidemia que asola Atenas desde hace un año, yace en su lecho, consumiéndose en una enfermedad que acabará con su vida. Texto: Àlex Sala] ---- Siento que mi tiempo se acaba. A la guerra despiadada que libramos desde hace dos años contra Esparta se ha unido otra calamidad mayor si cabe, una enfermedad que siega la vida de mis compatriotas. Una epidemia por la que ya han muerto mis dos hijos mayores, mi hermana y varios amigos, y que me ha hecho llorar por primera vez en mi vida, durante el entierro de mi querido hijo Páralo. Ahora yo mismo me he infectado y más pronto que tarde, las Moiras cortarán el hilo de mi vida, que comenzaron a tejer hace 66 años. Desde la cabeza, la enfermedad desciende hasta afectar a todo el cuerpo y es más desgarradora de lo que las fuerzas humanas pueden aguantar. Al menos las mías. A los fuertes y continuos dolores de cabeza de los primeros días sigue un fuego voraz que se apodera de los ojos y baja hasta el cuello, bañado de un sudor brillante. La garganta y la lengua, llagadas, se vuelven ásperas y se hinchan, impidiendo hablar e, incluso, respirar con normalidad. Desciende después al pecho y al estómago, manifestándose por una intensa y dolorosa tos y vómitos continuos que provocan un hálito hediondo y amargo. Toda la piel enrojece y se llena de pequeñas pústulas. Aunque el cuerpo no parece muy caliente, arde un fuego en nuestro interior y el agua es incapaz de saciar nuestra sed, por mucha que bebamos. El calor nos abrasa de tal manera que no podemos soportar ni la ropa ni el lienzo que nos cubre en la cama. El único alivio es meterse en agua fría, aunque este bálsamo tampoco es muy duradero, ya que de vuelta al lecho pronto volvemos a sufrir el rigor de la calentura.
Los que no fallecen consumidos por este ardor al cabo de nueve días, quedan exhaustos. El padecimiento desciende entonces hasta el vientre, causando diarreas y un dolor constante. Yo mismo me encuentro así ahora mismo, postrado en la cama y muy debilitado, esperando la muerte por extenuación. La plaga apareció de forma sorpresiva el pasado verano, cuando los marineros y estibadores del Pireo comenzaron a enfermar sin una causa aparente. Las primeras noticias llegaron pocos días después de la invasión de las falanges espartanas, que entraron a sangre y fuego en tierra de Atenas para arrasar los campos y talar los bosques que rodean la ciudad. Las gentes del puerto morían a puñados y al principio culparon a nuestros enemigos lacedemonios de haber envenenado el agua para debilitar a nuestras tropas e impedir los ataques de nuestra flota a las ciudades del Peloponeso. No sería una táctica desconocida en el mundo griego, pues en nuestros tiempos es conocido el uso de las armas químicas. Nosotros mismos la usamos en tiempos de Solón en la primera guerra Sagrada [590 a.C.] durante el sitio de la ciudad de Cirra. Emponzoñamos el suministro de agua con una planta venenosa llamada eléboro, lo que impidió luchar a los defensores. Pero el castigo que nos abate hoy no es obra de la perfidia espartana. En realidad la pestilencia se originó en Etiopía y desde allí se propagó por Egipto y Libia, ensañándose especialmente con las tierras del rey de Persia y alcanzando otros puntos de la Hélade, como la isla de Lemnos, al norte del Egeo, antes de llegar a Atenas. Desde el puerto del Pireo, la dolencia se extendió rápidamente hacia la ciudad alta, causando una mortalidad espantosa entre la población ática, cebándose con gente de toda condición: hombres y mujeres, nobles y villanos, viejos y jóvenes. Desde hace dos veranos, no existe otra afección en Atenas. Si alguien enferma de cualquier otro trastorno, aquel pronto se transforma en este. Los médicos nada pueden hacer, ningún remedio parece poder aliviar nuestro padecimiento y lo que cura a uno, empeora al otro. La enfermedad se extiende con una rapidez como nunca antes se había visto. Los que están sanos enferman repentinamente, sin causa aparente. Cualquiera que se acerque a un enfermo se contagia con toda probabilidad. No respeta ni a los propios médicos que acuden a ocuparse de los pacientes. Dentro de la desgracia debo sentirme afortunado, puesto que puedo pasar mi sufrimiento en mi casa, rodeado de allegados que me atienden incluso poniendo en riesgo su salud. La mayoría de enfermos se hacinan en las barracas dentro de las murallas. Casi sin aliento, con un hilo de voz enronquecida por la inflamación del cuello, piden ayuda sin que nadie pueda atenderlos, ya que muchos abandonan a sus familiares y amigos por miedo a contraer la dolencia. Ya sea por eso o porque todos sus allegados han fallecido antes, esperan a la muerte solos, atrapados por la extrema debilidad que les impide comer o simplemente moverse. Los más fuertes se arrastran por las calles alrededor de todas las fuentes movidos por el deseo de agua o se lanzan dentro de los pozos en busca de alivio. La ciudad es un espectáculo pavoroso de cadáveres insepultos abandonados en las calles y las casas, ni siquiera las fieras carroñeras se atreven a tocarlos. La desaparición de estas aves es, de un tiempo a esta parte, notable. Ya no se las ve junto a ningún cadáver ni en ningún otro sitio, puesto que las que comen de esa carne mueren de la misma manera.
Los que se infectan se abandonan a su suerte, perdida cualquier esperanza de supervivencia, y los pocos que sanan tras una o dos semanas de penurias se sienten inmortales, puesto que no vuelven a contraer la enfermedad; pero a la vez culpables de su suerte. Conociendo la miseria de los demás por haberla experimentado en sus carnes pero sin poder hacer nada por aliviarlos. Por si fuera poco, el desánimo cunde entre la población y muchos emplean el tiempo en pasatiempos, placeres y vicios, viendo que es igual hacer el bien o el mal, ya que mueren tanto los buenos como los malos. Han relajado sus costumbres y su disciplina, tan necesarias en medio de esta guerra a muerte contra Esparta que iniciamos hace dos años para conservar la independencia de Atenas y su república. Atenas no pertenece a unos pocos sino a todos y por ello llamamos a nuestro gobierno democracia. Cada ciudadano está llamado a servir a la ciudad no por su linaje, sino por su bondad y por el deseo de la mayoría. Frente a ello, nuestra némesis confía su administración al autoritarismo de sus élites. Su autoridad se sostiene sobre el sometimiento de las otras naciones a su poderío militar. Hace dos años yo mismo convencí a mis conciudadanos de ir a la guerra contra Esparta. Era un hombre respetado, el “primer ciudadano de Atenas”. Había dominado la política de la ciudad durante tres décadas y había erigido la Acrópolis y levantado la mayor armada que ha conocido el Mediterráneo. Mi prestigio arrastró a todos detrás de mí en esta guerra, pero ahora temo que mi propia estrategia se ha vuelto en contra nuestra y las penurias de la contienda y la enfermedad han hecho que muchos flaquearan en este apoyo. Consciente de la superioridad terrestre de los espartanos, mi plan de guerra se ha basado en reagrupar a los campesinos dentro de las murallas de la ciudad a cada ataque lacedemonio y encomendar a nuestra flota el contraataque, el avituallamiento y la protección de la ciudad. Los árboles que se cortan vuelven a crecer, decía, mientras que no resulta posible resucitar a los ciudadanos que perecen a manos del enemigo. Pero las Murallas largas que tan bien han protegido el puerto y la ciudad de la ira de nuestros enemigos han convertido Atenas en una ciudad atiborrada de gente. Una prisión que ha facilitado el contagio de la pestilencia. Como no había casas disponibles, los refugiados del campo ático habitan en barracas sofocantes en verano, apenas ventiladas y la mortandad se produce en una situación de completo desorden; cuerpos de moribundos yacen unos sobre otros. Todavía conservo importantes apoyos, pero muchos han perdido su fe en mí. Mis rivales me acusan de atraer la desgracia por mi decidido apoyo a la guerra y hay quien defiende firmar la paz con Esparta. La epidemia ha diezmado decisivamente nuestro ejército. Miles de atenienses aptos para la guerra han sucumbido y yo no me siento con fuerzas ya de exhortar a mis compatriotas como hacía antes Tan solo espero que saquen fuerzas para continuar con esta lucha de la que depende el futuro de nuestra ciudad, pero me temo que deberá ser sin mí. Ya no aguantaré mucho tiempo más. Tal vez si consigo dormir Hipnos y Tánatos, el sueño y la muerte, vendrán para llevarme al Más Allá y terminar con esta tortura. |
No hay comentarios:
Publicar un comentario